EL CUENTO POR SU AUTOR

Todo es cierto y nada es verdad. Así se construye la ficción. Con trozos de realidad apilados como ladrillos, combinados como en los sueños, con más control de la conciencia. La loca de la vuelta fue un personaje de mi infancia. Era una chica joven, quizás adolescente. La tenían atada a la muñeca, con una soga larga que le permitía dar vueltas por el patio de su casa y asomarse a la puerta, pero no salir a la calle. En ese momento yo pensaba que sus padres no la querían, que eran terribles y malvados. Ahora creo que la adoraban y estaban dispuestos a soportarlo todo con tal de evitar una internación. Por otra parte, la fantasía y las alucinaciones con Perón, transformado en el Diablo Coludo, no eran de esa loca sino de otra, una pariente de mi amiga Dolores, a la que escuché fascinada, segura de que en algún momento iba a usar en un cuento algo tan ridículo, tan horrible y fascinante: no inventé ni siquiera al Ángel Aramburu. El taller de prendas de interlock era de mis tíos paternos. Trabajé muchos años en publicidad: no me olvido de la larga discusión que tuvimos sobre publicar o no un aviso cuando una aerolínea, cliente de la agencia, batió el récord de vuelos sin accidentes (se decidió no publicar nada). La escena en que la madre de Selva la obliga a jurar que va a dejar la militancia, con la mano sobre el pecho de su padre muerto, sucedió en la realidad. Había muerto mi padre y la que juró fue mi hermana. Nunca milité, pero estuve lo bastante cerca de amigos, conocidos y parientes que fueron militantes en los setenta como para conocer algunos datos. Traje a mi cuento a la querida Hebe, pelirroja y asmática, compañera del colegio de mi hermana, una chica muy seria, muy responsable, que debe haber sido una militante rigurosa. Aunque ya no la veíamos en esa época, unos años después supimos sobre su muerte. No creo que hubiera podido imaginar el terrible final de Selva, tengo poca imaginación. También esa es una historia real. Todo es cierto y nada sucedió así. Es un cuento.

LA MUERTE DE SELVA Y EL DIABLO COLUDO

La Loca de la Vuelta estaba siempre en la vereda. La tenían atada de la muñeca para que no se escapara o se perdiera o alguien se la llevara. Sufría delirio místico. Por razones familiares, era un delirio místico gorila: a Perón lo llamaba el Diablo Coludo. Y después que cayó, hablaba a veces del Ángel Aramburu que venía sobre una nube para pelearlo al Coludo. Cuando la Revolución Libertadora prohibió decir en voz alta el nombre de El Que Te Dije, los Rimetka, que eran todos bastante gorilones, eligieron llamarlo así, como lo llamaba La Loca de la Vuelta: el Diablo Coludo.

En el casino, a la hora de apostar, algunas personas juegan a lo que se viene dando y otras personas juegan a lo que hace mucho que no sale. Cuando una aerolínea cumple un récord de vuelos sin accidentes, sus responsables (y sobre todo los responsables de la publicidad) prefieren que nadie se entere. Porque son pocos los que van a estar dispuestos a pensar que los aviones de esa empresa están más o mejor cuidados, o que sus pilotos tienen mayor pericia. Los con­treras van a pen­sar: hasta ahora tuvieron suerte, justo cuando yo juegue a banca, se va dar punto. Y hasta los que prefieren seguir lo que se viene dando, van a decir que no conviene abusar de la racha. Y en general, para qué recor­darle a la gente que los aviones se pueden caer.

Porque hasta los que no creen ni en el destino, como el tío Sil­ves­tre, creen por lo menos en las rachas: las vacas gordas, las vacas flacas. Sólo que nadie sabe cuánto duran.

Pero cuando la hija de la tía Judith murió como murió, todos pensaron que la racha de mala suerte había sido dema­siado larga, demasiado dura.

Selva tenía el pelo muy largo y lacio y no fumaba cigarrillos negros (aunque le gusta­ban los Particulares con filtro o los Parisién fuertes) porque le habían ordenado o aconsejado a las mujeres mili­tantes que fumaran solamente rubios, para disimular.

La verdad es que Selva no se llamaba Selva sino Liliana, pero a ella le hubiera gustado que la recordaran así, con el pelo muy largo (un poco más largo de lo que era en la realidad) y el nombre que ella misma (y no su padre o su madre) había elegido para ser nombrada.

