El cuento por su autor

Siempre que empiezo a escribir algo, imagino que me corrí de mis dos o tres temas recurrentes, pero enseguida me doy cuenta de que no. En el mejor de los casos, son reformulaciones -más o menos veladas, de acuerdo al caso- de las mismas obsesiones.

Esta cuestión se debate a menudo en el marco de la literatura: ¿se escribe siempre sobre lo mismo o hay cuestiones nuevas para narrar? No tengo respuesta para esta pregunta, pero creo que la clave de un texto se halla en la forma antes que en la trama. Es decir, la cifra del relato no está en lo que se cuenta sino en cómo se lo cuenta. La literatura es una cuestión de procedimientos.

Hay un tópico, sin embargo, al que vuelvo seguido. Se trata del cambio súbito en la vida de un personaje. Me encanta ese asunto. Alguien que lleva una existencia estable, con reglas fijas, de pronto, por un pormenor inespecífico, da un giro abrupto y se transforma en otro. El otro, el mismo.

Obviamente, este tópico no es nuevo. Aparece en textos que datan del comienzo de la humanidad. La Biblia, por ejemplo. Me refiero a la conversión de Saulo de Tarso, el romano perseguidor de cristianos. En el texto se dice que iba por un camino y, de pronto, lo rodeó un resplandor luminoso. En ese momento, cayó del caballo y escuchó la voz de Dios que le recriminaba su conducta. De ahí en más, sin transiciones, se transformó en apóstol y se dedicó a predicar la palabra de Dios.

A otra escala, este episodio ocurre en “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”. Lo que intenté hacer en el cuento que aparece a continuación -y que llamé “Un día en la vida” por el hermoso tema de los Beatles- es tomar la estructura y algo de la atmósfera del clásico de Borges. Me pareció que podía variar las cosas. Hacer una especie de montaje, superponer otra historia usando -y aludiendo constantemente- la matriz que tiene como protagonistas a Cruz y a Fierro. Como todo lo que ocurre en ficción, no puedo decir que este relato está terminado. Es una versión que quizás cambie. O quizás quede fijada para siempre tal como está. No sé. Se los dejo a ustedes, lectores, para que opinen. Agradecido de antemano.

Un día en la vida

Ahora sé, sin duda, la mitad de la verdad,

y eso es más de lo que ellos reconocen.

Abel Ferrara

El viernes 26 de abril de 1985, Ray Baeza despertó con su propio grito. Estaba en cama ajena. La mujer que dormía con él se sobresaltó. Baeza, desorientado, demoró unos segundos en ubicarse y, ni bien lo consiguió, le pidió que se calmara. No pasa nada, dijo. Tuve un mal sueño. Su voz se escuchó grave y pausada.

Se habían conocido la noche anterior en Las palmas, una pizzería de Lanús, a propósito del error de un mozo: había confundido los pedidos. Tanto él, que acababa de cumplir 28 años, como ella, Amanda Cruz, que era un poco mayor, guardaban la esperanza de conocer a alguien con quien relacionarse sin reparos. Por eso, justamente, ambos vislumbraron bajo ese accidente trivial, un verdadero encuentro.

De Las palmas salieron pasadas las 23. Caminaron tres cuadras y entraron a una confitería. La charla duró horas a pesar de que los dos creyeron que no tenían nada para decirse. Como era de esperar, tomaron más de la cuenta: querían verse espontáneos. Salieron a la calle en plena madrugada. El iluminado público les pareció escaso -una luz amarillenta colgaba de un cruce de cables- y el clima les resultó caluroso para la época. Se detuvieron junto a un puesto de diarios. Después, se acercaron a la vidriera de un negocio. La publicidad de una plancha les causó gracia y sin querer se rozaron las manos. Enseguida, sus cabezas se acercaron y se dieron un largo beso. Los dos lo venían ansiando. La intimidad los animó y a partir de ese momento actuaron con seguridad. De pronto, se tomaron un remís hasta Lomas. Amanda alquilaba un terreno angosto y arbolado sobre la calle Ottawa. En el fondo había una casa con techo de chapa.

***

Baeza se levantó y entró al baño. Amanda se acomodó el pelo con las manos y preparó mate. Estuvieron un rato en silencio, hasta que ella le preguntó por la pesadilla. Baeza respondió una vaguedad. En sus rasgos conservaba algo de niño. Hacía dos años que había entrado como bombero en el cuartel de la calle Ameghino, en Avellaneda.

