Los Decretos de Necesidad y Urgencia son herramientas legislativas establecidas en el artículo 99, inciso 3 de la Constitución Nacional luego de la reforma de 1994. La intención de los constituyentes fue dotar al Poder Ejecutivo de un instrumento para hacer frente a una situación absolutamente excepcional que requiriese una inmediata intervención del gobierno. De ninguna manera fue concebido para imponer, violando a la propia Constitución y las atribuciones del Congreso, un plan integral de reconstrucción reaccionaria de la sociedad, la economía y la política argentinas cosa que puede ser necesaria, según cómo se la conciba, pero que de ninguna manera se puede hacer con el vértigo de la urgencia. Tampoco está en el espíritu de la letra constitucional la utilización de un DNU que implica nada menos que la derogación de 376 leyes sancionadas por el Congreso. Para colmo, ni siquiera es una iniciativa surgida del trabajo del gabinete del presidente sino un plan “llave en mano” elaborado por un grupo de consultoras económicas y estudios jurídicos vinculados al gran capital transnacional y defensores a raja tabla de sus intereses.
En otras palabras, el mentado DNU es un proyecto que tiene por finalidad consumar la largamente anhelada “compra-venta” y saqueo de la Argentina, llevando a término lo que la dictadura genocida, el menemismo y el macrismo dejaron a medio hacer. A tan obsceno extremo llegó el presidente Milei en su afán refundacional como para mencionar en su alocución a una empresa extranjera, la Starlink del megamultimillonario Elon Musk, como una de las beneficiarias de las reformas. Y no se privó de insistir en su alucinada ficción de la Argentina como “primera potencia mundial” (¡sic!), status al que habría llegado a comienzos del siglo veinte y al cual quiere regresarnos apelando a la elocuencia de su motosierra. Omitió decir, o tal vez lo ignora, que esa supuesta potencia mundial era en realidad una “colonia informal del imperio británico” como lo demostró Henry Stanley Ferns en su clásico Gran Bretaña y Argentina en el siglo XIX. Nuestro país era un gran productor y exportador de granos y carnes pero por sus desequilibrios regionales y su sesgo anti-industrialista debía importar de quienes sí eran “potencias mundiales” casi la mitad de la ropa y los textiles que demandaba su población amén de las dos terceras partes de los productos metalúrgicos, incluyendo el alambrado requerido por la agricultura y la ganadería, y el ochenta por ciento de las maquinarias que exigía el funcionamiento de la economía, aparte del hecho de que los ferrocarriles eran principalmente ingleses al igual que las principales entidades vinculadas al comercio exterior, tales como las compañías que manejaban el negocio del comercio exterior, los seguros y la banca. Esto para ni hablar de la idílica visión que los autoproclamados seguidores de Juan B. Alberdi tienen sobre la lamentable situación de las clases y capas populares de aquella época, radiografiada con caracteres indelebles en el estudio de Juan Bialet Massé sobre El estado de las clases obreras en el interior de la República, del año 1904. O del carácter opresivo de ese paraíso del laissez faire que provocó el estallido de tres levantamientos armados encabezados por la Unión Cívica Radical en contra del régimen oligárquico -en 1890, 1893 y 1905- durante el apogeo de la prosperidad. Aquellas insurrecciones sumadas a la arrolladora protesta popular motorizada por los sindicatos obreros anarquistas y socialistas en contra de las injusticias del modelo oligárquico-dependiente finalmente culminó con la sanción de la Ley Sáenz Peña abriendo paso al sufragio universal masculino y dando origen a lo que los desastrados profetas del anarco-capitalismo denominan “la edad del colectivismo”.
En suma, el DNU dado a conocer el miércoles es una monstruosidad jurídica y política fundada en una insanablemente errónea visión de la historia argentina y que pretende borrar de un plumazo los avances y las conquistas sociales y económicas logradas por décadas de luchas populares, dejando a la sociedad -trabajadores, inquilinos, jubilados, personas que requieren atención médica, pequeñas y medianas empresas, madres solteras, familias monoparentales, gente sin techo ni trabajo, niños de la calle, la masa plebeya en una palabra- a merced del “instinto asesino” del gran empresariado nacional y extranjero. Con el DNU propuesto por Milei controlarán a sus anchas los mercados y gracias a su exacerbado individualismo y su implacable búsqueda de ganancias reproducirán el milagro de Jesús multiplicando panes y peces y transmutando, gracias a la magia de los mercados, su insaciable afán de lucro en bienestar colectivo. Este es el mito creído a pie juntillas por los acólitos de la Escuela Austríaca, pese a haber sido refutado mil veces por la historia económica mundial. En consecuencia, la puesta en práctica del DNU sumiría al país en una crisis sin precedentes, desataría una multitudinaria protesta social y podría dar rienda suelta a estallidos de violencia de incalculables proyecciones. ¡Hay que parar este desenfreno antes de que las misteriosas “fuerzas del cielo”, invocadas por Milei al final de su discurso, hundan a la Argentina en el peor de los infiernos!