Sus últimas apariciones  lo mostraron sin su clásica camisa verde oliva. El buzo Adidas que la reemplazó fue comentario en todas las redes sociales, y la marca alemana anunció que multiplicó las ventas de ese modelo, que de llamarse “Oríginal” (con acento en la primera i), paso a ser para todos “el buzo de Fidel”.

Lejos estaba él de imaginarse que en los últimos años de su vida haría  “tendencia”, y esa prenda clásica de color celeste con tres tiras blancas se luciría de nuevo en las vidrieras del mundo.

El 1º de enero de 1959, cuando Fidel Castro entró triunfante en La Habana, yo tenía seis años.

Mi padre escuchaba con su radio Spica pegada a la oreja las noticias que llegaban desde Cuba, y festejó la caída del “Sargento Batista”, como lo llamaba con desprecio al dictador. Para un oficial de Infantería como era él, un suboficial no era digno de ningún respeto. “Cabo, palabra corta y repugnante”, decía sonriendo el Capitán Soriani, frase que volví a escuchar  de la boca de todos los oficiales con los que me crucé muchos años más tarde, cuando me tocó hacer el servicio militar obligatorio.

Días después del triunfo revolucionario, el seis de enero, los Reyes Magos me trajeron una pequeña escopeta, “como la que usó Fidel para derrotar a Batista”, decía mi papá mientras apretaba divertido el gatillo, y el corcho que hacía de bala rebotaba contra la pared del patio de nuestra casa en Almagro.

Al poco tiempo esa primera alegría se transformaba en preocupación, y luego de la Segunda Declaración de La Habana en 1962, mi viejo pasó a la oposición absoluta porque Fidel había elegido el camino del socialismo.

Ya lo habían pasado a retiro de las Fuerzas Armadas por su militancia contra Perón, y esperaba desde el 55 una reincorporación que no le llegó nunca. Seguía escuchando la marcha de la Revolución Libertadora emocionado, y conspirando con sus antiguos camaradas todas las veces que podía, mientras aumentaban sus críticas a Fidel, “que se había vendido al oro de Moscú”.

Pero como buen militar no dejaba de admirar el coraje de esos barbudos, que habían vencido la invasión de Bahía de los Cochinos, financiada desde Estados Unidos por el presidente Kennedy. El triunfo en Playa Girón fue el bautismo de fuego de las Fuerzas Armadas de Cuba, que resistieron la invasión y se cubrieron de gloria y prestigio en menos de cuatro días.

Mi padre no escapaba a la contradicción de tantos militares argentinos, que tenían un discurso nacionalista en lo político, pero ideas ultraliberales en lo económico.

Diez años después, el ejemplo de Cuba, de Fidel y del Che, al que ya habían asesinado en Bolivia, calaba hondo en importantes sectores obreros y estudiantiles de nuestro país, hasta que en mayo del 69 esas consignas ganaron las calles y se hicieron molotov y barricadas en Córdoba, para voltear el gobierno del general Onganía.

Al influjo del  “Cordobazo” nacieron las principales organizaciones guerrilleras, FAR, ERP y Montoneros. Las tres, más allá de sus diferencias políticas, reivindicaban la lucha armada con el objetivo táctico de derrotar a la dictadura del general Lanusse, pero sin renunciar al estratégico: lograr la Patria Socialista.

En ese ambiente político se forjó la militancia de buena parte de mi generación. Desencantados con la “democracia burguesa”, que además nos habían vetado por años, y peleados con las decisiones vacilantes del Partido Comunista Argentino, tomamos al Che como ejemplo de entrega revolucionaria, y a Fidel como el estadista capaz de enfrentar y vencer al imperialismo yanqui.

Pocos de nosotros éramos capaces de estudiar El Capital de Marx, y sólo un par de libros de Lenin nos resultaban digeribles. Pero todos habíamos leído “La Historia me absolverá”, el encendido alegato de Fidel, cuando fue juzgado por el asalto al Cuartel Moncada en 1955.

El Comandante nos hablaba en nuestro idioma, nos emocionaba y nos empujaba a “ser como el Che”. Le creíamos absolutamente todo. Su revolución triunfante estaba al alcance de nuestra mirada y a pocos kilómetros del “demonio imperialista”, cómo él lo definía. Seguíamos peleados con el PC argentino, pero Fidel nos enseñaba que la solidaridad de la Unión Soviética era un apoyo imprescindible y que el internacionalismo había que ejercerlo en plenitud.

El, otra vez, nos daba el ejemplo. Miles de médicos cubanos emprendían campañas sanitarias en Africa, y educadores nacidos con la Revolución enseñaban a leer y escribir a quien lo necesitara, en los rincones más alejados del mundo. Otros combatían en Angola, acompañando a Agostinho Neto y a los patriotas africanos que luchaban por su liberación.

Cuando Videla aplastó nuestros sueños, los cubanos también sufrieron sus consecuencias. Dos de sus diplomáticos, funcionarios de la embajada, fueron secuestrados y desaparecidos en Buenos Aires en 1977. Y muchos otros fueron víctimas de las distintas dictaduras que asolaron América Latina en esa década sangrienta.

Para ese año el terrorismo de Estado había arrasado con las organizaciones armadas y con cualquier otra forma de resistencia popular. Miles de nosotros, sobrevivientes, estábamos en prisión.

Entre ellos un compañero que tuvo la desgracia de llamarse Fidel Castro. Sus padres, cuando lo bautizaron, no habían previsto esa circunstancia y, junto a Juan Martín Guevara, el hermano del Che, tuvieron una cuota extra de palizas por portación de apellido.

Junto a mis compañeros de cautiverio, solíamos reconstruir los discursos de Fidel uniendo los fragmentos que cada uno sabía de memoria. Los escribíamos en finísimos papel de cigarrillos y los hacíamos circular clandestinamente entre los distintos pabellones. Sus palabras nos daban ánimos, reafirmaban nuestras convicciones y alumbraban nuestras esperanzas.

Una mañana muy fría en el penal de Rawson, durante la visita, mi padre, que nunca me abandonó en ese desamparo, me abrazó en la despedida y me recordó aquel regalo de Reyes. La escopeta que disparaba un corcho y “que era igual a la que había usado Fidel para derrocar al Sargento Batista”. De alguna manera él, como yo, lo seguía admirando.

Ayer, miles de cubanos despidieron al Comandante, y frente a cualquier duda sobre el futuro de la isla respondieron convencidos: “Yo soy Fidel”.

De una manera u otra, nosotros también lo somos.