El rey de la comedia
(Qui rido io)
Italia/España, 2021
Dirección: Mario Martone.
Guion: Mario Martone, Ippolita Di Majo.
Fotografía: Renato Berta.
Montaje: Jacopo Quadri.
Intérpretes: Toni Servillo, Maria Nazionale, Cristiana Dell’Anna, Eduardo Scarpetta, Lino Musella.
Duración: 133 minutos.
Distribuidora: CDI Films.
7 (siete) puntos
Qui rido io (2021) no es la película más reciente de su director, Mario Martone (L’amore molesto, Capri-Revolution). De hecho, hay dos films posteriores: Nostalgia (2022), por el que fue nominado a la Palma de Oro en Cannes; y Laggiù qualcuno mi ama (2023), documental dedicado al actor Massimo Troisi. Qui rido io se estrena en la cartelera local con el confuso título El rey de la comedia, en alusión directa o indirecta a la película de Scorsese, con la que nada tiene que ver. ¿Era tan problemático traducir, como se hizo en España, por “Aquí me río yo”? En esas palabras descansa el dilema del film de Martone, por el cual su actor, Toni Servillo, fuera premiado en Venecia.
Si de actores se trata, Servillo es uno de los referentes del cine contemporáneo. De notoriedad internacional gracias a su tarea con el director Paolo Sorrentino (La grande belleza, Loro), a Servillo se lo pudo ver también y hace poco en La stranezza, de Roberto Andò, dando piel y voz a Luigi Pirandello. En Qui rido io, bien puede decirse que es otro de esos papeles que le calzan justo y para el disfrute, suyo y del espectador, al encarnar a Eduardo Scarpetta (1853-1925), uno de los artífices fundamentales de la comedia napolitana (el director Mario Martone es oriundo de Nápoles). En su interpretación, Servillo recrea no solo al famoso comediante desde su gracia en las tablas, sino en la reelaboración que le supone su vida familiar, los dilemas laborales, y el juicio que sobrellevó con Gabriele D’Annunzio, ni más ni menos.
De este modo, la película de Martone elige una época precisa, situada en el cambio de siglo, cuando el juicio sucede y la popularidad de Scarpetta está en su apogeo. Así lo demuestra la secuencia inicial, donde se asiste a una de las puestas en escena de la compañía, en la que el humorista es ovacionado y obligado a interrumpir la dinámica teatral por los aplausos. La recreación es memorable, porque alterna entre la teatralidad y su detrás de escena, entre los preparativos y el camarín. Como si la película diera una bienvenida mágica a aquellos años: Scarpetta está en la cúspide, su familia numerosa -y toda una cohorte- viven del dinero que el comediante produce. Se trata de un humorista popular, de vestir y andar distintivos, que Martone y Servillo grafican, en contadas ocasiones, desde una silueta chaplinesca. Una efigie, también, no exenta de contradicciones. Entre ellas, la conformación de un núcleo familiar numeroso, de paternidad repartida con su esposa, su cuñada y su sobrina. Pero dentro de la morada lujosa que habitan, todo sucede de modo consentido; en todo caso, se guardan las formas. Así, hay quienes le dirán “papá”; otros, “tío”.
De modo previsible, la delineación del grupo familiar ofrece simpatías y enojos. Es éste el resorte a través del cual Martone acciona la película. No hay observaciones moralistas sino la puesta en juego de un personaje dilemático, adorado por la muchedumbre, sufrido y querido por la familia, recelado por la clase pudiente. Con ella se produce, en todo caso, el pecado mayor: cuando Scarpetta quiera ocupar el lugar social que no le corresponde. Algo que ya se percibe en su mansión, donde vive incómodo, entre la fastuosidad y los modos propios; vale decir, aun cuando el jefe de familia disponga de sus pertenencias y placeres, hay un efecto chirriante entre esas paredes y las costumbres de quienes las habitan. Una especie de desfasaje, que la película trabaja hábilmente y lleva al punto álgido en la fiesta que el actor ofrece a los principales hombres de letras y artes de la época.
La fiesta tiene su razón de ser. Scarpetta procura caer en gracia a quienes le reprochan bajeza ante un arte grande, alto. Ése es el motivo del juicio con D’Annunzio, a raíz del supuesto plagio de una de sus obras: La Figlia di Iorio. Antes del embrollo, Martone se permite imaginar el encuentro entre el poeta y el comediante, cuando éste lo visita para pedir su permiso. El resultado es de un cariz extraño, como si fuese un intento de mezcla entre dos sustancias incongruentes. No está claro si D’Annunzio aprecia o rebaja a Scarpetta, bien podrían ser las dos cosas; y éste que queda fascinado con el mundo exótico del piso superior de la morada, entre jóvenes (des)vestidas de modos exóticos, que esperan con sus placeres a D’Annunzio.
Si D’Annunzio permitió o no la obra no viene a cuento, la película juega a su manera esta cuestión, y está bien que así sea, porque es una situación que ofrece un punto ciego, de atracción inevitable. Así como lo supone el diálogo entre Scarpetta y el filósofo Benedetto Croce, dispuesto a ayudarlo. Aquí hay una simetría curiosa en relación a D’Annunzio, ya que también Croce parece hablar de modo irónico con el comediante.
Lo que sigue es el juicio, pero la dinámica del relato está lejos de ser unívoca y deriva entre varias cuestiones simultáneas, todas congruentes: la aceptación y el rencor de quienes debieran continuar el legado artístico de Scarpetta, los hijos queridos y el que vive “oculto”, quien se fascina por el teatro y quien quiere probar otra suerte. Al mismo tiempo, a Scarpetta se le viene encima el cine, arte del siglo nuevo. ¿Cómo sobrevivir tales embates?
Si la secuencia inicial ofrecía un mundo fascinante y palpable, por su pasado histórico y modos estéticos; la secuencia final permite al Scarpetta de Martone dar razón al título del film, a su Aquí me río yo: su defensa en la corte ofrece uno de los mejores momentos en la carrera de Toni Servillo, como si todo lo visto hubiese sido la preparación necesaria para poder decir, simular, actuar ese monólogo, donde teatro y estrado finalmente se confunden como dos caras recíprocas.