En una casa llena de colores y atrapasueños, Celina se sienta y arma el mate. Atrás, un horno de barro donde entra igual una pizza o una tira de carne con papas o una cerámica recién hecha. Celina sonríe. Celina llora a veces. Celina recuerda y habla. Y vuelve a sonreír ahora apretando los labios, juntando las manos pequeñas de uñas recién pintadas y dedos con cuatro anillos. “fue muy conmovedor, verlo tan lúcido a sus ochenta y cinco años, relatando todo con tanto detalle…”
Celina tuvo una mañana llena de sentimientos. Viene de escuchar a su papá, Ramón, que fuera preso político en la última dictadura, declarar por la causa de su mamá, también presa política de la última dictadura, y que murió hace años. Ahora respira y habla. Cuenta sus proyectos ya concretados y futuros en su quehacer de cerámicas y palabras. La cerámica le permitió hablar, la palabra le permitió seguir y entonces su leguaje fue contar relatos en piezas de arte. Traducir en cerámicas las cartas que su mamá le mandó desde la cárcel durante siete años y que juntó con porfiada ternura, recuperando las que tenían su papá, hermanos, primos, fue lo que dio realidad al rompecabezas de esa parte de su historia.
El único recuerdo visible de la primera infancia de Celina con su mamá está en el estante al lado de la puerta: una foto familiar, donde ella aparece en sepia: vestidito blanco, medias tres cuartos y zapatitos Guillermina, antes de cumplir los dos años. Después y hasta los ocho años de su edad, los recuerdos son cartas que “eran cartas con muchas palabras de amor y dibujitos.” Y un sello de “Censurada. Decreto 2023/74” o sea, revisada, que era el protocolo de la dictadura. “Supe cómo fue mi nacimiento, en una carta que me mandó desde la cárcel cuando cumplí cuatro años. Allí me contaba que mi papá le había regalado un ramo de flores, y que nunca se olvidaría de la cara de él al verme y que como yo estaba apurada por nacer, mi tía la había llevado al hospital muy rápido pero que así y todo casi no llega. Y que había mucho sol.” Y el ejercicio de memoria la hace sonreír con la mirada, pero de golpe sobreviene un silencio y sus ojos se quedan en un punto lejano. Quizá recuerde. Quizá imagine algo. Quizá vislumbre el horizonte donde sus pensamientos quedaron fijos, y entonces dice en voz baja señalando un alambre que está a mis espaldas y palmeándose la frente: “me olvidé de descolgar y entrar las toallas.” Y suelta la carcajada. Porque la vida es esto y cada cosa tiene su espacio en el día a día, y no es bueno dejar la risa abandonada por ahí.
“Entre mis alegrías está un trabajo que tuvimos que hacer para la Coordinación de Derechos Humanos de la Facultad de Artes de la UNLP. Cada uno de nosotros trabajó sobre un desaparecido de la universidad. Una tarea con fuerte carga emotiva. Tan emocionante como hermosa. El estudiante que me tocó a mí se llamaba Abel Fux, estudiante de arte y humanidades, hijo único muy jovencito de una mujer ya grande. No había nada de él en internet, así que busqué y hablé con sus compañeros, porque no había nada de él en ningún lado. Entonces hice su retrato y quedó colgado en el Archivo de la Memoria, en La Plata. Ahora estoy estudiando para subir su historia a Wikipedia. No puedo permitir que desaparezca dos veces.”
Todo lo que le llega cerca lo transforma en arte, tanto, que su tesis de grado “Ellas saben” es el resultado de las cartas de su mamá sobre la situación de las más de mil doscientas mujeres que la dictadura tenía en el penal de Villa Devoto, y que Celina convirtió en piezas de cerámica.
Pero el tesón está por sobre el arte, y aún sobre el amor. Entonces vuelve emocionada a contar la mañana de hoy, porque “mi papá tiene 85 años, fue el abogado de mi mama en esta causa, habló de las torturas con contexto, porque a él lo detienen en el 76, era fiscal del tribunal superior de la provincia de Santa Cruz y lo detienen la noche del 24 de marzo. Ambos estuvieron presos todo el tiempo que duró la dictadura, entonces contó que veía cómo iba sucediendo todo, la toma de los edificios. Estuvo en Rawson todo el tiempo detenido. Salí muy conmovida pero contenta de que se haya podido cerrar eso, y no quería que le pase algo a él y no declare. Sé que es egoísta, pero necesitaba cerrar esta causa, que es sobre mi mamá y ella se murió y nunca paso nada. No quería que le pasara algo a mi papá antes de que declare en un juicio. Ahora estoy tranquila. El contó todo con lujo de detalles” y entonces a Celina le sube de nuevo la marea por los ojos, que despeja de sus mejillas con dos dedos. Conoce las tormentas de navegar mar adentro y sabe cómo salir con las velas intactas, porque “pasan cosas buenas, ¿sabes? Con las cartas se hizo una obra de teatro que se llama “Celina y las cartas” no por mí, sino por mi mamá, que también se llamaba Celina, un nombre de tradición en la familia. Igual que mi papá, Ramon de una larga tira de Ramones. Yo corté con eso en mis hijos, ¡pobres!” y la risa mira el suelo negando con la cabeza.
Celina Torres Molina no puede parar de crear. Crea desde la alegría, desde la angustia o desde el asombro, porque “me asombra el resultado de las elecciones y me angustia este presenta y su correlación con el futuro. La atomización de la economía doméstica y este negacionismo que consiguió poner en discusión un tema que para nosotros estaba cerrado, que es el de los derechos humanos. Pensar que te podés cruzar por la calle con estos asesinos es muy atemorizador y de verdad, físicamente me produce nauseas.” Quizá por eso y por su historia, los dos nuevos proyectos se llaman La llorona y La guardiana, porque “claro que lloro por lo que pasó, pero desde mi rincón también soy y me siento una guardiana de la memoria. Porque yo no sé lo que va a pasar, pero una cosa tengo en claro: hay que seguir construyendo.”