Este año, que estar por terminar, salió el último libro de Roberta Iannamico (Bahía Blanca, 1972). Desde su primera plaqueta publicada El zorro gris, el zorro blanco, el zorro colorado (Vox, 1998) hasta su obra reunida Rosa (Gog & Magog, 2021), el tiempo transcurrido pareció volverse condensación, percepción lúdica en la indagación sobre sí y sobre el mundo alrededor, en el que escribir poesía, observar y observarse, reírse de sí misma, contemplar con melancolía y con alegría a la vez, se transformaron en un estilo de vida.
“Siempre escribí, desde los doce, y quizás desde antes. Yo me pensaba escritora pero todavía no me daba cuenta de que era poeta”, dice Roberta. El arte de escribir poemas buenos podría parafrasear el nuevo título, coronando también el fundamento de su propio mito delineado con destreza desde el inicio de todo. ¿Para qué sirve una voz? ¿Y para qué a lo largo del tiempo, los libros, los giros de la tierra alrededor del sol?
Ciudad, naturaleza, familia, amigxs, que en pequeñas epifanías de la vida cotidiana iluminan sus múltiples exploraciones y encuentros a través de una autobiografía siempre dedicada al papel, al cuaderno de notas, que muy nítidas, compactas y rítmicas, se acomodan formando estos bellos y divertidos poemas nuevos recién publicados.
Recordando su participación en la escena independiente de ediciones, recitales y poesía en los 90 –cuando su voz irrumpe y agita durante la década completa en que vivió en Buenos Aires– antes de trasladarse al sur, escribe: “Yo ya era madre al final de los 90 y la vida con una niña pequeña en la ciudad me empezó a resultar demasiado hostil. Entonces conocí Villa Ventana, a 100 kilómetros de Bahía Blanca, y me pareció ideal. Un lugar con plantas hermosas y caballos. Vinimos en familia. Me acuerdo que me decían ese verso de Juanele: “deja las letras, deja la ciudad”. Pasé esa prueba. Fue muy difícil el aislamiento, la soledad. Los ojos para la naturaleza se van abriendo de a poco. También se sumó la prueba de la maternidad, más difícil aún. Pero la poesía siempre fue mi guía. La naturaleza me dio mucho mas de lo esperado, mucha belleza, misterio, ciclos, ritmos. Y también un poco de humildad frente a su inmensidad. Al mirar para atrás romantizo un poco (fui también muy romántica en esa época con las nenas chiquitas, las luciérnagas en verano, los vestiditos blancos) pero no olvido que también fue muy difícil y que tuve que trabajar mucho para sostenerlo, siempre guiada por la poesía.”
La mirada se expande en el juego de la escritura, tal como en el fluido de cada verso, cada pequeña estructura cerrada sobre sí misma, donde sentimos latir un corazón que no deja de sorprendernos. “La poesía es el corazón de la realidad, su verdad debajo de muchas capas de falsedades”, dice la poeta. Y leemos en El interior: “pasos / escalones / pastos / macarrones / árbol / estaciones / sol / que se esconde / día / que se inicia / la mañana / hacia el mediodía / todo se transforma en el silencio / a la vez van / lo rápido y lo lento / somos cajitas de música / guardamos joyas adentro / tesoros / secretos / alguna bailarina / que da la vueltita / frente al espejo / y en el corazón / una pianola medieval / un mimeógrafo / que larga su rollo.”
Concepto y corazón de las imágenes. Núcleo y claridad del pensamiento, donde lo visualizado se transforma en canal, punta de la birome en el cuaderno que constata una invención, un ritmo, una idea, que inevitablemente rueda sobre sí misma como cada arroyito que la poeta sigue en sus caminatas y rodeos. Vivir en este mundo parece tener sentido, nos dice Roberta, aún cuando la noche del sol, que todo lo ilumina, filtra lo sombrío a su través. Y lo hace con rimas divertidas, juguetonas, como canciones para todas las edades.