Esa mañana, como los dos estaban libres -Amanda llevaba un tiempo desocupada-, se tomaron las cosas con calma. Antes de las 13, Baeza se tomó un colectivo en la avenida. Había programado pasar por lo de su madre para revisar una pérdida en el inodoro. Su ocupación, en realidad, era la plomería. Ejercía esa actividad desde joven. Tenía una habilidad natural para esas cuestiones y, en cierta medida, sentía lo mismo con su condición de bombero, eran dos aspectos de un mismo asunto. Él los llamaba oficios complementarios.

***

Ese mismo día, pasadas las 21, Baeza visitó el cuartel de la calle Ameghino. Estaba de buen ánimo y decidió saludar a la guardia. Por lo general, quedaban apostados dos efectivos, pero ese viernes había cuatro. Por aquellos años, el grupo era unido y usaban la sede como punto de encuentro. Hablaron generalidades hasta que a las 22.30 recibieron un llamado. En el barrio de Saavedra -Republiquetas entre Estomba y Rómulo Naón- se había desatado un incendio en una clínica psiquiátrica. No les correspondía por la zona, pero había varias dotaciones en el lugar y no conseguían controlar las llamas. Se acomodaron en el camión y partieron. Sabían manejar el vértigo que suponía entrar en acción, meterse de cabeza en una tragedia, pero esta vez todo fue distinto: un marcado nerviosismo esmaltaba los diálogos. Todos lo advirtieron; sin embargo, no lo tomaron en serio. Simplemente lo dieron por sentado, como se da por sentado el aire o la articulación de un brazo. Hacía dos meses que no enfrentaban un incendio, y la tranquilidad se transforma en hábito. Cruzaron la ciudad como una exhalación. A pesar de que era viernes, el tráfico estaba liviano. Suponían que la situación era grave por la información que les había llegado, pero nunca imaginaron el pandemonio que los esperaba.

Las otras dotaciones trabajaban con mangueras de alta presión, escaleras hidráulicas e hidroelevadores. El incendio era incontrolable. Se había iniciado en el tercer piso por un problema eléctrico. La propagación hacia todas las dependencias había sido inmediata. Varios factores incidieron para que el evento se convirtiera en catástrofe: algunos pacientes estaban sedados; otros, encerrados en sus habitaciones; unos pocos -los incontrolables, según informaron- atados a sus camas. Antes de la medianoche, dos internos se tiraron de la terraza. Media hora más tarde, una enfermera saltó del cuarto piso envuelta en un colchón. Los tres murieron en el acto.

A la una, los bomberos hicieron el primer intento de entrar al lugar. Un escape de gas hizo que todo ardiera con renovados bríos y retrocedieron. En la maniobra, Baeza quedó entre dos cortinas de fuego, pero no murió quemado: una viga le partió el cráneo. Al amanecer, los rescatistas encontraron su cuerpo. Además de esta baja, el panorama era desolador. 78 muertos. Más de 150 heridos. Las acusaciones cruzadas no se hicieron esperar, pero la causa siguió abierta por décadas.

Nueve meses más tarde de aquella noche, Amanda Cruz dio a luz un varón. Fue el fruto de su efímera relación con Baeza. Le anotó con su apellido y lo llamó Anselmo. Le gustaba el nombre y además uno de sus abuelos se había llamado así.

***

Por un conocido, entró como overloquista en una textil. Trabajó en la fábrica seis años: era responsable y dedicada. De pronto, la economía del país se resintió y la empresa reestructuró. Su jefe, un hombre de sinceros ojos claros, le notificó el despido. No es decisión mía, le dijo. Amanda lo miró como si no entendiera el idioma. Cobró lo que le correspondía y se fue. En apariencia, nadie era responsable de nada. La lógica del mundo había dispuesto que ella cayera de rodillas. Podría haberse salvado, pero le tocó la desgracia. En una existencia inestable, la intuición es el principal estímulo. Ella procuró seguirlo en todo momento. Buscó trabajo con toda su voluntad. A pesar de que bajó sus pretensiones, no tuvo suerte. Cuando la situación se tornó desesperante, su decisión fue categórica. Me separo de Anselmo, dijo. Con ese acto cumplía dos objetivos: preservar a su hijo de la miseria y castigarse por el fracaso.

