No hay diferencia entre estar afuera, ventilando la cabeza, o estar adentro sintiendo su peso y cada músculo del cuerpo que se desliza con precaución entre los muebles, que vibran como una caja de resonancia.

No hay diferencia, adentro o afuera da lo mismo, el zumbido que alerta y el repelente son una barrera demasiado frágil. El zumbido en un lugar cerrado o atravesando una plaza asalta el oído, anuncia el ataque inevitable.

Cuidado con el zumbido del Culex quinquefasciatus, anticipa lo que vendrá. El zumbido primero y el pinchazo después, la succión y la roncha que no deja mentir, una aureola en la piel que se inflama, la marca tumefacta por la succión bruta y rápida de sangre.

Los mosquitos rodean envuelven y chupan sangre. No hay piedad porque aumentan de ese modo su volumen. Siempre se supo y ese saber sigue en pie porque es una verdad confirmada, su hábito es succionar, acercarse en un vuelo calculado y atacar. Nadie está exento de que le chupen sangre para alimentarse de ella. La diferencia de los sorbos determina el tamaño del mosquito.

Hay uno gigante, el Psorophora ciliata, realmente enorme, de alas y patas de proporciones impresionantes. Pero aún así el Psorophora gigante se ve superado por otros especímenes contemporáneos, oriundos de por aquí, de estos lares nomás, criados en una laguna criolla. Un Psorophora de aparición menos reciente que batió récords de succión dejando a medio mundo medio muerto, y el Psorophora recién descubierto que, se sospecha, cuenta con dos estómagos adicionales insaciables.

Debido a las características descriptas los dos especímenes son líderes de dos séquitos similares, notablemente numerosos. En cualquier momento se presentan y se lanzan sobre los más vulnerables, los que tienen brazos y piernas completamente expuestos, y les chupan sangre. Conforme succionan se cumple el proceso: astenia, fuerza que flaquea, quiebre de la resistencia. Al cabo de muy poco el atacado se derrumba blando como un flan. Contrariamente, los especímenes que atacan engordan, sus patas y alas extraordinariamente desarrolladas vuelan a lo más alto del cielo.

Con cualquiera de estos especímenes no se puede comer, ni curar, ni educar. ¿Cómo hacerlo si por perder sangre gota a gota, día a día, el cuerpo herido no tiene manera de recuperarse para volver a comer, fortalecerse y terminar con la infección extendida que compromete su presente y su futuro?

Dan más miedo los que se arremangan los brazos para ofrecerlos a los pinchazos de estos especímenes que su aparato bucal al acecho dispuesto a alimentarse.

Para el que se defiende de la succión que apunta a dejarlo como un fideo seco no hay nada mejor que otro que se defienda.

Se trata de hacer resistencia al ataque. Se trata de defensa y conservación.

La verdadera defensa es aquella que se hace en interés de la salud de todos.