EL CUENTO POR SU AUTOR

El gran escritor norteamericano James Salter dijo una vez lo que para él constituía lo mejor y lo peor del oficio de escribir. Lo peor: “Tener que hacerlo. O haberlo hecho y haber fracasado”. Lo mejor: “La grandeza de ese mundo y sentirte parte de él. Hay una realidad en el mundo de la escritura que es mucho más grande que otras realidades, aunque no pueda reemplazarlas”.

Inédito hasta el día de hoy, “Las cosas simplemente ocurren”, es un cuento que me gustaría pensarlo en la parte positiva del pensamiento de Salter, quizá, en compensación, por algunos otros que cayeron en eso de haberlo hecho y haber fallado.

Lo cierto es que este relato fue escrito de un tirón (algo infrecuente en mí), un sábado lluvioso, un par de meses atrás. Incluso, mientras lo redactaba, recuerdo haber tenido la engañosa y efímera sensación de que escribir era algo fácil.

¿De dónde salió la historia? Habría que remontarse hasta mi primera adolescencia para responder la pregunta, o al menos contestarla en parte. Por esos días me inquietaban las historias acerca del fin del mundo. Cada tanto aparecían llenando espacios en la tele y los diarios. Existían dos bandos bien diferenciados. Las sectas apocalípticas que pronosticaban un final cercano y que siempre la pifiaban. Y del otro lado, la versión “seria” de la cuestión, los científicos que apostaban al mismo final pero dentro de millones de años, algo imposible de comprobar, circunstancia que los acercaba peligrosamente al primer grupo: los charlatanes.

Mi preocupación duró poco, un verano o dos. Luego me olvidé del problema y mi vida siguió adelante, hasta aquel sábado lluvioso, en el que misteriosamente el tema volvió a instalarse en mi cabeza. Escribí el cuento, invadido esta vez, por un sentimiento más cercano a la perturbación que a la inquietud. Con la sospecha que, sin saberlo, algo grande se estaba gestando a nuestras espaldas.

De mi parte no tengo más nada para agregar. El resto lo dirá el cuento que, como siempre ocurre en estos casos, sabe mucho más del asunto que el propio autor.

LAS COSAS SIMPLEMENTE OCURREN

Los Reuter -Clarisa y Esteban Reuter- llegaron a casa una hora antes de lo pactado. Serían más o menos las nueve y diez de la noche. No nos sorprendió. Con Gabriela, mi esposa, estábamos preparados para recibirlos antes. Sabíamos que podía pasar, que podían adelantarse. La ansiedad estaba plenamente justificada. No se trataba de una noche cualquiera. Tampoco iba a ser una cena cualquiera, por más austeros que fueran los platos que habíamos preparado. Sería la última noche, la última cena, y nada mejor que pasarlas con ellos. Eran la familia que no teníamos, nos habíamos vuelto inseparables desde aquel embrollo que nos atrapó tres años atrás, cuando Aurelio hizo el siniestro descubrimiento, y lo mejor para los cuatro era seguir así, acompañándonos hasta que todo acabara de una vez.

A ellos les gustaba la carne, por lo que Gabriela cocinó un exquisito peceto al horno con papas. Las ensaladas las preparé yo. De postre, un kilo de helado. Por las dudas, lo habíamos encargado a primera hora de la tarde y ahora aguardaba por nosotros en el freezer. La bebida la trajeron los Reuter, dos vinos tintos de una de las bodegas más prestigiosas del país. Y para la sobremesa, por supuesto, café.

Nos sentamos en el living y yo abrí un par de cervezas para ir entrando en calor. Gabriela bajó el volumen al televisor sintonizado en una canal de noticias, cosa de poder charlar tranquilos. Recuerdo que a Clarisa le llamó la atención una nota acerca del festival de cine de San Sebastián que se estaba llevando a cabo por esos días. Después, las imágenes engancharon un desfile de modas en Milán, pero para ese entonces ella ya no prestaba atención. Nos miró a los tres, se quedó unos segundos pensativa y dijo:

-Qué loco, ¿no? Pensar que el mundo sigue dando vueltas como si nada fuera a ocurrir…

-Mejor así- respondió Gabriela con convicción-. No hay nada más apropiado en estos casos que la ignorancia. Que sigan disfrutando de la felicidad efímera, de la tristeza inevitable. Que sigan haciendo planes sobre un futuro que no existe, y por lo visto ahora, ya nunca existirá.