Lo de la mala suerte no es porque la chica no corriera peligro, al contrario. Si Liliana o Selva hubiera muerto por la que era, de acuerdo a las estadísticas de la Organización Mundial de la Salud, la principal causa de muerte entre los jóvenes de este país en esa época, nadie hubiera culpado a la mala suerte. Era bastante fácil para alguien de su edad y condición morirse en la Época del Miedo (Pero Liliana no murió por mili­tan­te). Ese Puto de Ahí Arriba, decía la tía Judith, (malhablada como era) me castigó mandándome una hija coludista. Y levantaba los ojos al cielo. Pero su hija ni siquiera murió por coludista.

Entre el padre borracho y la bocasucia de la madre, decía el tío Pinche, qué se podía esperar. Pero lo decía, por supuesto, antes de la muerte de Liliana y antes, sobre todo, de enterarse de que también su hija, tan tímida y callada, había caído bajo la fascinación política del Coludo, que, viejo, débil y ronco, estaba atrayendo ahora para integrar sus huestes a los hijos de sus antiguos enemigos.

(La Loca de la Vuelta, pobrecita o por suerte para ella, había muerto antes de ver aparecer otra vez por televisión la cara del Diablo Coludo, antes de enterarse, pobrecita, de la muerte de su Ángel Aramburu a manos de jóvenes Coludis­tas).

Y la tía Clara, que habla­ba por boca de su hijo, que en ese momento todavía no se había recibido de psicólogo pero estaba estudiando, que es peor, decía que lo que tenía la chica, su sobrina Liliana, era una cosa contra la familia, una rebel­día, un mecanismo de defensa, decía, contra esa madre tan autorita­ria que no sabía ponerle límites. Y se acordaba de cuando eran jovenci­tas y la tía Ju­dith, que era su hermana mayor, la tenía loca de aquí para allá.

El que no parecía que corriera ningún peligro era el marido de la tía Judith, con sus pantalones abolsados de flaco panzón y su fabriquita de prendas de interlock (la ropa interior Pelusita que usaba toda la familia Rimetka, hasta que los miembros de la tercera generación entraban en la adoles­cencia y empeza­ban a rebelarse contra las imposicio­nes fami­liares). Y sin embargo fue el tío Ramón el que se murió prime­ro.

El marido de la tía Judith hacía bombachas y camisetas, con manga larga, manga corta y también musculosas, todas de buen algodón. Estaba muy sano, tomaba whisky, contaba chis­tes verdes y sin embargo se murió antes que nadie, antes, por ejemplo, que el abuelo, lo que va contra las leyes de la naturaleza, decía el tío Silvestre, que creía en las leyes de la naturaleza, leyes que, por supuesto, respon­dían con absoluta indiferencia a sus muestras de confianza y no le hacían ningún caso y por lo general lo trataban tan arbitraria­mente como las leyes de los hombres. Y así murió, el tío Ramón, antes que su hija Selva o Liliana, aunque eso no es tan raro, y es algo que todos los padres desean: morirse antes que sus hijos.

A la clase del 98 ya están llamando, decía el abuelo, pero yo no me pienso presentar. A la clase del 27 no estaban llamando todavía, pero el marido de la tía Judith tuvo que ir igual. Fue una convocatoria personal que le llegó en forma de paro cardíaco, mientras estaba internado en un sanatorio recuperándose de una operación sonsa, de vesícula.

El tío Ramón se puso azul y después se murió y ensegui­da empezó a ponerse de ese color cremita tan típico de los muertos y tan raro en él que tenía siem­pre las meji­llas y la nariz bien coloradas, cruzadas por muchas venitas. Ese color difícil de definir porque no hay una sola palabra en la que todos se pongan de acuerdo, y que suele llamarse "natural" cuando se habla de una tela, "cremita" cuando se habla una pared o de cualquier otro objeto y "ceroso" cuando se habla de una cara, a pesar de que podría pensarse que la cara de un cadáver también es un objeto.

La tía Judith estaba con él en la habitación en el momento en que pasó todo y después Lilia­na dijo qué suerte porque así su mamá se aseguró de que se había hecho todo lo posible, todo lo posible y lo imposible, porque si justo hubiera estado ella reemplazándo­la en ese momento, pensaba Liliana, la madre nunca se lo hubiera perdonado.

