Corría el año 1994. “No sé si antes o después de la reelección de Menem”, dice Gustavo. Había pasado la etapa de la hiperinflación, el presidente Carlos Menem le había encontrado un orden a la economía nacional, las privatizaciones eran aplaudidas en el Congreso y el uno a uno caminaba viento en popa. Pero hubo un costo que se acumulaba, y que algunos pudieron oler. 

Gustavo no es peronista, y queda claro en cualquier momento de la conversación. Desde joven, integró el negocio familiar: un taller de máquinas de coser. Negocio familiar con historia familiar. Su abuelo llegó de España a principios del 1900 y emprendió la labor de la reparación de las Singer. “Era representante exclusivo”, relata con orgullo sobre su antepasado, a quien no llegó a conocer.

Luego llegó Pablo, el hijo de su abuelo. Su papá, digamos. Pablo hizo base en Monte Grande, al sur del conurbano, en el partido de Esteban Echeverría. Un techo de chapa sobre la vereda de la Avenida Boulevard Buenos Aires era claro en letras verdes: “Máquinas de Coser”. Un frente vidriado permitía chusmear los pies de las máquinas, esas extrañas obras de arte que hoy recorren innumerables livings con decoraciones vintage.

A principios de los ’90, Pablo y Gustavo atendían aquel comercio. Habían paseado por otras ubicaciones, algunas más cercanas a la estación de trenes del Ferrocarril Roca. Pero siempre en Monte Grande. Y dos familias vivían de aquel negocio por aquellos días. Pablo y su esposa en Adrogué, y Gustavo con su esposa y sus dos hijos en Burzaco. La cosa daba. “Rendía.”

Incluso, cuenta siempre Gustavo, que en los primeros años después de la partida de Raúl Alfonsín hubo un fuerte repunte. “Hasta empezamos a traer las máquinas industriales y se vendía bien, porque todo el mundo tenía una maquinita de coser”, recuerda. Pudo comprarse su primer cero kilómetro. Un Fiat 147 blanco que permitió un viaje a Valeria del Mar.

No había más.

De todas maneras, y quizás de la mano de su desconfianza hacia el peronismo, en la charla repite una frase: “Había algo raro en todo eso”.

Las dudas que pasaban por su cabeza en aquel tiempo era cómo, tan rápidamente, los cincuenta pesos que tenía en el bolsillo eran cincuenta dólares. “Mi viejo vino un día y me dijo que con cien pesos le alcanzaba para hacerse la dentadura, y le dije que no lo dudase”, dice. Claro, cien pesos eran cien dólares.

En ese escenario de pérdida de soberanía nacional, apertura de importaciones, quiebre de la industria nacional, y proliferación sistémica de remiserías, mucha gente se ponía a hacer ropa.

Sería 1993. Las ventas venían bien. Como contó, mucha gente venía a comprar una máquina nueva, no sólo a reparar la vieja. “Te empezaban a contar que la fábrica de ropa dónde laburaban había cerrado y que entonces mantenían su oficio haciendo ropa”, dice.

La misma anécdota se repetía. Se vendían máquinas industriales porque, quizás, un par de indemnizaciones confluían en un proyecto grupal y encaraban una mini PyME. Muchos despidos, varias indemnizaciones. Eran talleres muy pequeños que buscaban paliar el crecimiento de la desocupación por los cierres que empezaban a encaminarse por la pérdida de rentabilidad.

La cosa se piloteaba. Pasó el tiempo, sólo algunos meses más. Ya no había tanta venta, y las reparaciones pasaron a ser moneda corriente. “Ya era más difícil vender una máquina nueva”, cuenta. La ecuación no cambiaba: se liquidaban ahorros, y sólo se consumía lo justo y necesario.

Ya corría 1994 . Gustavo no tenía casa propia y vivía en lo de su suegra. Eran cinco en una casa de los primeros planes habitacionales de Eva Perón. Su suegra sí era peronista. Esa tarde, casi a la noche, llegó su esposa y le contó lo que para él significó un quiebre.

“Gustavo, mirá lo que conseguí para los chicos: unas remeritas a 50 centavos.”

La frase entró, retumbó, giró, dio vueltas, y jamás salió. Hoy vuelve a abrir los ojos con la misma sorpresa de aquel día cuando cuenta lo que vivió. Lo cuenta sin rezongar. Con tranquilidad. Aquel día del ’94 esas palabras le provocaron un latido dispar en el corazón por medio segundo. Perdió el ritmo. Tembló el piso, se enfrió el aire y faltó respuesta.

Le adelantaron el final de la película. No había mucha reacción posible. A la mañana siguiente llegó a Monte Grande. Lo vio a Pablo y se lo contó. “Cagamos viejo”, recuerda que le dijo. La cuenta para Gustavo fue simple: 50 centavos costaban el hilo y quizás alguna aguja que vendían en el negocio. ¿Cómo se compite si la remera que llegaba hecha de China y con la ganancia incluida para el comerciante costaba lo mismo que sólo un insumo para producirla?