-No sé, Gaby, a veces me sigo cuestionando… me sigo preguntando si nuestra decisión fue la acertada.

-Tarde para arrepentirse, amiga- respondió Gabriela sin disimular la molestia que le había provocado el comentario-. Además, esto ya hablamos miles de veces a lo largo de estos años.

-Tranquilas, chicas -medié yo-. Es normal que estemos nerviosos, bah nerviosos… cagados en las patas… pensábamos que esta noche nunca iba a llegar, pero bueno… aquí está, llegó.

-Yo no tengo miedo- presumió Clarisa-. Tuve tres años para prepararme para este momento. Lloré todo lo que había que llorar, me despedí de la gente que quiero, sin que ellos supieran que era una despedida… En fin, no puedo quejarme. En cambio, los demás no saben nada de lo que va a suceder en apenas unas horas. Nosotros les negamos ese derecho.

-¿Y acaso no es mejor que no sepan nada?- preguntó Esteban-. La vida siempre fue así, sorpresiva, nunca avisa nada, ni lo bueno, ni lo malo. Las cosas simplemente ocurren.

-Además tenemos el ejemplo de lo que le pasó al pobre de Aurelio- agregó Gabriela- ¿O acaso vos te olvidaste cómo terminó? Te lo recuerdo por las dudas: se pegó un tiro en la boca.

-Pero Aurelio ya venía mal de antes, desde que lo abandonó la muchacha esa que salía con él- respondió Clarisa.

-Vos sabés bien que esa historia no tuvo nada que ver. Que lo que no pudo soportar fue lo otro- le retrucó Gabriela.

Clarisa esta vez no respondió. Se quitó un mechón de pelo de la frente y se tomó la cerveza de un saque. Gabriela iba a imitarla, pero algo, a último momento, la hizo desistir y volvió a apoyar la copa sobre la mesita de vidrio.

Aurelio había sido un amigo que formó parte del equipo de científicos para el que trabajábamos. Habíamos sido contratados por una empresa gubernamental dedicada al estudio de nuevas fuentes de minerales en el país. El tipo era un genio, una inteligencia única. Ninguno de los cuatro le llegábamos ni a la altura de los tobillos. Dentro de la rutinaria actividad de todos los días, un mañana, en el laboratorio, revisando unos estudios, detectó algo que se asomaba de la gris normalidad. A cualquier mortal ese indicio le hubiera pasado de largo como a un poste. Era como un invisible hilito que sobresalía de unas muestras, pero Aurelio vio en él una puerta oculta que se abriría hacia algo desconocido. Investigó febrilmente. Tenía un mal presentimiento. Así que continuó tirando de la puntita esa, hasta dejar al descubierto algo mayúsculo y terrorífico, algo que se estaba gestando: El Desastre. Así bautizó al fenómeno. Un evento que sucedería dentro de cuatro o cinco años. Después, con el tiempo, fue ajustando sus mediciones y vaticinó la fecha con extremada precisión, tres años, cuatro meses, cuatro días y 15 horas, o sea hoy, dentro de un rato. En apenas un puñado de horas todo aquello que conocimos como planeta tierra volaría por los aires.