Lo cierto es que la que estaba sola con el tío Ramón en la habitación del sanatorio era ella, su mujer. Y así fue la misma tía Judith la que tuvo la oportunidad de salir gritando para llamar a las enfer­meras, y estuvo perso­nal­mente cuando le dieron las inyecciones y los masajes al corazón y traje­ron la carpa de oxígeno y la coramina y la mar en coche y después no le pudo echar la culpa a nadie.

Después, cuando ya lo que había quedado del tío Ramón empezó a ponerse de color cremita (o quizás ceroso), la tía Judith, que estaba al lado de él frotándole el pecho para mantenérselo calien­te, le pidió a una enfermera que avisara por teléfono a sus hijos.

De los chicos, el primero que llegó fue Pochoclo, el hermano de Selva o Liliana. Por teléfo­no no le habían dicho nada y enseguida se metió en el baño. Aunque traía mala espina, otra cosa es la confirmación de la desgracia, de lo que no tiene arreglo. Se podría pensar que entró al baño para vomitar, pero en realidad fue por descom­postura de la otra, porque Pochoclo era flojo de las tripas, (más vale cagón que caga­dor, decía siempre su mamá), y la angustia y la diarrea eran una sola cosa para él. Lo que a otro le hubiera causado un ataque de asma, un dolor de cabeza o la violenta retracción de los músculos de cuello apretando la garganta, para él era siempre ese fulgu­rante aflojarse de los intestinos.

Lloran­do, ahogado de dolor y de pena salió del baño y ense­guida la tía Judith lo puso del otro lado de la cama a trabajar con ella: le frota­ban el pecho al cadáver. Se lo frotaban para mantenérselo caliente.

Cuando apareció Liliana, unos minutos después, la habitación ya estaba llena de gente pero ella no vio a nadie, a nadie más que a su padre muerto, todavía con cara de vivo pero de color raro, a su madre y su hermano frotán­dole el pecho al cadáver, frotándolo para mantenérselo ca­liente.

No es posible establecer cómo se formó la red de infor­ma­ción que le permitió a tanta gente enterarse tan pronto. Tampoco hay acuer­do general acerca de quiénes eran las personas que esta­ban allí. Lo único que se sabe fehacientemente es que la tía Clara cuando llegó (tal vez antes y tal vez después de la escena del juramento) quiso desmayarse y no la dejaron.

Lo cierto que es cuando Liliana tuvo que hacer ese terrible juramento ante su madre y su hermano, había muchos testigos presentes y es por eso que también hay tantas opiniones sobre una escena que los que opinan no tendrían por qué haber presenciado.

Lo que decía el tío Pinche es que la tía Judith siempre fue muy teatrera y de cualquier cosa era capaz de armar un show, hasta en las circunstancias más íntimas o más brutales se comportaba como si hubiera quinientos espectadores mirán­dola, pero también decía que en este caso le perdonaba el teatro por la situa­ción que estaba viviendo.

Al tío Silvestre, por supuesto, le pareció mal, y eso que él a su hermana Judith siempre la defendía, pero en este caso no, y discu­tía, el tío Silvestre, con Pochoclo, que trataba de explicar­le que a él tampoco le había gustado y sin embargo.

Liliana, un tiempo después, pudo empezar a contar lo que había pasado en la habitación del sanatorio. Se lo contó a sus compañeros de militancia (los que la llama­ban Sel­va), pero no a todos sino solamente a los que ella sabía que la podían entender (los que la conocían de antes y sabían que se llamaba también Liliana).

Y empezó por explicarles que cuando llegó a la habita­ción del sanato­rio, su madre y su hermano frotaban el pecho del cadáver, lo frotaban para mantenérselo caliente. Y su madre, la tía Ju­dith, le dijo vení, tocá el pecho de papá, lo estuvimos frotan­do, Pocho­clo y yo, para mante­nerlo caliente, para que lo pudieras tocar todavía caliente, para que pudie­ras despe­dirte de tu papá con el pecho todavía caliente.

