La historia de los hermanos Shaw y de cómo llegaron a dominar el mercado cinematográfico del sudeste asiático e influenciar a una parte significativa del cine de acción contemporáneo es tan extensa que ocuparía varios volúmenes. Lo cierto es que Run Run Shaw, Runme Shaw, Runde Shaw y Runje Shaw, todos nacidos en China continental, comenzaron a producir películas hacia finales de la década de 1920, pero fue recién en 1958 cuando los tres primeros construyeron su gran imperio en Hong Kong, por aquel entonces bajo el dominio británico. La pequeña península y su miríada de islas, ese “puerto fragante” marcado a fuego por la inmigración forzada de varias generaciones, se transformó en la base de operaciones de Shaw Brothers, que rápidamente se erigió como la principal compañía productora de la región imitando la integración vertical de los viejos estudios de Hollywood, asegurando así que la producción fuera distribuida sin intermediarios, construyendo asimismo una cadena de salas con el distintivo logo de la empresa en las marquesinas. A lo largo de los años 60 y 70 y parte de los 80, Shaw Bros. produjo centenares de títulos dentro de los marcos narrativos de todos los géneros populares imaginables: musicales, melodramas, adaptaciones de óperas tradicionales, films de suspenso, alguno que otro de terror, policiales, comedias, películas eróticas.
Pero fue una raza de relatos arquetípicos, prohibidos en la vecina China por razones ideológicas (el héroe individual no estaba bien visto bajo los ojos del realismo socialista en el régimen de Mao) la que terminó estableciendo gran parte del poderío audiovisual de la compañía, traspasando las fronteras de Asia y llegando eventualmente a todo el mundo. Se trata, desde luego, del cine de artes marciales en sus diversas variantes, que podrían a su vez dividirse en dos grandes bloques: el wuxia, las historias de espadachines ubicadas en algún momentos del pasado remoto, y los films de kung fu, de trasfondo más reciente y que reemplaza las armas afiladas por los igualmente contundentes puños y piernas de los luchadores. La plataforma MUBI está ofreciendo desde este mes –en copias restauradas y el audio original en cantonés o mandarín, dependiendo del caso– un puñado de largometrajes estrenados originalmente entre 1966 y 1984. Bajo el título global “Shaw Brothers - Guerreros wuxia y maestros del kung fu” están disponibles catorce títulos representativos de ese ingente universo que logró penetrar en la producción internacional y hoy vive encarnado en las coreografías de casi cualquier película de acción parida en Hollywood y aledaños.
No es casual que Quentin Tarantino, amante irrestricto de cualquier género popular que se precie de serlo, prologue la primera entrega de Kill Bill con el logo de Shaw Bros., cuya imagen de vidrio esmerilado y fondo musical de fanfarria son tan reconocibles para el conocedor del terreno como el león de la MGM o la melodía de la 20th Century-Fox. Es la misma marca de fábrica la que introduce los catorce films de la selección, comenzando por Come Drink With Me, clásico inoxidable que inició la era moderna del wuxia, hasta ese momento atado a coreografías teatrales de escaso realismo. Con aquella película, cuyo título original chino podría traducirse por el más potente “El gran maestro ebrio”, el realizador King Hu inició una serie de obras maestras del género, sentando las bases de centenares de títulos por venir (su influencia directa e inestimable llega hasta El tigre y el dragón, el largometraje de Ang Lee de 2000 que contó en su reparto con la protagonista de ese film seminal: la actriz y bailarina Cheng Pei Pei).
En Come Drink With Me, Cheng encarna a la hermana del hijo de un gobernador de una provincia china secuestrado por una banda de bandidos; disfrazada de hombre llega a la posada de un pequeño poblado para reestablecer el orden y la justicia. Los primeros veinte minutos de proyección siguen siendo tan estimulantes como en el momento del estreno, y a una secuencia de acción al aire libre, con los chorros de sangre salpicando rostros y palanquines y alguna que otra amputación golpeando la pantalla, le sigue una magistral escena extendida en la posada, puro suspenso y algo de comedia que Hu filma y edita con brío visual, como si se tratara de una particular danza (los vínculos entre el musical y el cine de artes marciales no son escasos). King Hu abandonaría poco tiempo después el confort de la producción en estudio de los hermanos Shaw para trasladarse a Taiwán en pos de una mayor independencia creativa, aprovechando los ricos paisajes de la isla para dotar a los relatos de mayor potencia visual. Allí dirigió dos obras maestras indiscutidas del wuxia, Dragon Inn (1967) y A Touch of Zen (1971), esta última un relato épico de más de tres horas de duración que terminó ganando un premio a la creatividad en el Festival de Cannes, en un momento en el cual el género no contaba en lo más mínimo con el beneplácito de la crítica. Pero esa ya es otra historia.