Al principio nos negamos a tomar en serio su negro presagio, más bien propio de una secta de lunáticos que de un científico serio y brillante como Aurelio. Pero las pruebas que nos presentó eran irrefutables y definitivas. Después llegó toda esa larga discusión entre nosotros que yo creía finalmente saldada, pero según lo comentado recién por Clarisa, aún seguía abierta, como esas heridas que se infectan y nunca terminan de supurar. Las argumentaciones, las preguntas y las dudas que nos planteamos fueron infinitas: ¿Qué hacemos? Contamos el descubrimiento al mundo ¿Para qué? ¿Cómo para qué? Para que sepan la verdad. Esa verdad es tan absoluta, que no existe posibilidad de vuelta atrás, ni de detenerla. Entonces, con más razón, para qué. ¿Acaso el mundo está preparado para recibir una noticia así? Existen verdades que mejor no saber nunca. Mentir nunca fue algo que me hiciera sentir cómodo. Pero no es mentir, es callar. La omisión es una de las tantas formas de la mentira. ¿De qué serviría adelantar el desastre tres años antes? Sería de una crueldad suprema, algo así como condenar a las personas a una agonía interminable. Descuento una ola masiva de suicidios, asesinatos, saqueos, guerras, un caos que terminaría con el planeta antes que el desastre. Los ricos, como siempre, construirían naves para irse a otros planetas, dejando al resto de la humanidad librada a su suerte. No me hagas reír, ningún planeta es habitable para el ser humano, se morirían igual. Sí, todo lo que vos quieras, pero al menos abrigarían una esperanza, a los pobres, en cambio, ni siquiera les quedaría eso. Mira, lo mejor que todos sigan dando vuelta la rueda, poderosos y débiles, afortunados y desdichados, que sigan adelante con sus miserables vidas, con sus sueños irrealizables, con sus deseos egoístas. Los que tengan que nacer en estos tres años, que lo hagan, los que se tengan que morir, que se mueran. No detengamos el tiempo, no cortemos las sonrisas ni las lágrimas. Que el mundo siga siendo lo que es, un agujero de mierda en donde es posible tener un instante de felicidad a cambio de un sinfín de sinsabores.

En los primeros tiempos las discusiones eran permanentes. Las posiciones variaban todo el tiempo. Hoy pensábamos de una manera, mañana de otra. A veces había unanimidad en el grupo, en otras, en cambio, eran puras disidencias. Pero el inesperado suicidio de Aurelio fue un punto de inflexión en esas constantes idas y vueltas. La idea de mantener el desastre en secreto se fue consolidando cada vez más, hasta que se convirtió en el curso de acción a seguir, no porque fuera la respuesta virtuosa a un problema sin solución, sino porque resultaba ser el mal menor. Un mundo que sabe que va a volar en mil pedazos, se torna un mundo incontrolable.

Abrí otra botella de cerveza y llené las copas. Hubo un amague de brindis que fue rápidamente abortado. Al unísono entendimos que no había espacio para una cosa así. Esteban trató igualmente de ponerle algo de humor al tenso momento:

-Al menos hoy vamos a poder tomar sin la preocupación que después nos pare la policía de tránsito.

-Sí, que los canas se metan el control de alcoholemia bien en el medio de culo- agregó Clarisa.

Nos sonreímos, pero más que una risa, fue una mueca de resignación. Gabriela dijo que iba a revisar la carne en el horno. De acuerdo a sus cálculos, ya estaría lista para comer. En el canal de noticias ahora hablaban horrorizados de un asesino serial en la ciudad de Porto Alegre. Me pareció que era una historia menor, exagerada. Que en unas pocas horas estaríamos frente al peor asesino serial de la historia de la humanidad: El Desastre.

A comer, vamos que se enfría, gritó Gabriela. Nos levantamos de los sillones y pasamos a la cocina. Ocupamos los lugares de siempre en la mesa. Yo me encargué de descorchar el vino. Desde que tuvimos conocimiento del descubrimiento de Aurelio, habíamos adoptado la costumbre de cenar juntos sábado de por medio. Alternábamos los encuentros en cada casa. Pero para esta última cena, decidimos que el lugar lo decidiera una moneda arrojada al aire. Ganamos nosotros. Por un lado, mejor. El nuestro era un departamento más grande y además tenía la ventaja del balcón terraza.

La cena estuvo fabulosa. Digna de las circunstancias que nos tocaban atravesar. Se comió y bebió de manera abundante. Eso sí, hablamos poco y nada, señal que estábamos disfrutando de la comida, pero al mismo tiempo, abrumados por el desastre. Quizá, lo que nos unía por esos instantes era la resignación y al mismo tiempo, el alivio. Habíamos vivido con el terrible secreto todos esos años y por fin estábamos a punto de sacarnos un enorme peso de encima.

