Desde Madrid
El reclamo de independencia ha sido una demanda persistente pero minoritaria dentro de la sociedad catalana. Ahora, la novedad es la magnitud y la fuerza con la que el tema acaparó la agenda mediática nacional e internacional luego del referéndum del 1° de octubre.
La tríada soberanista está compuesta por una coalición variopinta que discrepa en casi todo menos en su afán separatista. Allí conviven un partido de centroderecha (PdeCat), una centro-izquierda republicana (Esquerra Republicana) y una agrupación anticapitalista, que corre por izquierda a las demás (CUP).
Todos, separatistas y unionistas, tiran de una peligrosa cuerda llamada paciencia. El hartazgo empieza a asomar en una sociedad que ya no sabe dónde está parada.
Mientras tanto, en sólo 15 días, más de 600 empresas anunciaron que abandonan Cataluña. Los mercados hablan aunque no muevan la boca.
La solución, dicen algunos, es un referéndum legal y pactado donde voten sólo los catalanes. La salida más justa, advierten otros, sería que decidan todos los españoles. Y están, en cambio, los que piensan que la única manera de salir del laberinto es por arriba: convocar a elecciones y reformar la constitución de 1978, que fue muy útil para sellar el paso de la dictadura a la democracia y consolidar la monarquía parlamentaria, aunque muy blindada a cualquier modificación. No son pocos los que auguran que ésta sería la salida más sensata. De hecho, los dos partidos mayoritarios, el Partido Popular (PP) y el Partido Socialista (PSoe), parecen caminar por esa vía de acuerdo para, por fin, hacer un rediseño urgente del encaje territorial catalán (mayores competencias, mayor equilibrio en la asignación de fondos, entre otros).
La Transición Española fue ese chispazo de lucidez que sirvió mucho para resolver lo urgente. De izquierda a derecha se acordaron reglas básicas de convivencia, algo así como un manual de supervivencia para salir del infierno. Pero debajo de la alfombra de la historia se escondieron pequeñas bombas que la sociedad se encargaría de ir activando. Lo que no está no es que no existe, es que está escondido. Las telarañas del ‘78, aburridas en esa larga siesta pactista, comenzaron a dibujar palabras que incomodan pero que afloran como hongos después de la lluvia, y toman forma de preguntas: ¿República o Monarquía?, ¿Una nación o muchas en una? ¿Cuántas lenguas, banderas e himnos caben en un territorio?
Para que estos interrogantes no se respondan a los tiros en las calles como sucedió hace 81 años, es imprescindible y urgente que la política deje de mirarse el ombligo y asuma el desafío histórico de dejar al pueblo decidir qué país quiere ser.
Pero antes deberá ser consciente de algo. El pegamento que había mantenido unido al país durante cuatro décadas empezó a despegarse del vidrio. O la “España madura” se cambia el traje que ya no le entra o quedará desnuda para siempre.
El final está abierto. Este jueves, en la madrugada argentina (10 de la mañana, hora española) empezará el principio del fin. Hasta ese momento, el Presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, tiene tiempo para decirle por escrito al gobierno español que depone su actitud y renuncia a su vocación independentista. De lo contrario, Rajoy está dispuesto a aplicar el artículo 155 de la Constitución, que sería algo así como una intervención federal. Una suspensión de la autonomía. O, lo que es lo mismo, un recurso tan legal como polémico que seguramente supondrá un fuerte rechazo en gran parte de Cataluña, al menos en esa inmensa minoría movilizada.
* Periodista. Especialista en comunicación política.