El reelecto gobernador de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, expresó en el acto de asunción su oposición al gobierno nacional de diversas maneras, pero una se destacó sobre el resto. En clara referencia al repetido slogan libertario del Presidente Javier Milei (Viva la libertad, carajo), cerró su discurso al grito de ¡Viva la justicia social, carajo!
La negación de la categoría de justicia social que el actual gobierno levanta como bandera, lejos de ser una nota de color, representa el fundamento de un modo de comprender al ser humano y a la sociedad que implica, como no puede ser de otra manera, una determinada visión sobre la pobreza, las desigualdades y el rol de los gobiernos.
Pensar que la justicia social es un espejismo, como menciona Friedrich Hayek, padre del neoliberalismo austríaco, o una aberración, como grita el presidente, se ancla en una construcción teórica que no siempre se explicita. En su obra cumbre, Derecho, legislación y libertad, cuyo último volumen se publicó en 1979, Hayek expone en detalle los fundamentos de su filosofía social. Hagamos un pequeño recorrido por su lógica acompañados por las palabras pensador austríaco.
La cabeza de los austríacos
El primer paso es entender que, para el pensador austríaco (y para el Presidente), la sociedad progresa a lo largo de la historia gracias a un orden espontáneo evolutivo que surge de la interacción de todos los individuos, de acciones individuales de prueba y error, y las instituciones sociales no son fruto necesariamente de una acción deliberada para su creación, sino fundamentalmente de ese orden espontáneo del que ningún agente individual posee control ni total conocimiento.
“El orden que se forma por evolución, al que nos hemos referido como a un orden que se autogenera o endógeno, puede describirse mejor como orden espontáneo. (…) Cada miembro de la comunidad sólo puede disponer de una pequeña fracción del conocimiento total, y que por lo tanto cada uno de ellos ignora la mayor parte de los hechos sobre los que descansa el funcionamiento de la sociedad. Sin embargo, es precisamente la utilización de un conocimiento mucho mayor que el que cada uno posee, y por lo tanto el hecho de que cada uno se mueva dentro de una estructura coherente cuyos determinantes le son desconocidos en su mayor parte, lo que constituye el rasgo característico de toda civilización desarrollada”.
En segunda instancia, se deduce que los gobiernos no pueden ni deben ejercer acciones deliberadas para organizar ese “orden espontáneo” que, como no podía ser de otra manera, se realiza únicamente mediante el mercado. La única acción gubernamental posible es administrar justicia mediante la materialización de las reglas que de él se derivan, sintetizadas en el derecho privado y el penal. “Esta particular función del gobierno es a veces semejante a la de un equipo de mantenimiento en una fábrica, cuyo objeto no es producir determinados bienes y servicios que hayan de ser consumidos por los ciudadanos, sino más bien controlar que el mecanismo que regula la producción de estos bienes y servicios se mantenga en buen funcionamiento. Los fines para los que este mecanismo suele utilizarse los fijan aquellos que utilizan sus partes y, en definitiva, quienes compran sus productos. Tal es el meollo del argumento contra la interferencia o intervención en el orden de mercado”.
En tercer lugar, este orden espontáneo no necesita de los individuos de acuerdos sustanciales (en referencia a los contenidos y los propósitos) sino solo de acuerdos formales, sobre un modo de interacción social que permita la existencia de múltiples y variados propósitos que, aún contradictorios entre sí, no impiden la realización de dicho orden. “Entre los miembros de una Gran Sociedad, que en su mayoría no se conocen, no habrá consenso sobre la importancia relativa de sus respectivos fines. No habría armonía, sino conflicto declarado de intereses, si fuera necesario acordar qué intereses particulares deberían prevalecer sobre otros. Lo que hace posible la concordia y la paz en dicha sociedad es que las personas no tienen que coincidir sobre fines sino sólo sobre medios susceptibles de servir a muy diversos fines, y que cada cual espera le ayudarán a alcanzar los suyos propios”.
En cuarto lugar, es importante destacar que las consecuencias que se derivan del funcionamiento del mercado no pueden ser atribuibles a la acción deliberada de ningún sujeto en particular sino a la interacción de todos, no pudiendo de este modo, ser valoradas como justas o injustas. “Puesto que sólo las situaciones que son fruto deliberado de la voluntad humana pueden considerarse justas o injustas, los resultados particulares de un orden espontáneo no podrán ser justos ni injustos: si el hecho de que A tenga mucho y B poco no es el resultado intencionado o previsto de la acción de alguien, no podrá hablarse de justicia o injusticia”.
