Mi amiga Clarisa se preparaba para cruzar la esquina de Gurruchaga y Paraguay, en Palermo, con su musculosa negra, su pollera del mismo color con florcitas blancas, el pelo atado y una mochila. El aire pegajoso anunciaba lluvia. Venía de ver a su mamá de 90 años y de comprar en el chino. Era sábado 23 de diciembre a las diez de la noche.

--Señora ¿no tendrá un cochecito de bebé para donar?-- la sorprendió un nene de ojos claros y pelo rubión enmarañado que le llegaba algo más arriba de la cintura. Ella le dijo la verdad: no tenía. Al chico se le inundaron los ojos de lágrimas. Se agarró la cabeza.

--¡No sé cómo vamos a hacer! Se rompió el cochecito de mi hermanita y no podemos volver a casa-- sollozó. Lo angustiaba no poder regresar a su lugar y quedar en la calle.

Mi amiga le acarició la mejilla y le preguntó donde vivía. Le contó que en José C. Paz. Caminaron juntos media cuadra y ahí estaba sentada en la verda su mamá con dos bebés a upa, una nena de cuatro años que corría de acá para allá y otra de doce, que bailoteaba con una escoba vieja. La mujer, de unos treinta y largos, también rubiona, con tez aceitunada, estaba rodeada de bolsas. Todos los sábados vienen a un supermercadito que está en Charcas y Malabia a pedir que alguna donación. Consiguen de todo: comida, ropa, cosas para la casa. Ahora estaban ahí a la intemperie bajo la mirada indiferente de quienes van a la parrilla de enfrente, una de la más visitadas por turistas del mundo, y al lado de una pizzería donde terminan las mesas al aire libre. 

A Clarisa la habían sacudido las lágrimas del pibito que dibujaban surcos en su cara sucia. La mamá estaba clavada en ese rincón, entregada a la desgracia. Llevaba calzas negras y remera verde. Quería arreglar el cochecito pero, claro, estaba arruinado, era un cadáver de cañitos y telas gastadas. No era buena idea dormir ahí: se venía la tormenta.

El que estaba más preocupado era el nene y se puso al frente. Lo llamaremos Felipe porque mi amiga olvidó su nombre en medio de la conmoción. Felipe tiene ocho años y sabe que para volver a José C. Paz hay que tomar el tren San Martín. Lo que necesitaban era llegar a la estación Palermo, a diez cuadras. Clarisa empezó a parar gente a ver si podían ayudar. Una vecina que había salido a pasear al perro se acercó. Se quedó ahí parada, mirando. En algún momento pronunció la palabra "auto", que fue útil. Se pusieron a buscar un taxi. Nadie quería levantarlos. Pidieron un Cabify con idea de proponerle que llevara los bártulos hasta la estación y a la madre con los bebés. El coche gris plata llegó en tres minutos. El chofer, moreno, recién afeitado y de camisa celeste, también se negó a subirlos. No quería que le ensuciaran el vehículo. 

--No te preocupes, no nos podemos asustar, hay que buscar soluciones-- le dijo Clarisa a Felipe. Ella ya sentía el problema como propio. Se le había metido en el cuerpo. 

--Pero los autos no nos quieren-- contestó el chico. De golpe un taxi de esos grandotes, parecidos a una camioneta, se detuvo. El tachero puso mala cara cuando entendió la escena. Ella le dijo que le pagaba el doble si llevaba las bolsas y a la mamá con los más chiquitos. El hombre aceptó. La mujer quería llevar el carrito todo estropeado como si fuera la útima ramita a la que aferrarse. Basta mamá, le dijeron Felipe y su hermana mayor. Ellos dos se fueron caminando con Clarisa hacia la estación. Él emprendió la marcha como si estuviera al frente de una expedición. 

--¿Viste que todo tiene arreglo? Todas las personas tenemos problemas, lo que hay que hacer es pensar soluciones. Alguno te va a ayudar-- le dijo mi amiga.

--Si, pero yo paraba a todos los que iban con bebés y nadie me ayudaba-- devolvió Feli.

La hermana se metió en la charla: ¿Te puedo contar una cosa? Yo vi morir a mi abuelo. Tuvo un infarto adelante mío cuando tenía cuatro años. Me costó años de terapia. Traía el ejemplo de lo único que no se puede revertir, la muerte. Y le hablaba de que había recibido ayuda. Mi amiga es psicoanalista y estaba azorada.

Así, sucios, empobrecidos, aguerridos, Felipe y su hermana van a escuela y tienen algunas redes de contención, y si no las tienen las generan. Ahora están de vacaciones.

Mientras seguía la caminata noctura por avenida Santa Fe, pasaron por una librería grande donde suelen pedir cuadernos. No les dan. El chico contó que no quería quedarse en la calle ya que en febrero tiene que recuperar matemática. Su hermana, lengua. Querían hacerlo notar. Ni hablar de la ansiedad que él tenía por la Navidad. 

--Ya tiene sus Chaski Bum--, dijo la hermana, alta, algo rellenita, el pelo pajoso, mientras seguía bailando con su escoba. 

A él le dio un poco de pudor, como si los Chaski Bum fueran algo que solo usan los más chicos, e intentó excusarse. 

--¡Son lo mejor! Con cosas más fuertes los animales se asustan-- le dijo Clarisa.

El pibito le preguntó si ella tenía hijos. Dijo que no. ¿Cuántos años tenés? quiso saber. Cuando respondió 58 exclamó que su abuela también. A vos no se te notan, la sedujo. Ahí señaló con el dedo índice a su hermana: ¿Sabías que ella es bruja?

--¿Cómo bruja?

--Si, tiene pensamientos premonitorios-- exhibió su vocabulario. --Será que tiene pensamientos muy potentes.

--No, no. Dijo que el 20 diciembre se venía la oscuridad porque bajaba el diablo a la tierra. ¿No viste quién es el presidente? ¿No viste lo que dijo el otro día? Yo sé que lo que decía era todo malo y que era 20 de diciembre. 

Llegaron a la estación y se encontraron con la mamá, los bebés, la otra hermanita y la pila de bolsas imposibles de cargar. Al pie de la escalera había tres jóvenes. Al menos dos tenían pinta de vivir ahí, en la calle. La única mujer, bajita y delgada, tenía un embarzo incipiente. Clarisa les hizo señas de que no podía sola con todo. 

--Ahí vamos señora señora-- saltaron los varones como un resorte. No pidieron nada, no preguntaron, sólo mostraron satisfacción por haber ayudado a cargar los bagayos hasta el andén. Todos saludaron a mi amiga con un beso y aroma a transpiración. 

--Me llamo Patricia-- dijo la súper mamá y le dio su número de teléfono.

Antes de irse Felipe encaró a Clari: Bueno, ahora somos amigos. ¿Vos conocés a "Alf"? Mañana voy a estar en mi casa y voy a poder ver a Alf a la mañana en la tele.

Clarisa bajó la escalera, agarró de regreso avenida Santa Fe. Apenas dio dos pasos se largó a llorar. Después se empezó a reír sola. Se sintió aliviada. La emocionada nomás recordar a la vecina, al taxista, a los pibes de la calle y de pensar a Felipe en su casa. 

Hoy mi viejo me mandó un video que anda circulando con unos muñequitos que se multiplican y se ayudan entre sí a atravesar montañas y tempestades mientras el corazón les late fuerte. Suena "Imagine" y la frase "la salida es colectiva", que me movió a contar este cuento, que es una historia real de Navidad.