"Es una historia de amor, podría decirse. Aunque yo no creo en la existencia de ese sentimiento. Digamos mejor que es la historia de un impostor". Las palabras son las de Satán, llamado en la cultura judía como “Aquel”, y emergen con la sonoridad del ídish para presentar el amor prohibido entre un sepulturero y la hija de un rabino, cuyo encuentro se produce entre tumbas y versos de la Torá. En realidad esa es la ficción que esconde el documental Adentro mío estoy bailando, cuya búsqueda es la arqueología de la música klezmer, desde sus orígenes en Europa del Este hasta los casamientos judíos en Buenos Aires. Los directores Leandro Koch y Paloma Schachmann son también los protagonistas, él un camarógrafo mediocre de casamientos, ella una clarinetista de música klezmer. Su encuentro no es en un cementerio sino en una fiesta, pero sus viajes son similares a los de sus dobles literarios, Yankel y Taibele, aquellos que habitan en la literatura de ese pueblo que toca melodías y resiste. Dos historias en una, un documental y una ficción.

Todo eso es Adentro mío estoy bailando, ganadora de la Competencia Argentina en el último Festival Internacional de Mar del Plata, del premio Mejor Ópera Prima en su presentación en la Berlinale y flamante estreno del mes de enero en la nueva temporada de cine en el Museo Malba. Es también una de las películas argentinas más sorprendentes de los últimos tiempos, nacida de la inventiva y la vocación de sus creadores de recoger aquellas voces del ídish que parecen desaparecer. Y su juego es el de la verdad y el de la impostura, el primero emergente de las bandas y dúos musicales que tocan las canciones en sus pueblos de Moldavia o Ucrania, atesorando esos sonidos que se extinguen; y el segundo, el de un amor que se entreteje en mentiras, en retazos de la literatura del pasado y los encuentros amorosos del presente. "La película nació como un documental y la ficción surgió luego, como una necesidad y un deseo", revela Leandro Koch. "Con Paloma [Schachmann] nos conocimos en 2015 y al poquito tiempo ella me dijo que tenía ganas de hacer un documental sobre la música klezmer. El klezmer es un género musical que nació en Europa del Este, en el marco de la cultura ídish. Yo no sabía nada sobre el tema y estaba lleno de prejuicios, pero me atraía la idea de hacer una película con ella, así que le dije que sí. En el 2016 hicimos un viaje de investigación por Polonia, Ucrania, Rumania y Moldavia, y descubrimos que la música klezmer era solo una puertita detrás de la cual había algo mucho más grande: la cultura ídish. Y junto a esa cultura surgía la intriga relacionada con los motivos de su desaparición".

Primero surgió la investigación sobre la música klezmer, la cultura ídish, los viajes a Europa del Este, los músicos que atesoran esas melodías y las celebran en casamientos en Buenos Aires. En ese camino, Koch y Schachmann entrevistaron a músicos como César Lerner y Marcelo Moguilevsky, reconstruyeron la memoria de un pueblo a través de testimonios como los de la abuela de Koch, que progresivamente pierde su memoria y apenas recoge retazos de su pasado en viejas fotos familiares, y elaboraron una hipótesis sobre esa extinción: las persecuciones a los judíos desde comienzos del siglo XX, las migraciones y la fundación del Estado de Israel, el reemplazo del ídish por el hebreo en las escuelas eran una posible sumatoria de las causas. Pero, por otro lado, estaba la ficción, la del romance de Leandro y Paloma convertidos en espejos de sí mismos, con sus nombres, con sus profesiones camufladas. Un camarógrafo aburrido en un casamiento que pega onda con una clarinetista de la banda de klezmer y decide inventar un documental para verla otra vez. Se pasan los teléfonos, se citan, bailan y se besan. La mentira original tiene que convertirse en realidad.

"Había un desafío muy grande en pretender incluir la ficción dentro de un documental de klezmer, porque nos obligaba a definir un guion muy preciso antes de salir a filmar", explica Schachmann. "Eso en el registro documental puede traer frustraciones, porque uno no tiene tanto control sobre lo que dicen o hacen las personas que se están retratando. Para poder realizar el cruce entre estos registros no sólo tuvimos que conocer muy bien a quienes queríamos filmar, sino también reescribir el guion constantemente a medida que íbamos avanzando con el rodaje". Uno de los personajes más divertidos que cruza del documental a la ficción es justamente la abuela Koch, sentada en su silla de ruedas y con un gesto de secreta diversión mientras observa las fotografías del pasado con el mismo desconcierto que recibe el desafío de su nieto de convertirse en cineasta. ¿Quiénes son aquellos fantasmas que asoman en esas imágenes en blanco y negro? ¿Y ese joven entusiasta que de pronto ha decidido amar lo que hace motivado por un deseo que antes desconocía?