***

Le dio el chico a su hermano, peón de campo. El hombre, alto, delgado y seco, se lo llevó sin decir palabra. Tenía un andar bamboleante y la cabeza cubierta por una boina vasca ajada por el sol. Anselmo era un crío. Lloró todo el viaje y en la estancia siguió con la pena. Pero en el momento en que se creyó morir, algo en él cambió. Sin saber por qué, se mordió los labios. En adelante, porfiado como un buey, se aferró a la vida. Su tío, que lo quiso como a un hijo, le sirvió de modelo.

A los 19 años, Anselmo arreaba ganado, desmalezaba y mantenía los alambrados. La llanura, con su monotonía, fue clave en su formación. Se sabía inteligente y respetuoso de las jerarquías. Por eso -al margen de palabras y entendimiento- interpretó que los recuerdos de infancia eran veneno para su alma. Para él, el abandono de su madre y la ciudad eran la misma cosa. De hecho, murió sin haber visto jamás el obelisco ni las populosas avenidas.

***

En 2005, formó parte de la partida que llevó un rebaño de Herefords a un remate de hacienda. Nunca había asistido a un evento igual. Lo entusiasmó la posibilidad de ir, pero en el camino, receloso por naturaleza, se retrajo. Llegaron al establecimiento de Francisco Xavier Acevedo entrada la mañana. Tres peones acomodaron los animales en un corral. En unas horas, empezarían las ofertas.

Hecho el trabajo, matearon bajo un tinglado. Frente a ellos desfiló el mundo: gauchos con ponchos, productores de bota corta y empleados de frigoríficos. Para todos, la subasta era una fiesta. Se notaba en las charlas y hasta en la forma de montar. La venta duró dos días. En el primero, ocurrió un imprevisto: un ternero destrozó una tranquera. No había manera de pararlo. La reacción de Anselmo fue inmediata. Lo golpeó con un madero. El animal, lejos de calmarse, lo embistió con furia. El peón quedó despatarrado en el corral, cubierto de bosta.

Los organizadores manearon al novillo y el asunto no pasó a mayores, pero Anselmo se sintió ultrajado. Algo en su ánimo se rompió. Luego de un momento de perplejidad, se liberó su verdadero carácter. Por eso, al día siguiente, pasó lo que pasó.

En el cierre del remate, hubo alcohol. La gente quería divertirse. Un gaucho de Pergamino se emborrachó y se puso pendenciero. Trajo a cuento el episodio del ternero y largó una risotada. Anselmo se le fue encima, pero sus compañeros lo contuvieron. Hubo gritos y se revolearon botellas. Nunca faltan encontrones cuando un pobre se divierte, dijo un peón para descomprimir.

La noche siguió su curso. El asado y las guitarreadas hicieron que el mal momento se olvidara, pero ante del amanecer, el provocador volvió a las andadas. La escena se dio junto a un fogón. Todos estaban cansados. O bebidos. O con ganas de que el tipo escarmentara. El asunto fue que nadie se interpuso cuando Anselmo lo atacó. El movimiento fue breve. Estiró el brazo derecho y lo retrajo. En la mano sostenía un cuchillo dentado. Cuando vio el cuerpo en el piso, reculó y soltó un insulto. Después se trepó a un caballo, a un tordo de crin corta, y se dio a la fuga. Por segunda vez, nadie lo retuvo.

La policía lo encontró en un fachinal. Se acercaron en absoluto silencio, pero los delató un chajá. Anselmo, entonces, se arrancó la ropa: quedó desnudó como un cristo. Demostró así que pelearía sin tretas. Lo apuntaron con armas de fuego y le dieron la voz de alto, pero su locura pudo más. Lo hirieron en el hombro, en el antebrazo y en la palma de la mano izquierda. Desvanecido, lo arrojaron en la caja de una F 100.

La primera parte de su condena la pasó en la UP 24; la segunda, en Sierra Chica. Salió y era otro. Con otro olor. Más callado, casi mudo. En el campo, lo recibieron con afecto. Su tío le dio un largo abrazo. Le dijo que ahora cumpliría otro rol, sería puestero. Anselmo agradeció y se acomodó en un rancho en el norte de la estancia. La llanura, y no la cárcel, terminó por asentarlo. Su cuerpo se hizo macizo y su andar, lento.

