En la infinita oscuridad, el monstruo de un millón de ojos acecha al niño. Lo observa para aprenderle los miedos y desplegar, después, su vasta imaginería de terrores.
El monstruo se ríe omnipotente con su jadeo de invencible bestia; el niño prueba el instintivo conjuro de apretar los párpados, pero con ello afirma aún más la terrorífica presencia que siente a poco más de la distancia de un bufido susurrándole el horror con que le abruma el alma.
Para que el cuadro sea del todo tenebroso le silba por una hendija de la ventana un tenue aullido espeluznante. El niño estruja las manos y se muerde los labios en el intento de contener gemidos que son involuntarios como el hipo. Cierra los ojos, como si así evitara que se le vea el miedo, pero es inútil: el monstruo ya sabe todo de él y, extasiado, se relame prefigurando el deleite de un banquete.
Por momentos el silencio miente que el monstruo pudiera haberse ido. El niño duda en la sospecha de que haya urdido ese escenario, y quiera tentarlo a correr hacia el interruptor de luz. Con lento sigilo se incorpora apenas. Ha planeado que, si no hace ningún ruido, el silencio y la oscuridad puedan dormir al monstruo y, entonces, en sólo cinco largos pasos podría llegar al interruptor sin riesgo. Sentado ya, se desliza para quedar al borde de la cama. Es una jugada atrevida y delicada donde el menor error puede ser pavorosamente fatal. Ha bajado un pie y queda con la pierna derecha colgada al borde de la cama. Con la misma delicada lentitud intenta llevar su pierna izquierda, pero la cama rechina y entonces, el monstruo lo retiene sujetándolo por el tobillo con la sábana. El monstruo lo ha dejado hacer hasta el límite, para que sea más dolorosa la frustración que lo anonada.
A medida que transcurre la noche, el tiempo multiplica los miedos. La inminencia de ser devorado se prolonga en una tortura insoportable, a punto tal que se tapa con sábana y frazadas hasta la cabeza, entregándose para que todo termine de una vez. En ese vientre de la oscuridad, a la espera del bocado final, comprueba que no ha pasado nada. Entonces, quisiera volver a intentarlo, arriesgarse nuevamente y tratar de encender la luz, pero la angustia lo derrota y le aconseja conformarse con sólo resistir hasta que amanezca.
El niño se dice y contradice, piensa ideas que lo reducen a una inseguridad apabullante. En su cabeza, las marchas y contramarchas lo extenúan y, sin embargo, el terror no le permite el sueño.
Todo el tiempo ha tenido a la mano la solución, como si hubiera un extintor al que puede acceder con la sola rotura de su vidrio; sin embargo, no puede gritar, siente un ahogo que le impide articular para pedir a sus padres que vengan a auxiliarlo.
De repente, todo se hace silencio fuera de ese útero de tela. Contiene la respiración para escuchar mejor porque sospecha que esa nada es una treta. Sabe que el monstruo obliga a andar en puntas de pie a todos los ruidos para crear una ficción de ausencia.
Consternado, suspira hondo y menea impotente la cabeza frente al diario del que desayuna horrores. Después se queda inmóvil, con la cabeza gacha sostenida por sus puños sobre las sienes, mirando el panorama desolador que desparraman las noticias.
Por un momento no sabe bien qué hacer. Se toma un tiempo que dura casi toda la tragedia de la Historia. Acaso se quede allí intentando nada y espere a que amanezca vaya a saber cuándo; o quizás asuma crecer, encender la luz de la razón y discernir monstruos, que no son tan invencibles como creemos y mucho menos que nos devoren para siempre.