Nací en 1948. El imperio anglosajón, con Europa y el Pacífico, nos ordenaba odiar al comunismo y a los homosexuales. Hoy adoramos su cultura, que asesina gays.
De chico aprendí a ocultar mis juegos sexuales con primos y vecinos. A los once años levantaba en subtes. Conocí hombres, cuartos pobres, las teteras de Constitución, infecciones anales que pasé de pie, y una sífilis me enseñó que el hospital público atendía homosexuales.
Crecí en amigos, estudios y amores. El primero se casó con su novia de infancia, el segundo perdió casa y salud por el alcohol, el tercero me arruinó. Así supe que los homosexuales querían ser felices, pero no podían ni sabían serlo por opresión. Me apasionó la geografía política: Corea, Honduras, Vietnam, Cuba, Camboya, el Tibet, Indonesia, Chequia. Perdí la esperanza de que viniese la liberación sexual: los revolucionarios negaban los campos cubanos de concentración de homosexuales. El único movimiento gay triunfante era el norteamericano.
Le copiamos modos e ideas. Dirigí campañas por la personería de la CHA; me agredieron radios y TV; se organizaron lesbianas y trans. En Indonesia y otros países imitar a los yanquis trajo persecución; aquí obtuvimos visibilidad y avances, pero no la red única de minorías sexuales que dialogara con escuelas y hospitales. Junto con los televisores color había llegado del Brasil el sida, y los nuestros morían.
África había liberado sus naciones y riquezas. Taló la selva y construyó rutas; el VIH se expandió y la Guerra Fría atizó las luchas locales. Las fábricas se paralizaron. Sus dueños contrataron suplentes negros que no se interesasen en política ni hablasen el idioma; viajaron miles desde Brasil y Haití. Al fin se nacionalizaron industrias y tierras y los colonos ricos volvieron a Europa llevando sida. Los migrantes volvieron a sus patrias latinas a enflaquecer y morir, embarazar mujeres, exprimir dólares de los yanquis que hacían turismo sexual y viajar a Nueva York, que diagnosticó sus tres H: haitianos, homosexuales y heroinómanos.
Estudié prevención y VIH; logré que la Aduana dejase pasar preservativos, el Ministerio de Salud me envió a provincias a dar visibilidad y organización a gays y trans, frecuenté hospitales, me orienté en la red de organizaciones no gubernamentales. En la Facultad de Medicina de Rosario mis alumnos haitianos se enfurecieron cuando expliqué que en su patria había homosexuales con virus en penes y rectos lastimados.
En las escuelas la Iglesia frenó la ESI. La homofobia seguía intacta.
Estoy viejo. Me fui con mi marido y mis perros a una casa con aire, sol y césped, pero a veces viene un mal recuerdo y susurro “mamá”. El dolor psíquico deja cicatrices.
Pasó casi medio siglo. La interna gay siguió erosionando liderazgos; no construimos la red única, no hay ley antidiscriminatoria ni ámbitos institucionales en escuelas y hospitales. Nuestras y nuestros jóvenes deberán hacer ya lo que nosotros y nosotras no hicimos.
*Ex miembro de la CHA y creador de la Sociedad de Integración Gay Lésbica Argentina.