Lo que empezó con el desguace de la fabricación de ropa nacional, que posibilitó un equilibrio económico para comercios como los de Pablo y Gustavo, pronto tuvo su otro capítulo de consecuencias. Aquella apertura de importaciones avanzó. No había control y simplemente avanzó.

A nadie le convenía hacer ropa. Ni a los pequeños talleres. Y la cosa se empezó a poner difícil. No alcanzaba. Gustavo empezó a buscar opciones. Su esposa no se quedó atrás, y encontró el camino de ir a limpiar a algunas casas. Familiares, principalmente. La familia de ambos estuvo presente. De vez en cuando, alguna compra en el súper venía acompañada con una bolsa de mercadería para Gustavo y su familia.

Pasaba el tiempo y costaba más. El negocio no daba para dos familias. Apenas para una.

Entre amistades y la vida, apareció una oportunidad. Gustavo tuvo la chance de trabajar para un mayorista. Pero no era fácil el cambio, porque la propuesta venía acompañada de ir a ampliar las ventas en el norte del país. Irse de la provincia de Buenos Aires.

Conversaron, dudaron un poco y decidieron. De paso el cambio inminente lo obligó a concluir una cuenta pendiente y Gustavo metió las dos materias que le faltaban del secundario. Había que ponerse al día. Había que encontrarle la vuelta. Había que aprovechar la que, quizás, era el único tren que iba a pasar.

Gustavo pasó todo el 1996 en Formosa. Venía una vez por mes o cada mes y medio a visitar a su familia. Contaba que, de a poquito, se iba acomodando. Que algo se podía hacer. Para noviembre de aquel año les propuso a su esposa, a su hijo de 9 años y al más chico de casi 7 irse a vivir allá. Con la cuota de inconsciencia sana que tienen los chicos, y con la preocupación y el miedo de dejar atrás a sus primas y primos, a sus compañeros de colegio, y a su rutina de barrio, solo lo abrazaron y celebraron.

Arrancó otra vida. Con desarraigo, con despedidas, con distancias, con soledad. Todo eso fue al principio, porque la cosa mejoró. Comprar y vender se volvió rentable. Más rentable que producir o depender de la producción. La política imperante claramente ni se proponía cuidar la industria nacional ni fortalecer el trabajo argentino. “Yo tuve la suerte y laburé para acomodarme, pero tuve claro por qué nos tocó vivir lo que vivimos”, dice.

Aunque le cueste reconocerlo a veces, el gobierno de Néstor Kirchner le permitió potenciar un crecimiento que se había sostenido, incluso, a pesar de la crisis del 2001. Porque el valor del consumo interno es un eje crucial para sostener el trabajo argentino. Gustavo lo sabe, y por eso ahora está preocupado por lo que se anuncia.

Hace sólo unos días, previo al Mega DNU de Javier Milei, Daniel Rataso, un empresario al frente de Industrias PyMEs Argentinas, le explicaba a este medio lo que significa la desregulación de las importaciones. Te hablan de competir pero vos no contás con las mismas herramientas. Sabés que quizás la única opción que queda es volverte importador. Caés en la cuenta de que no precisás trabajadores y tenés que despedirlos. 

Lo dijo también Hernán Zubeldía, presidente de Maquinaria Agrícola de la provincia de Buenos Aires. Los fabricantes de la maquinaria que consume el agro, mayoritariamente instalada en el interior, temen a una competencia que te hace inviable cuando tus insumos los monopoliza una sola firma que te provee, por ejemplo, de acero o aluminio.

El horizonte que ven muchos empieza a ser el mismo. Incluso, un diputado de La Libertad Avanza, advirtió en una entrevista a Buenos Aires/12 lo que significaron los ’90 para la industria textil. “Me preocupa”, señaló.

¿Hace falta sufrir para ser feliz? Quien ponga como argumento lo de “dar tiempo” es porque tiene los números resueltos. Es el que no teme. Es el que llega ahora y sabe o cree que también podrá llegar mañana. Tal vez lo crea por desconocimiento. O por falta de experiencia en la vida. Pero lo grave es cuando lo dicen dirigentes políticos. Cuando no hay empatía con el dolor. 

Aparece entonces otro argumento: el nuevo Presidente recién asumió el 10 de diciembre. No se cumplió ni un mes. Pero resulta que ya en los primeros días los sueldos valen la mitad, o menos, te persiguen si protestás y pasaron por encima de la institucionalidad democrática para desguazar, entre otras cosas, a la industria nacional.

 

Hoy Gustavo sigue en Formosa con su esposa. Logró construir su casa. Su hijo mayor viajó a hace 20 años a Buenos Aires para estudiar. Se recibió de periodista en la Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Con 36 años, tiene la posibilidad de contar, con una experiencia personal, lo que significa que, de un día para el otro, te veas obligado a competir con quienes vienen por tu futuro.