Leandro, el personaje, es un director frustrado. Lo vemos preparar su cámara, elegir la posición en cada evento, concebir la puesta en escena como si fuera un documental de observación, con planos fijos y largos. En insistentes llamadas su jefe le reprocha esas excentricidades, le exige que filme a la familia que pagó el video, lo abruma con indicaciones banales. Lo que vemos al comienzo es el registro de un casamiento desde la cámara de Leandro, en un plano fijo sobre el que entran y salen los organizadores de la ceremonia, los custodios de la puerta, los invitados rezagados. Ahora bien, ¿quién filma? ¿El Leandro personaje o los directores de Adentro mío estoy bailando? "La puesta en escena que elige Leandro, atento a sus ambiciones antes que a su realidad, nos permitió mantener una unidad de estilo en toda la película", detalla Koch sobre su personaje. "Porque después él sale efectivamente a filmar un documental, o un falso documental, y lo sigue filmando de esa forma, que es la forma que asume la película. Planos fijos por dos motivos: porque mantienen vigente la pregunta por quién filma, quién está detrás de cámara, pertinente en tanto permite convivir ambas capas de ficción y documental; y porque nos permitía esperar a que las cosas ocurrieran ahí adentro. Muchas veces era frustrante, porque la acción quedaba apenas fuera de cuadro, pero cuando el movimiento interno de los personajes y sus acciones coincidían con el plano por el que habíamos apostado, era como presenciar un pequeño milagro".

La historia que cuenta el Diablo en la voz de la escritora y psicoanalista Perla Sneh está inspirada en los cuentos de Isaac Bashevis Singer y transcurre en 1908 en un pequeño shetzel a orillas del río Tiza, cerca del monte de los Cárpatos. Allí habita Yankel, un joven huérfano que fue criado por su abuela y apenas tuvo fuerzas para trabajar fue enviado al cementerio como ayudante del sepulturero. A Yenkel no le gusta su trabajo. En realidad, lo odia. Odia cavar tumbas, odia al sepulturero y al rabino que lee los versos del kadish en cada ceremonia funeraria. Sin embargo, algunos días el rabino llega al cementerio acompañado de su hija, Taibele. Esos días Yankel ama su trabajo y pronto descubre que Taibele anhela el estudio de la Torá que le está vedado por ser mujer. En sus encuentros fortuitos entre las tumbas, Yankel elabora su primera mentira y para ello se vale del hallazgo de un texto de Baruch Espinoza en la exigua biblioteca de su abuela: dice ser un estudioso de la Torá. Otra vez la mentira debe convertirse en verdad para conquistar a la mujer que ha conquistado su corazón. Ese mundo ficcional imaginado por Singer asoma en los encuentros literarios de Paloma y pronto descubrimos que la voz que creíamos del Diablo es en realidad el puente de ficción tendido hacia esa cultura ídish atesorada en la literatura. Música y novela, el arte como guardián de lo perdido.

Y entonces Leandro y Paloma, directores y personajes, ven alumbrar sus dobles, Yenkel y Taibele. Tan frustrados como ellos, tan enamorados también. "Si bien no somos iguales a quienes interpretamos, esos personajes fueron construidos en base a nuestros trabajos y lo mismo hicimos con todas las personas que se encuentran en la película", explica Schachmann. "Incluso las escenas más ficcionadas fueron hechas en los lugares donde esas situaciones ocurren en la realidad. Y dirigirnos mutuamente, así como trabajar con 'no-actores' fue una decisión basada en la impronta documental que define a la película". La referencia para esa delgada frontera entre lo real y lo imaginado recorre desde las apuestas fundacionales del neorrealismo hasta los ejercicios lúdicos como el de F de Falso (1973) de Orson Welles, con su estructura de cajas chinas en la que todo podía ser una verdad disfrazada de mentira. "La primera influencia que se nos vino a la cabeza fue Aquel querido mes de agosto (2008), del portugués Miguel Gomes", enfatiza Koch, como un guiño a ese cruce entre la historia personal y la del mundo, enredadas ambas en el torbellino de una febril fabulación.