Y Liliana no quería tocar el pecho del muerto, que tenía puesto su pijama nuevo, de verano, y tenía el pecho muy peludo y tenía en la piel ese color cremita claro que no era de él sino de la muerte que ya estaba bien allí, bien instalada. Pero la tía Judith le tomó la mano y la obligó a apoyarla sobre el pecho peludo del cadáver, que estaba de verdad caliente con un calor que no le venía desde adentro sino desde afuera, con el calor de las manos de su mujer y de su hijo menor que lo habían estado frotan­do, frotando.

Y ahora, le dijo, con la mano sobre el pecho de papá, quiero que me jures, sobre el pecho de papá muerto pero todavía caliente, que vas a dejar la militancia, quiero que me jures que nunca pero nunca más vas a ir a esa puta unidad básica.

Pero Liliana sabía que a la mayoría de los compañeros les iba a parecer ridículo o indignante o cobarde que ella hubiera hecho ese juramento pero más ridículo todavía o más indignante y sobre todo más cobarde que lo cumpliera. Por eso eligió con cuidado a quién se lo iba a contar y a los demás no les dijo nada, dejó de ir directa­mente y que pensaran lo que se les diera la gana, que se había quebrado o que se había cagado. Y los compañeros de Selva, los que no sabían que se llamaba Liliana ni tampoco tenían otros datos de ella, porque había que trabajar así, compartimentados, pensaron eso: que se había quebrado o cagado o cansado, que era algo que estaba sucediendo mucho: estaban ya en las primeras estribaciones de la Época del Miedo y si por una parte faltaban vocaciones, por otra parte los que quedaban tenían la certeza de ascender rápidamente a puestos más elevados, más expuestos, pues­tos que dejaban vacantes otros quebrados o cagados o muertos.

De modo que después del juramento Liliana dejó la militancia o por lo menos dejó de ir a la puta unidad bási­ca, que al final era lo único que realmente le había jurado a su madre.

Y a la tía Judith, al menos por un tiempo, la pudo engañar.

La verdad es que Liliana empezó enseguida a militar otra vez en la Juventud Universi­taria Peronista y como era una chica trabajadora y muy seria, a los meses nomás ya era responsable de dos carreras de filo­sofía.

Y sin embargo, cuando se murió, dos años apenas después que el tío Ramón, no fue de la militancia (aunque de militancia, en esa época, se morían a montones).

Un día Selva no llamó a su control. Ese día su control era una chica pelirroja, que andaba siempre agitada y no salía de su casa sin el chuf chuf: así le llamaba ella a ese aerosol medicado con el que se drogan los asmáti­cos para respirar como se debe.

Les aconsejaban o les ordenaban a las chicas de la J.U.C. (Juventud Universitaria Coludista) que usaran polleras en lugar de pantalo­nes, que no fumaran o fumaran solamente cigarrillos rubios, que trataran de no llamar la atención. Pero a la peli­rroja no había manera de esconderla, era conspicua, llamati­va, en todos lados se destacaba ese rojo vibrante combinado con los rulitos salvajes de su peinado afro (y aunque estaba otra vez de moda la permanen­te, los rulos de la pelirroja eran natura­les, indomables) donde no entraba un peine así nomás.

Selva tenía que llamar a la Colorada para decirle que estaba bien. Eran días bravos. Los grupos, las reuniones, no convo­caban a más de cuatro o cinco personas que supuestamen­te no sabían nada unas de las otras. Todos usaban nombres de guerra. En la práctica se conocían, eran viejos compañeros de la facul­tad, habían cursado materias juntos, se habían buscado unos a otros en las listas de inscripción y a veces era difícil seguir fingiendo y usar unos nombres y no los otros.

Lo cierto es que un día Selva no llamó a Control. Ni cuando debió haber llamado ni después. Pasado el tiempo establecido como norma de seguri­dad, la pelirroja se ocupó de avisar a los demás.

Inmediatamente los compa­ñeros de Selva se clandesti­ni­zaron, es decir, se fueron de sus casas a dormir a casa de sus abuelos o de sus tíos o de amigos más o menos tan com­prome­tidos como ellos, que los dejaban pasar, insta­lar­se, con una mueca de miedo, y una mezcla de compa­sión y de rabia. A esa altura casi todos hubieran querido volar, escapar­se, pero sin que sus compañe­ros lo supieran, sin que se enterara su propia conciencia. Andar de noche, por la calle, llevando un colchón de una casa a otra, hacía sudar frío, sudar sangre. Hasta que no se supiera algo de Liliana, perdón, quise decir de Selva, nadie podía ir a dormir a su casa ni, sobre todo, volver a la facul­tad.