En un baile, al que fue porque le insistieron, conoció a una mujer. Al rato estaban amancebados. Después de un año tuvieron un hijo. En esa época, imaginó que había corregido el pasado, y sin poder explicárselo entendió que vivía en un presente perpetuo. Se consideró feliz, aunque no lo era en absoluto: un día del porvenir cifraba su identidad y este hecho pervivía en él. No tenía idea de lo que le esperaba, pero sospechaba que su destino tendría un vuelco. De hecho, a partir de aquel momento, todas sus decisiones lo conducirían a ese momento definitivo. Lo primero que hizo fue acercarse a la comisaría. Tomaba mate y jugaba a las cartas. Aunque resulte contradictorio, su condición de ex presidiario lo hermanaba con los subalternos. La gente empezó a llamarlo sargento, y él, con un sobreactuado gesto de suficiencia, decía que sí con la cabeza. Pero un diciembre las cosas tomaron otro cariz: un decreto provincial creo un organismo, vago en empleo y jurisdicciones, llamado policía rural. Anselmo Cruz fue uno de los primeros integrantes. Su actuación en dos procedimientos lo hizo sobresalir. Uno fue un abigeato que terminó a los tiros; el otro, una usurpación de campos. En los dos casos, el desempeño de Anselmo fue el de un valiente. Lo admitieron sus compañeros, los vecinos y sus jefes. Él se limitaba a cumplir con lo que consideraba su deber. Seguía igual de callado y con las mismas costumbres.

Un día de junio recibió una orden infrecuente: tenía que acompañar a la policía local. Perseguían a un tal Gauna. Había matado a un moreno en el umbral de un prostíbulo y a un hacendado pampeano de apellido Murano. Habían sorprendido a Gauna en un control vehicular en la ruta y se había dado a la fuga. Ahora estaba acorralado en un galpón cerca de la capital. Cuando Anselmo llegó al lugar, el asunto estaba tan complicado -la cantidad de efectivos era un despropósito- que el criminal aprovechó la confusión. Sustrajo las llaves de una Suran y, con toda discreción, atravesó el cerco policial. Anselmo, que estaba a la sombra de un paraíso, vio la escena y le pareció extraña. Sin dar cuenta a nadie, subió a un móvil de su destacamento y comenzó una discreta persecución.

En capital, precisamente en un semáforo de Avenida del Tejar, interpeló a Gauna. Fue repelido a balazos. Anselmo informó la situación por radio. A los veinte minutos el asesino estaba acorralado en un predio de la calle Estomba, en el barrio de Saavedra. A metros de esa propiedad, Ray Baeza había perdido la vida en el incendio del neuropsiquiátrico. Anselmo no recordaba el nombre del lugar, pero, entreverado en la violencia, con una extraña inquietud creyó reconocerlo.

El intercambio de disparos era esporádico, los contendientes reservaban la violencia. Sabían que el tiempo era el quid de la batalla. Anselmo, siempre atento a las oportunidades, aprovechó un descuido y se filtró al refugio de Gauna. Lo acompañaban dos hombres. El interior estaba oscuro, pero dieron enseguida con el prófugo. La balacera fue confusa y los hombres cayeron malheridos o muertos. Al cabo de unos minutos quedaron solo los protagonistas, y sus armas humeantes, acaso descargadas. En ese preciso momento, cuando parecía que todo estaba perdido, Anselmo, que desde hacía tiempo se encaminaba hacia aquella circunstancia, creyó entender, de un momento y para siempre, quien era de verdad. Entonces, tomó aire y dio dos pasos atrás, como si alguien, distinto al hombre que tenía frente a sí y al que apenas conocía, lo hubiera asustado. Se dijo que cada destino es firme y personal, y que no hay forma posible de esquivar el propio. Comprendió -o, por lo menos, eso le pareció- que el sosiego y la templanza eran cuestiones peores que la muerte. En ese preciso instante fue cuando se arrancó las charreteras y la insignia y lanzó un aterrador gritó de guerra, algo inhumano que le costó reconocer como propio. Después, volvió a tomar una bocanada aire y clavó sus ojos en Gauna. Sin decirse una palabra, treparon por una escalera que daba a una terraza. La idea de ambos, jamás formulada, era aguantar, juntos y a pie firme, la escena final que la fatalidad les tenía reservada.