"La película comienza en Buenos Aires, en donde la escena klezmer es bastante grande, a pesar de estar circunscrita casi en su totalidad a los casamientos. Nuestro deseo era poder retratar a las bandas de klezmer tocando en su hábitat natural, los salones de fiestas, donde su misión es acompañar el ritual, pero también a esas otras bandas que rompieron con esa limitación y tocan para un público que va y paga una entrada para escucharlos", explica el director. Los salones y los conciertos son los primeros lugares de la película, esos territorios privilegiados donde Leandro y Paloma se conocen, se reencuentran y ven nacer su romance. Pero también allí surge el germen del documental como mentira y la necesidad de convertirlo en realidad. Por ello Leandro debe registrar material para demostrarle a Paloma la existencia del "Proyecto Klezmer". Es entonces que, en la misma Buenos Aires, visita y registra a la banda Segundo Mundo y luego acompaña al dúo de Lerner y MoguIlevsky, quienes lo invitan a una gira por Europa que comienza en Salzburgo. El viaje que inicia en Austria tendrá impensables consecuencias.

Los escenarios europeos ya no son los de la gran ciudad, sino una cartografía de pequeños pueblitos que alguna vez estuvieron habitados por judíos ídishparlantes y en los que hoy solo quedan sus huellas en el folclore que conocen los descendientes de aquellos gitanos que tocaban junto a los klezmer. "El esquema de rodaje en toda esta región estuvo determinado por la geografía. Íbamos con destino a Moldavia, que es el país que está más al este de los tres en donde filmamos. Ucrania fue la primera parada, en la región de Transcarpatia, y Rumania la segunda, en Maramures. Para mí, personalmente, el que más significado tenía era Moldavia, porque de ahí viene mi familia, y porque los músicos nos decían que ahí es donde íbamos a encontrar intérpretes que aún conocieran las melodías", explica Koch. Las regiones atestiguan el rol social de la música, acompañando rituales como el baile en el casamiento o la despedida de los deudos en el cementerio. "Yo empecé a tocar klezmer hace unos veinte años, sobre todo por el sonido que tenía en ese género el clarinete, que es mi instrumento", agrega Schachmann. "Viajé por Europa del Este para poder estudiarlo en profundidad, pero lo que más me formó en el género fueron los rituales, los eventos. Hay un mundo de klezmer de escenarios donde el género brilla en sonoridad, virtuosismo e improvisación. Y en la película nos interesaba más ese costado que lo unía a sus orígenes, porque al trazar la línea entre lo que alguna vez fue y lo que queda hoy en su lugar de origen, aparece inmediatamente el fuera de campo que determinó su historia".

La pesquisa por la música klezmer en su lugar de origen tiene como cita obligada los recodos de su historia pasada. Que es la de la cultura ídish, la de los habitantes de regiones como Ucrania, Rumania o Moldavia antes de las migraciones al nuevo Estado de Israel, y las tensiones entre sionismo y bundismo. El tema es espinoso, lo fue a lo largo del siglo XX, y la película no esquiva la polémica. Incluso en el comienzo del viaje del Leandro de ficción surge la posibilidad de financiar su imprevisto documental con los fondos de un canal estatal austríaco. Lo que surge de la palabra del productor y de las reuniones con los directivos de la cadena es la preocupación por cualquier cuestionamiento a las políticas de Israel, a la hegemonía del lenguaje hebrero y al devenir de la cultura judía en presente. "Más folclore, menos política", parece ser la recomendación de quien, en la ficción, tiene la chequera. Leandro asiente con cierto desconcierto, un poco deslumbrado por el destino que va tomando ese falso documental creado apenas como excusa amorosa, y en su mente reaparecen las lecturas con las que Paloma lo había interesado en ese mundo desconocido para él, aún siendo judío.