Si el estilo grácil y delicado –a pesar de la violencia inherente a los relatos– de Hu se ha relacionado con el hecho de contar con protagonistas femeninas, grandes espadachinas obligadas muchas veces a travestirse por razones de fuerza mayor, el estilo del prolífico Chang Cheh, el otro gran esteta del cine de artes marciales clásico, suele ubicarse en la vereda opuesta. Directas, explícitas, repletas de baños de sangre (una sangre rojo shocking, típica del cine de los años 70), sus películas están marcadas en general por la masculinidad a flor de piel. A tal punto que la presencia femenina suele anticipar el desastre, como ocurría en los films noir de fuste. Es el caso de The One-Armed Swordsman (1967), cuyo protagonista pierde un brazo como consecuencia del caprichoso e inesperado ataque de una compañera de estudios. Su transformación en el espadachín manco del título está ligada, como suele ocurrir en muchos cuentos de kung fu, a la necesidad de proteger a un maestro o de vengar un mal ejecutado a nivel personal o colectivo. El héroe individual enfrentado a un grupo de villanos y el “baño de sangre heroico” que surge como corolario es un tópico recurrente del género, como el duelo lo es al western. En su libro esencial Hong Kong Cinema: The Extra Dimensions, el historiador y crítico Stephen Teo escribe que “el interés real de Cheh permaneció enfocado en la potencia masculina, el individualismo y la camaradería, que él prefería llamar ‘atributos masculinos’. A diferencia de King Hu, Cheh atravesó fácilmente la transición del wuxia al cine de kung fu, precisamente porque este último favorece especialmente el protagonismo masculino”. El propio intérprete de The One Armed Swordsman y uno de los actores más representativos del género antes del desembarco de Bruce Lee, Jimmy Wang Yu, se pasaría a la dirección en 1970 sin abandonar la carrera actoral.
Con lógica irrefutable, el ciclo disponible en MUBI incluye otros títulos de Chang Cheh, entre ellos dos del famoso ciclo de la “banda de los venenos”, una serie de largometrajes sin relación directa entre sí pero protagonizados por el mismo quinteto de actores, a veces en roles heroicos y otras tantas como villanos de alcurnia. De esos dos films, Crippled Avengers (1978) ofrece una de las tramas más divertidas: los protagonistas son cuatro jóvenes mutilados de diferentes maneras por una banda criminal que ejercitan nuevos estilos de lucha a partir de las desventajas físicas. Así, los luchadores aprenden a superar la falta de piernas, de visión, de oído y voz e incluso de cordura para crear un insuperable equipo de vengadores. De Cheh también puede apreciarse la muy influyente The Boxer From Shantung (1972), protagonizada por Chen Kuan-tai, la historia de un joven de los bajos fondos que logra escalar los peldaños de la mafia de Shanghái a comienzos del siglo XX y que incluye una secuencia climática de cierre que debe verse para ser creída: una coreografía de unos veinte minutos en la cual el héroe se enfrenta, con un hacha incrustada en el vientre, a varias docenas de enemigos en un laberíntico restaurante de lujo. Otro de los clásicos indiscutidos del paquete, y la película que suele acreditarse como el puntapié inicial de la fiebre internacional del kung fu, King Boxer (1972), estrenada en los Estados Unidos como Five Fingers of Death, presenta a un joven estudiante de artes marciales que aprende una técnica mortífera con las palmas luego de recibir una dura golpiza precisamente en sus manos. El uso de un fragmento de la banda de sonido de la serie Ironside, compuesta por Quincy Jones, cada vez que el muchacho pone en práctica sus conocimientos, fue a su vez reutilizada por Tarantino en el díptico Kill Bill. La regurgitación y reciclaje como una de las bellas artes audiovisuales.
De los catorce ítems que integran “Guerreros wuxia y maestros del kung fu”, el único que se corre ligeramente del cine de artes marciales puro y duro es Intimate Confessions of a Chinese Courtesan (1972), dirigido por Chor Yuen en un momento de apertura gradual de la censura en cuanto al contenido sexual de las películas. A grandes rasgos, el film es una cruza de wuxia con drama erótico en sus vertiente sexploitation lésbico y arco de violación y venganza. El relato de una joven princesa secuestrada para ser prostituida en un burdel de categoría que entabla una relación íntima con la madama del lugar, aunque su deseo secreto es vengarse de los clientes una vez que el aprendizaje del arte de la esgrima alcance su pináculo. Un placer nada culpable que ha superado su condición de film de culto y es reconocido como un notable ejemplar del cine popular de los años 70.
El desfile de trajes multicolores, raros peinados de la dinastía Qing y villanos eunucos con la más blanca palidez en el rostro es reemplazado por las cabezas rapadas y túnicas sencillas de The 36th Chamber of Shaolin (1978), otro de los títulos indispensables que forman parte del programa. Protagonizado por Gordon Liu, se trata del clásico de clásicos del subgénero “de entrenamiento”, en el cual un joven escapa de la opresión del régimen manchú y se esconde en un monasterio budista especializado en las prácticas marciales. Desde luego, se trata de un templo Shaolin de fantasía: allí existen treinta y cinco cámaras que el protagonista debe atravesar luego de arduos entrenamientos físicos y espirituales antes de transformarse en un monje con todas las de la ley. Como ocurre en decenas de otros títulos que le siguieron, incluyendo las secuelas de rigor, la lucha interna entre la espiritualidad y el deseo mundano de hacer justicia por mano propia luchan entre sí, en la mente y el corazón. Cuando el film de Lau Kar-leung – otro especialista del género que se pasó a la realización luego de incontables trabajos como coreógrafo en films de Chang Cheh– tuvo su estreno en el mercado asiático, la emergencia de estudios como Golden Harvest y de estrellas como Jackie Chan comenzaron a horadar el monopolio de Shaw, que sin embargo continuó en actividad hasta 1985, cuando sus activos fueron reconvertidos en un gran estudio televisivo. Era el final de toda una era. De un tiempo que fue hermoso, lleno de patadas, giros acrobáticos y las espadas más afiladas del mundo.