Alguien del grupo, probablemente la misma pelirroja, que también había sido compañera del secundario de Selva, tuvo la buena leche de olvidarse que no conocía su nombre verda­dero, ni su teléfono, y desde la calle llamó a la madre para avisarle.

Liliana o Selva, estaba viviendo sola en un departamen­tito de Almagro. Cuando la tía Judith recibió la llamada, hacía unos días que no sabía nada de ella.

Sos un cadáver que camina. Prefiero llorarte por muerta ya, había dicho la tía Judith, antes que saberte todo el tiempo jugándote la vida. Como si no fuera bastante tener un chancro marxista en el cerebro, ahora tenés también diarrea del Coludo, del Diablo Coludo: lindo cóctel.

Y así la tía Judith se encontró haciendo aquello que se había jurado a sí misma que nunca jamás, por ningún motivo, haría con uno de sus hijos: llorarla por muerta en vida. Pero los caminos son misteriosos y los destinos insondables y nadie conoce el sino que Dios o el azar o las fuerzas de la naturaleza o la composición de su propio ADN, de una vez y para siempre le han escrito.

Así lloró la tía Judith a su hija. Pero no de verdad, no pensan­do que sería para siempre: fingió llorarla, hizo como que la llora­ba. Por unos días nomás, con la esperanza nada secreta pero absur­da de que Liliana-Selva eligiera a su madre, a la tranquili­dad de su madre antes que a sus princi­pios. Y no pensó, (o pensó pero aún así tuvo esperanzas), que no es posible hacer esa elección, optar por su madre o por la tranquilidad de su madre, cuando se es tan joven, cuando se está en ese breví­si­mo interregno de la vida en la que una persona se puede dar el lujo de sentirse responsable sola­mente de sí misma, de su propio cuerpo.

La llamó, entonces, la pelirroja, a la tía Judith, y le dijo que de Liliana no se sabía nada.

Judith fue al edificio donde vivía su hija. Nadie contestaba el timbre. No había señales de que la puerta hubiera sido violentada. No tenía las llaves.

La tía Judith le tocó el timbre a la vecina, una señora mayor que Liliana solía mencionar, la que le prestaba un huevo o una taza de azúcar en las emergencias, la que tenía la llave por si Liliana se la olvidaba (la chica tenía un odio injusto y prejui­cioso contra los porteros).

La mujer tenía más o menos la edad de Judith. Era una persona cálida y agradable. La invitó a tomar un café pero Judith estaba demasiado angus­tiada como para seguir esperan­do. La mujer se quejaba del portero y del edificio. Desde el día anterior tenían proble­mas con el agua. El tanque se vaciaba, apenas había presión en las canillas.

Entraron al departamento de un ambiente donde vivía Liliana. Estaba limpio y ordenado. Lo más notable era el ruido de la ducha. Por eso no escuchó el timbre, pensaron las dos sin hablar. Golpearon la puerta del baño y gritaron pero Liliana no contestó.

Ahora sí había que llamar al portero. El hombre vino de mal humor y no pudo forzar la puerta del baño, que estaba cerrada desde adentro con el pasador. Fue a buscar herra­mien­tas. Para no romperla, la sacó de las jam­bas.

En la bañadera estaba Liliana. Ya no era Selva. Estaba desnuda y muerta y el agua de la ducha caía sobre su cuerpo. Lo primero que sintió la tía Judith fue vergüenza de que el portero la viera desnuda.

Después pensó qué ale­grón para los compa­ñeros saber que no se la habían llevado. Podrían volver a sus casas, volver a la facultad y dormir relativamente tranquilos.

Muchas horas más tarde, cuando ya se había comunicado con Pochoclo y con sus hermanos y estaba haciendo los trámi­tes para sacar el cuerpo de la morgue judicial, llegó a recuperar­se lo bastante como para sentir dolor. Un mal golpe, un resbalón, una probable lipotimia dictaminó la autopsia.

Como a los dos meses, la pelirroja que hacía de control de Selva murió en la tortura de un ataque de asma, pero Judith y Pochoclo, que la conocían, no se enteraron hasta muchos años después.

 

Y de la Época del Miedo no se hable más, que es cosa triste.