"Luego de pasar un día juntos, Paloma le explica a mi personaje algunos conceptos básicos sobre la historia reciente de la cultura judía: hace no tantos años, la mayoría de los judíos vivían en Europa del Este y hablaban otra lengua que la que hablan los judíos hoy", relata Koch. Quizás pasa desapercibido pero el cambio es radical. "Cuando uno empieza a investigar sobre los motivos por los cuales el ídish hoy es una lengua casi extinta (y digo casi porque hay focos de resistencia en todo el mundo) -continúa el director- es inevitable llegar al Estado de Israel. Sin embargo, la tensión entre ídish y hebreo viene de antes, desde principios del siglo XX, cuando surgieron dos movimientos políticos antagónicos dentro del judaísmo: el sionismo y el bundismo. Los sionistas añoraban un judaísmo territorial y la vuelta del hebreo, mientras que para los bundistas el territorio era la lengua, el ídish. Después de la Segunda Guerra y la creación del Estado de Israel, esta oposición se convirtió en políticas de estado muy concretas". El tema no parece agotarse en esas reflexiones sobre la geopolítica contemporánea, sino que derrama sus consecuencias sobre la supervivencia de las culturas y sus producciones musicales.

Un sonido dominante en la película es la voz de la narradora, Perla Sneh, que a la vez que encarna la palabra del Diablo oficia como guía omnisciente del relato, una especie de consciencia de la Historia. Sus palabras son en ídish y su propia sonoridad dispara los interrogantes que impulsan la película. ¿Qué lugar ocupa ese sonido en la cultura judía del presente? Al tiempo que acompaña el devenir de Leandro y Paloma, sus amores y sus viajes, relata la historia de Yankel y Taibele, esos dobles que a veces replican, otras desmienten, el derrotero de sus originales. ¿O son ellos el verdadero origen de esa historia que se remonta al klezmer, a Europa del Este, al monte de los Cárpatos? Esa voz grave y ceremoniosa se enlaza con la risa contenida por la abuela Koch cuando no puede recordar los parentescos de las fotografías, con el murmullo nervioso de los organizadores en las preliminares de un evento, con los malentendidos que derivan en saludos a los muertos y decepciones con los vivos. Sonidos imperceptibles de un mundo presente pero escondido.

Luego están las canciones. Las melodías que distinguen los rituales, las presentaciones de las bandas en conciertos al aire libre, los instrumentos que deslizan sus acordes atesorados. "La elección del repertorio que aparece en la película nos llevó hasta último momento. Mientras investigábamos para la película y desarrollábamos el guion, íbamos intentando definir qué es la música klezmer, para poder decidir qué incluir y qué no. Pese a que la tarea de definirla musicalmente parecía una trampa, era claro que esa cantidad de sonoridades disímiles entre sí pertenecían al género. Así que intentamos incluir la variedad a través de los músicos que aparecen grabando versiones de un tema del repertorio tradicional -grabado por Di Naye Kapelye- que se convirtió en leit motiv de la película", explica Schachmann, quien aparece tocando el clarinete en varias escenas. Los intérpretes que vemos son de distintos lugares: Vanya Lemen y Andrii Drahun de Ucrania, Vasile Rus, Ioan Iliesi y Ioan Codrea de Rumania, Moguilevsky en los escenarios de Salzburgo, la banda Segundo Mundo en Buenos Aires. Cada uno con un sonido propio.

"A mí me gusta la definición que da Bob Cohen -un músico y etnomusicólogo que se dedica a investigar esto- cuando se refiere al klezmer como la música folclórica judía de Europa del Este. Yo me quedé con esa idea y de algún modo el repertorio que decidimos usar en la película tuvo que ver con ese klezmer casi olvidado, el que no fue rescatado por el klezmer revival de Estados Unidos. Nosotros decidimos filmar esas melodías que hoy en día solo conocen los habitantes de esas aldeas, porque son melodías que no pasaron a las nuevas generaciones y los que las tocan ya son muy mayores y cuando no estén, los sonidos pueden desaparecer", concluye Koch. Melodías que recorren la película, desde aquella historia de comienzos del siglo XX que proviene de la literatura en ídish de Isaac Bashevis Singer, hasta las rendijas ficcionales que unen al Leandro y la Paloma de ficción con sus creadores detrás de cámara, desde los casamientos y funerales hasta los escenarios improvisados en cada pueblo de aquella Europa lejana. Sonidos que habitan la memoria, que nos recuerdan quienes fuimos y quiénes somos, sonidos que nos hacen inmortales.