Federico Sturzenegger va al programa radial de Eduardo Feinmann. Ahora que la radio se ha convertido en televisión de baja intensidad podemos ver a los periodistas e invitados. Sturzenegger hace comentarios que intentan ser graciosos, compara a los trabajadores con mascotas y se ríe. Luce una sonrisa franca, tranquila, del que sabe que no tiene nada para perder. En realidad, es la sonrisa del que tiene todo para ganar: negocios, dinero, ese prestigio que nace en universidades norteamericanas y compran las universidades privadas argentinas.
Ramiro Marra va al programa a Dos voces de TN, justo después de que el presidente Milei anunciara su plan de negocios por cadena nacional. Los demás invitados (Grabois, Grindetti, Maslatón) debaten serios, preocupados. No debe ser fácil estar en un programa de televisión sabiendo que en ese mismo momento en todo el país la gente está protestando como puede: golpeando cacerolas, reuniéndose en las esquinas, marchando al centro político de cada ciudad. Marra, a diferencia de los otros invitados, tiene una sonrisa juvenil, aunque se nota que es un poco forzada. Quizás porque en el reparto de puestos del gobierno, que lotearon a los mejores postores, no le tocó nada. O mejor: le tocó seguir siendo el troll que saltó de las redes a la TV. Y cumple su función: con su mejor sonrisa pone en duda la legitimidad de los cacerolazos. No argumenta, solo chicanea y sonríe.
Otro que tiene la chicana fácil es Iñaki Gutiérrez, el responsable de la comunicación del gobierno, un community manager con el nivel intelectual de Dipsy, el Teletubbie verde, pero que tiene a cargo las redes sociales del gobierno. A la gente que salió a protestar, sumida en la angustia y el miedo por su futuro, la llama “cinco payasos”, le dice que debería darle vergüenza salir y usa la expresión “hacerse los picantes”. Su incapacidad para pensar en términos políticos lo hace reducir todo a un intercambio de boutades en el ex Twitter.
Mientras Milei lee su discurso con las dificultades habituales, su equipo de ministros y asesores le hacen comparsa. Seguramente alguien les dijo que tienen que estar muy serios. Al fin y al cabo, para bien y para mal, esa imagen va a quedar en la historia argentina. La cámara se pasea cada tanto sobre esos rostros cariacontecidos, salvo uno: el de Nicolás Posse, el jefe de gabinete que parece un rugbier mediocre o un vendedor de autos importados. Apenas puede contener la felicidad que lo embarga. Hay una risa contenida en su rostro. Por suerte el mensaje es corto. Había un alto riesgo de que esa felicidad estallara en una auténtica carcajada. Seguramente tiene una risa muy contagiosa, como el Covid, como la de Patán.
Mientras se desarrollaba la marcha y concentración por el aniversario de lo ocurrido el 19 y 20 de diciembre de 2001, la plana mayor del gobierno decidió “monitorear” el protocolo antipiquete. Como es fácilmente comprobable, la izquierda convocante tiene un alto poder de movilización, pero no tanta como cuando participan también agrupaciones peronistas, independientes, organizaciones de derechos humanos, sindicatos, etc. Tanto despliegue de uniformados se justificaba por otras cuestiones: para exhibir su poder represivo, poner en la calle a las fuerzas federales y aceitar la coordinación de los agentes armados. Un simulacro usando a los grupos de izquierda de sparring. Como cuando un equipo de fútbol de primera decide jugar un partido amistoso sin arriesgar mucho, pero viendo cómo se ajustan al equipo los nuevos jugadores. Ante el éxito asegurado, Milei y Bullrich se dejaron ver en el centro de operaciones. Esta vez no llegaron a ponerse ropa de fajina ni a disfrazarse de policías de infantería.
La ministra de Seguridad observa todo con la sonrisa que usa una madre ante los modales de un hijo bien educado. Es una sonrisa de orgullo: policías y gendarmes empujan, amedrentan y se ponen codo a codo como ella lo ha soñado. El presidente no sonríe, en su cabeza hay una inquietud mayor que un protocolo antipiquete. Es difícil no perder la concentración durante dos horas y mantener en alto la mano que le tapa desde el mentón al cuello. Porque a él solo le preocupa que no filmen su papada. No venía teniendo una buena semana: su huida como por tirante de la Bombonera al ritmo de silbidos y canciones hostiles dejó a la luz la incipiente calvicie al viento. El clima del domingo pasado estaba inclemente.
Con un ambiente más bajo control, jugando de local en el programa de Jonatan Viale, el presidente Milei pudo olvidarse de sus problemitas y volvió a su costumbre de insultar y maltratar a los que no piensan como él. Incapaz de comprender la desesperación y el miedo de los que temen perder lo poco que tienen, se burló del cacerolazo y de las manifestaciones espontáneas en contra de su plan de negocios. A él y a su entorno les debe resultar muy gracioso decir que la gente sufre síndrome de Estocolmo o llamarla nostálgica del comunismo. Justo a una sociedad que cuando tiene un peso le gusta consumir, viajar, disfrutar de todo lo que le puede ofrecer el capitalismo. De hecho, lo que quiere es no ser expulsada del mundo capitalista: poder comprar comida y medicamentos, pagar un alquiler, cargar nafta, tener una prepaga.
A los muchos récords negativos que ya tiene la presidencia de Milei se puede agregar su facilidad para faltarle el respeto a la sociedad. Seguramente todos los políticos desprecian a los votantes opositores, pero ninguno es capaz de llegar al nivel de provocación de los apóstoles de Milei y del propio presidente. Es muy probable que en los próximos meses el listado se amplíe con imágenes provenientes del verano en Punta del Este. Risas y más risas de los pocos ganadores de un ajuste que, por entonces, ya estará destrozando a gran parte de la sociedad argentina.
Siempre es una risa clara: sabemos de qué se ríen y de quienes. Es la risa de la clase social que va ganando. “Perdonen la tristeza, pero de lo que quería hablarles es de la lucha de clases”, dijo David Viñas, palabras más, palabras menos, en una entrevista. En un artículo de juventud, Gabriel García Márquez escribió: “Hemos llegado a un límite sagrado en que es preciso crear nuevas formas de lucha para ser acreedores a nuevas formas de victoria”. Tal vez todo consista en buscar cómo borrarles esa risa que nos arrojan con la fuerza de un latigazo sobre el cuerpo de un esclavo. Y si les borramos la risa, nos haremos acreedores de una nueva forma de victoria.