En quinto lugar, desde esta lógica, el concepto de justicia social es un significante vacío, sin contenido, dado que las desigualdades observables no pueden ser atribuidas a la acción deliberada de ningún individuo, no tienen nada de injusto (que necesite de una corrección justa) y cualquier modificación deliberada posterior altera los resultados que son frutos exclusivos del método (la técnica del mercado) que es el único acuerdo social posible que respeta las libertades individuales al tiempo que permite a cada individuo beneficiarse con más conocimiento social del que particularmente posee.
“(…) el evangelio de la «justicia social» se dirige a sentimientos mucho más sórdidos: el desprecio hacia personas que están mejor que nosotros o simplemente la envidia, la «pasión más antisocial y perversa», como la calificaba John Stuart Mill, aquella animosidad hacia la gran riqueza que define como «escandaloso» el que algunos disfruten del lujo mientras otros no consiguen satisfacer ni siquiera sus necesidades primarias, y camufla bajo el título de justicia cosas que nada tienen que ver con ella”.
Por último, cualquier intento de producir igualdades, incluso de pensar la “igualdad de oportunidades” es solo una ilusión dado que el gobierno estaría obrando si contar con toda la información y demandaría cada vez más intervención coartando de este modo el principio básico de igualdad ante la ley, castigando a los exitosos coartando las libertades individuales. “Para conquistar esta igualdad (…) el proceso debería seguir hasta que el gobierno llegue a controlar literalmente toda situación que pueda influir sobre el bienestar de cualquier persona. Ahora bien, por más seductora que a primera vista pueda parecer la expresión «igualdad de oportunidades», cuando este concepto se extiende más allá de los servicios que por otras razones el gobierno debe proporcionar, se convierte en un ideal totalmente ilusorio, y todo intento de realizarlo concretamente podría convertirse en una pesadilla”.
El paradigma neoliberal
Si bien las discusiones de la coyuntura (tarifas, precios, déficit fiscal, dólar, salarios, deuda, leliqs, etc.) acaparan toda nuestra atención, resulta imprescindible comprender el paradigma desde el cual se mira lo que se mira. Lo que para algunos es un problema social, para otros será naturaleza, lo que son derechos humanos serán absurdas interferencias a los mecanismos del mercado, en definitiva, un "curro".
La falacia repetida una y otra vez por presidente sobre que donde hay una necesidad no hay un derecho porque “alguien lo tiene pagar”, es la muestra más clara de la aplicación ciega, cínica y obstinada de un modelo marginal que, con pretensiones hegemónicas, desconoce la realidad y la complejidad de las ciencias sociales que la abordan.
Es una obviedad que todo derecho (que debe ser universal sino sería un privilegio) garantizado por el Estado implica un costo, un esfuerzo. Las sociedades democráticas y humanas deben, contrariamente a la utopía neoliberal, esforzarse por realizar acuerdos comunes no solo de los medios sino fundamentalmente de los contenidos. Es ese contenido del acuerdo social, esa substancia, (que los neoliberales desprecian), la que basada en el propósito de asegurar una vida digna para todas y todos, construye una ética que definirá como deben repartirse los esfuerzos sociales para garantizar los derechos humanos.
En definitiva, como menciona Todorov, la existencia humana está amenazada por ciertas formas de comunicación, empobrecedoras y alienantes, y también por las representaciones individualistas de esta existencia que tiene curso y que nos hace vivir como una tragedia lo que es la condición humana misma: nuestra incompletud original y necesidad que tenemos de los otros. Pues, continúa el lingüista búlgaro, estas representaciones no son un reflejo pasivo de la realidad, determinan nuestros valores y de esa manera actúan sobre esta realidad.
Depender de los otros no es alienante, la sociabilidad no es maldita, es liberadora; hay que deshacerse de las ilusiones individualistas. No hay plenitud fuera de la relación con los otros; el reconocimiento, la cooperación, la imitación, la competencia, la comunión con el otro pueden ser vividos en la felicidad.
Para todo ello, es necesaria e imprescindible la justicia social.
(*) Docente ISFD Nº41. UNLZ FCS (CEMU)