Según la escala de Richter, ¿cuál es el grado más alto de expectativa? El 11 de abril de 2014, durante los preliminares para el concierto central de Coachella, Paul McCartney caminó desde su camarín hasta una locación exclusiva en el costado izquierdo del escenario. Desprendido de su troupe, Prince avanzó simétricamente sobre el resto de los mortales y se apostó enfrente: al costado derecho. Unos minutos después, en el fuego cruzado de sus miradas, apareció Outkast. Casi diez años después de su separación, el dúo de Atlanta frotó la lámpara de sus deseos en un mundo nuevo: esta representación que se aleja y se aleja en el diorama cubista de las redes sociales. “Fue una noche horrible”, confiesa André 3000. “Para la mitad del show, lo único que quería era terminar y tirarme en mi cama”. A la mañana siguiente, André recibió una llamada de Prince. “¿Sabés cuál es tu problema?”, le dijo. “Vos no te das cuenta lo gigante que sos. Tenés que recordárselo a la gente”. André colgó el teléfono y se puso a pensar en el asunto. A juzgar por su nuevo disco, no le dio la menor bola.
Después de diecisiete años de espera por su debut como solista, uno de los grandes rappers de todos los tiempos se acaba de despachar con un álbum instrumental mayormente guiado por su flauta. Ocho tracks con títulos kilométricos e improvisaciones que bordean los quince minutos, arregladas para campanitas, teclados oceánicos, guitarra sintetizada y percusión a base de verduras. El calco de la portada no advierte a los padres. Advierte a todo el mundo: “No bars”. New Blue Sun, en ese sentido, es la obra de un samurai. André Lauren Benjamin tiene en su poder la mejor espada del mundo, pero ha elegido no usarla. A pesar de todas las amenazas y de todas las expectativas. A pesar de todas las tentaciones. Este tipo, a lo largo de toda una década, fue “the coolest motherfucker on the planet”. ¿Quién no quiere volver a serlo?
Durante su reinado, Outkast unificó la corona. A comienzos de los noventa, estos delincuentes de guante blanco irrumpieron en la música negra desde una suerte de exilio. Como un Jon Snow de dos cabezas, la banda invocó un linaje de predecesores y sucesores: desde Hendrix y James Brown hasta Tyler The Creator, pasando por Sly & The Family Stone, Funkadelic, Erykah Badu, Afrika Bambaataa y De La Soul. Tenían sangre real y sangre de bastardos. Sacaron tres o cuatro discos perfectos y, en el preciso momento en el que hicieron cumbre (cuando salió el video de “Hey Ya”, digamos), se bajaron del pony.
¿Qué se puede hacer en diecisiete años? Bueno, un monumento nacional. Dos o tres carreras universitarias. Un viaje ida y vuelta a Plutón. El bebé que nació cuando Outkast publicó su último disco, acaso ya votó a Milei y sacó su licencia de conducir. André 3000, sin embargo, entró en el agujero de gusano. Excepto aquella gira de regreso, se deslizó entre los pliegues de la escena y asomó su dentadura a cuentagotas. Interpretó a Hendrix en la biopic de 2012. Colaboró con la realeza (Jay Z, Beyoncé) y con la vanguardia (Frank Ocean, Anderson Paak). Apareció en un disco de Gorillaz. Alguien lo adivinó en los créditos detrás de un pseudónimo. Alguien lo vio tomando clases de respiración con la surfista Kassia Meador. “Un día se puso a tocar la flauta en una clase”, recuerda André, en su reportaje para GQ. “Apenas arrancó, mis oídos se abrieron: ¿qué es ese sonido? Tuve que preguntarle y me presentó a mi maestro flautista: Guillermo Martínez”.
En su vida, los instrumentos de viento no eran exactamente una novedad. No sólo porque siempre había adorado a John Coltrane o Pharoah Sanders, sino porque incluso se había aventurado tocando algo de saxo tenor en The Love Below. Sin embargo, la flauta abrió un camino de aprendizaje y poco a poco reunió un arsenal de treinta o cuarenta instrumentos con los orígenes más peregrinos. De pronto, en las redes sociales, alguien posteó un video de André tocando en un parque. En un estacionamiento. En la puerta de un lavadero.
“Me da la chance de estar ahí en el mundo”, dice. “Después de meter las prendas en el lavarropas, salgo a tocar para practicar y tomar un poco de sol. Así conozco mucha gente. Algunas personas por ahí me reconocen, pero nada del otro mundo. En ese sentido, me gusta mi vida actual. Me siento mal por muchos de mis contemporáneos porque ya tenemos hijos y es una pena no poder salir a jugar en el parque por culpa de los papparazzis. Es una vida de mierda, man”.
Una mañana, mientras compraba café orgánico o rabanitos en una de las tiendas de Erewhon, se puso a charlar con otro cliente. El tipo era un barbudo de cuarenta y pico de años, con las manos llenas de anillos. Parecía el líder de una secta californiana y, de alguna manera, lo era. Además de percusionista y arreglador, Carlos Niño tenía en su foja de servicios un largo recorrido como hombre de radio y activista cultural. Así que, después de conversar de esto y aquello, Niño lo invitó un concierto tributo a Alice Coltrane. Cuando se quiso acordar, André tenía un ensamble a su alrededor. Esa es la estafa piramidal que anhelamos.
New Blue Sun no es exactamente un disco solista. O lo es como lo eran los viejos discos de jazz, con su band leader y su “personal”: Niño (percusión), Nate Mercereau (guitarras, samples), Surya Botofasina (teclados, sintetizadores) y el propio André. Por aquí y allá aparecen más invitados, pero son colores. Un violín con efectos. La voz de Mia Doi Todd. Un panel de “mycelial electronics” (¿!). El nombre original era Everything Is Too Loud, pero André sintió que era una suerte de queja y decidió cambiarlo. Aun así, los críticos sancionaron el humor de los títulos. Verbigracia, “The Slang Word P(*)ssy Rolls Off the Tongue with Far Better Ease Than the Proper Word Vagina. Do You Agree?". Esa risita pavota, sin embargo, mantiene a raya toda la solemnidad que podría suponer un disco entre cuyas influencias André reconoce a Philip Glass y Steve Reich.
Por lo general, Botofasina propone una zona armónica que apenas se desplaza. Es como la estrella de mar que ahora está aquí y, si cerramos los ojos durante unos minutos, la descubrimos allá. Sobre ese mood, André y Mercereau arrancan una conversación. A veces como si recién se despertaran: bajito y tropezando con la sintaxis. A veces animadamente, con frases tribales talladas en la cueva digital del Pleistoceno. En los mejores momentos, descubren algo juntos y los timbres se funden en una simbiosis. La revelación, parece decirnos el disco, no se descarga como una app. No tiene garantía. Y es un duelo por todo aquello que dejamos de hacer. ¿Qué problema hay?