Tras recibir el premio Fipresci de la crítica internacional en el Festival de Moscú y de ganar el Kikito de Oro a la Mejor Película Extranjera en el Festival de Gramado, Brasil, llega a las salas locales Sinfonía para Ana, primer trabajo de ficción de los documentalistas Virna Molina y Ernesto Ardito. En el abordan a la dictadura desde un lugar infrecuente: el de la militancia y desaparición de alumnos secundarios en los años ‘70. Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana intenta ver ese capítulo sangriento de la historia argentina con ojos adolescentes, tomando como punto de partida algunos hechos ocurridos entre 1974 y 1976 a un grupo de alumnos que formaban parte del centro de estudiantes del tradicional colegio Nacional Buenos Aires. Narrada en primera persona a través de la mirada de una de esas chicas, interpretada por Isadora Ardito (que además es hija de los directores), la película registra no sólo el perfil político, que es central dentro del relato, sino que reconstruye los detalles de la vida cotidiana de un grupo de adolescentes comprometido con la realidad de su tiempo, incluyendo el despertar amoroso y el vínculo con sus padres.
“Cuando leímos la novela, que nos llegó a través de nuestras hijas, que estudiaban en el Nacional Buenos Aires y una profesora de literatura se las dio para leer en 3º año, nos impresionaron dos cosas. Primero la reacción que provocaba en los pibes: era increíble como después de haberla leído más del 50% del curso se puso a militar en el Centro de Estudiantes”, dice la directora. “Por otro lado, el libro volvía a contar la historia de los años ‘70 pero desde un lugar inédito, que era el de la adolescencia y con una gran preocupación por mostrar cómo era el mundo íntimo de esos chicos. Eso nos fascinó aunque vimos que era muy difícil de llevar adelante desde el documental”, completa. “Nosotros siempre sentíamos un límite que el documental no nos permitía traspasar, que había una dimensión a la que no podíamos acceder, que era ese cotidiano interno de los personajes”, agrega Ardito, ampliando los conceptos expresados por su compañera en la vida y el set. En cambio, dice, “la ficción permite trabajar como un túnel del tiempo en el que se es un observador privilegiado que puede meterse en la vida de una familia de la época, en una asamblea estudiantil de ese entonces, algo que en el documental no existe”.
–¿Creen que el vínculo que tienen ustedes con la actriz protagonista, que es su hija, los ayudó a construir ese universo de la adolescencia?
Ernesto Ardito: –Sí, porque desde que era una nena estuvo presente en nuestra labor de documentalistas, a la vez que comparte cierta fisonomía con la chica en la cual está basada la novela. Y nos permitió seguir trabajando con ella una vez que el rodaje terminó y fue muy cómodo.
Virna Molina: –Eso le permitió a ella ir viendo cómo evolucionaba la película en el montaje y seguir tirándote cosas como actriz. Como nosotros trabajamos en casa y somos unos enfermos que estuvimos un año montando la película, todos los días, ella venía, miraba y acotaba algo. A partir de ahí se dio una mecánica que sumó mucho a la película.
–Pero el guión la coloca a ella en situaciones que son duras tanto para el personaje como para la actriz. ¿Eso resultó una dificultad adicional?
V. M.: –Para mí los momentos más duros fueron las escenas de intimidad, no solo porque estábamos nosotros, sus padres, sino encima el tío, mi hermano Fernando, que fue el director de fotografía. Fue fuerte. Al principio me sentía muy rara de verdad, pero después pude concentrarme en la película, en pensar los encuadres y eso me permitió salir de ese estado. Pero eso nos pasaba con todos los chicos del elenco, porque eran todos muy chiquitos.
–¿Hicieron un trabajo especial para que ellos pudieran conectarse no sólo con la ficción, sino con los hechos históricos que la inspiran?
E. A.: –Para los actores el cine puede ser muy violento, porque no es como el teatro donde tenés un tiempo para prepararte, sino que de repente te toca hacer una escena muy dramática y enseguida otra cotidiana. Y eso es difícil. Nosotros generamos un nivel de contención donde todos los chicos se sentían cómodos y actuaban naturalmente. Algo que nace en realidad con el compromiso de ellos con la historia real, porque sintieron la responsabilidad de estarla interpretando.
–Un elemento fuerte dentro del relato es la voz en off. ¿De qué forma trabajaron el contenido que se desarrolla a partir de ella?
V. M.: –La novela es un relato en primera persona y para nosotros era importante mantener la presencia de esa voz, porque te da determinadas inflexiones y te coloca en determinadas situaciones que sin ella eran muy difíciles de lograr. La decisión fue incorporarla pero con libertad, porque no estaba guionada de movida, sino que la armamos como un documental, analizando durante el montaje en que partes convenía hacerla entrar.
–Otra pieza vital en la historia es el colegio, casi un personaje en sí mismo. ¿Cómo resolvieron la forma de manejarse en ese espacio?
V. M.: –Arquitectónicamente el Nacional es fascinante, incluso por la forma en que la luz lo atraviesa. Tomamos la decisión de filmar en invierno porque en verano la luz es furiosa. En cambio la del invierno le da una carga nostálgica.
E. A.: –Te puedo decir muchas cosas sobre lo que el colegio significa como emblema, pero la realidad es que es ya desde su arquitectura te permite trabajar las diferentes instancias de la historia argentina. Es un colegio que según el momento tanto fue una cárcel como un eje de liberación y la misma arquitectura te permite remitir a eso de acuerdo a cómo la filmes. La idea era contar esta parte dolorosa de la historia argentina a partir del colegio.
–Algunas escenas de asambleas o enfrentamiento entre chicos de corrientes políticas distintas tienen un aire muy realista.
E. A.: –Muchos de los chicos que elegimos para actuar en la película tienen su propia historia de militancia en los centros de estudiantes del Nacional Buenos Aires. Queríamos que cuando enfrentaran la instancia de tener que expresar un texto político lo tuvieran internalizado o bien que tuvieran la experiencia necesaria para improvisarlo.
V. M.: –Además la película se filmó durante las vacaciones de invierno, con el colegio vacío. Eso ayudó a generar un clima como de toma de colegio y que los chicos se fueran apropiando de esos espacio.
–¿Qué es lo mejor que le puede pasar a una película como la suya?
E. A.: –Que la vayan a ver los adolescentes, que a partir de ella puedan identificarse y sentir una pertenencia con su propia historia e identidad. Porque creo que no hay películas argentinas en las que los chicos se puedan ver reflejados y si Sinfonía para Ana sirve para eso sería genial.
V. M.: –El objetivo es que cualquier pibe la pueda ver sin preconceptos. Que puedan llegar a verla y que después elaboren el discurso y la crítica que quieran, pero que se puedan apropiar de ella.
–Sinfonía para Ana es una película política. ¿Tienen miedo que se la minimice diciendo que es una película militante?
V. M.: –Me preocuparía si lo hicieran los pibes, porque significaría que algo falló. Por otro lado siempre se la va a ver como una película militante. Cuando como director tomás una decisión política para narrar una historia y lo hacés fuertemente, ya te tildan de parcial. Y sí: somos parciales, siempre somos subjetivos. Yo soy honesta y te digo “esta es mi mirada”. En este caso el punto de vista es claro: el de una adolescente de los años ‘70. Se trata de contar por primera vez la historia de un desaparecido en primera persona. Una historia que no te cuenta sólo su relación con la política, sino la relación con sus padres, su acercamiento al amor, el vínculo con los amigos, cosas que se perdieron porque eso también lo desapareció la dictadura.