“Respeto y disfruto mi trabajo del pasado, pero cada vez siento el incentivo, el anzuelo de crear cosas nuevas”. En esta porción final de 2017, Robert Plant vuelve a disparar un concepto ya expresado antes. Y, como en recientes ocasiones, vuelve a estar a la altura de sus deseos. Mal que les pese a los nostálgicos que se entusiasmaron por demás con aquel ya lejano show de Led Zeppelin en el O2 Arena (¡hace diez años!), el cantante es el principal obstáculo para un posible revival al que Jimmy Page y John Paul Jones le levantarían el pulgar casi sin vacilaciones. Ocurre que, en el otoño de su carrera, aquel prócer hard rock de pecho al viento se emperra en lanzar por las suyas un disco soberbio tras otro: desde su regreso a la labor solista con Dreamland (2002), el Mighty Rearranger de 2005 fue el comienzo de una seguidilla que incluye Raising Sand (2007, junto a Alison Krauss), Band of Joy (2012) y Lullaby... and The Ceaseless Roar, de 2014. Ese rugido que no cesa es una buena síntesis para las decisiones artísticas del cantante, que ni siquiera se dejó seducir por los cantos de sirena de la prensa especializada con respecto al disco junto a Krauss y se negó a la posibilidad de un segundo volumen con un escueto “Ya hicimos todo lo que podíamos hacer”.
¿Cómo no celebrar la valentía de un tipo que tiene todo para descansar en su historia, sacarle el jugo a la pasión revisionista de una industria siempre necesitada de dinero fácil, y sin embargo se atreve a seguir explorando? Plant ni siquiera mostró mucho entusiasmo por las reediciones de Zeppelin remasterizadas por Page, y la pobreza de algunos de los “discos de rarezas” de esa serie también le dio la razón. Quienes tomaron la sabia decisión de ir al Luna Park en 2012 o al Lollapalooza de 2015 tuvieron rotundas demostraciones desde el escenario: Plant solo bien se lame. Cuando toma material del dirigible es para desmontarlo y convertirlo en algo nuevo, más afín a las exploraciones tímbricas y estilísticas de su obra siglo XXI. En todo caso, su mayor concesión es juntarse con Jack White en el Hipódromo de San Isidro para una versión inolvidable de “The Lemon Song”, con el público presente y el mismo White en estado de éxtasis. Pero al borde de los 70 (que cumplirá en agosto de 2018), el músico británico evita a conciencia el incienso con perfume a naftalina.
Y entonces basta asomarse nomás a Carry Fire para agradecer y darle la derecha. El viernes pasado, tras una presentación en vivo en el show de Jools Holland en la BBC, Plant editó su disco número 11 como solista, otra vez junto a los Sensacional Space Shifters –aunque en la tapa aparece sólo su nombre–, una banda que resulta ideal para su investigación de las múltiples posibilidades de alterar los límites del universo folk. Hace tiempo que el cantante dejó a un lado cualquier fútil intento de alcanzar las cumbres de su voz joven, sacando el máximo provecho de lo que su garganta puede hoy: hace del desgaste un recurso de elegancia, dibuja grandes melodías y las colorea con instrumentos poco habituales en el rock occidental como las percusiones del djembé, la tabla y el bendir, el violín de una sola cuerda al que Juldeh Camara le extrae sonidos de pura magia y las vocalizaciones y afinaciones más propias del Oriente que del estribillo heroico. Y entonces lo de Plant hoy se vuelve magnético, fascinante, imprescindible para completar el viaje iniciado en la Gerrard Street de Londres en 1968.
Carry Fire enlaza con Lullaby... en la apertura de “The May Queen”, pero está lejos de ser una mera continuación o una repetición de fórmulas. Se anima al mensaje político potente en la marchosa “Carving up the World Again... A Wall and Not a Fence”, tiñe su voz de penumbrosa melancolía en la bellísima “A Way With Words” y en “Dance With You Tonight”, se acerca al rock más clásico con “New World...”, invita al baile con la encantadora “Bones of saints”, entrega un purísimo Plant oriental en “Carry Fire” y elige un único cover que es una apuesta coronada por todo lo alto: esta vez le toca a una canción del oscuro prócer rockabilly Ersel Hickey, versionada en 1959 por Ritchie Valens y en 1968 por The Beach Boys, y que aquí encuentra toda una nueva vida en las voces de Plant y nada menos que Chrissie Hynde. La potencia de la conjunción de Robert y la líder de Pretenders hace desear que, ya que no hubo opus dos con Alison, sean ellos quienes hagan su propio experimento en forma de álbum.
Y así, a la hora del brumoso cierre de “Heaven Sent”, lo nuevo del hombre de cabellera de león pide pista para un inmediato bis. Y para que haya más. Porque siempre hay lugar para la nostalgia, pero cuando una figura esencial de la historia del rock se propone escapar a esas trampas, y tiene con qué hacerlo, el oyente agradece dejar de dar vueltas un rato por los pasillos del museo. El rostro de Robert Plant tiene talladas las marcas de mil batallas, pero su espíritu sigue teniendo una salvaje juventud.