A cada rato mirábamos nuestros relojes de muñeca. Por momentos, el tiempo parecía acelerarse, como flechas disparadas al centro de nuestros corazones. Las mismas que dejarían sin latido a miles de millones en todo el planeta.

Después llegó el turno del helado, al que devoramos con extremada prisa. Gabriela, que acababa de pescarse un buen resfrío, al principio dudó en servirse, pero enseguida reaccionó: “Que estúpida que soy. Que importancia tendrá ahora mi dolor de garganta”, y sin más demoras atacó el chocolate que empezaba a derretirse.

Siendo la una de la mañana, salimos al balcón terraza a tomar café. Falta una hora para el desastre. No hacía frío. Tampoco calor. Era una noche agradable. Mirábamos las ventanas de los edificios de la cuadra y en muchas de ellas había luces, como si la gente anduviera de festejos.

-Es raro- dijo Clarisa-. Está por pasar y, sin embargo, hay un cielo hermoso, lleno de estrellas, tan luminoso…

-Somos afortunados- dije yo-. Recién en la tele mostraban imágenes de una tormenta terrible en el norte de Italia.

-Bueno para el caso es lo mismo- aventuró Esteban-. Dentro de un rato todo se va a convertir en un amasijo indescifrable, en donde las condiciones meteorológicas serán lo de menos.

Fue en ese instante que Clarisa hizo aquella confesión. Ella y Esteban, en los últimos tiempos, se habían atrevido a darse ciertos “gustitos” que, de no ser por el desastre por venir, se hubieran llevado las ganas a la tumba. Contaron que tuvieron sexo con otras personas y probado ciertas drogas. Con una mirada pícara, Clarisa nos preguntó si a nosotros se nos había dado por cometer alguna travesura. Gabriela, incómoda, le respondió que no y cambió de tema rápido. Preguntó: ¿Si hubiéramos tenido hijos, les habríamos contado acerca del desastre, o se lo hubiéramos ocultado como al resto del mundo? Nadie respondió. Entonces fue Clarisa la que cambió de conversación. Mirando de nuevo el cielo, dijo:

-Siempre que se habló del final, se pensaba que iba a provenir del cielo. Sin embargo, este cielo va a ser inocente hoy. Pensar que lo han difamado por siglos. Se merece que se le pida perdón.

-El mismo perdón que correspondería pedirle al interior de la tierra y a los mares-dije yo-. Al final la cosa va a venir desde el lugar menos pensado.

-La fe siempre genera teorías falsas- dijo Esteban.

-¿Y la ciencia?- metió la espina una Gabriela desafiante y esperanzada al mismo tiempo-. ¿Y si Aurelio fue un charlatán y nosotros unos burros que le creímos? ¿Y si al final no va a pasar nada?

Clarisa le iba a contestar, pero ya se respiraba en el aire un olor fuerte y penetrante, parecido al del amoníaco, el mismo que había pronosticado Aurelio cuando hizo el descubrimiento, y que sería el evento previo al desastre.

-Ahí está- dijo Clarisa-, empieza a olerse. Ya está por comenzar todo.

Miramos nuestros relojes por enésima vez. Faltaban diez minutos para la hora fijada. De los departamentos lindantes seguían saliendo ruidos de fiesta. Abajo, en la calle, el movimiento de autos era incesante. Como si la noche recién estuviera empezando. Alguien pidió de sentarnos más cerca. Hicimos caso al instante. Arrimamos las sillas y nos tomamos de las manos. Gabriela las tenía todas mojadas de la transpiración. Esteban, que era ateo igual que nosotros, en forma inesperada, empezó a recitar un padre nuestro muy bajito, pero terminó diciendo cualquier pavada porque no sabía la letra. Clarisa emitía un ruido raro por la nariz, como si tuviera dificultades para respirar. Lo mío tuvo que ver con un recuerdo de la infancia. Acababa de acostarme y mi padre, sentado a los pies de la cama, me pedía que cerrara los ojos, que iba a contarme un cuento. Casi siempre me leía historias fantásticas. En general dormía toda la noche de un tirón. Muy rara vez, en cambio, me despertaba sobresaltado en plena madrugada, víctima de una pesadilla.