—Todavía no llegó nadie —me dice parada en el umbral, debajo de la luz y sin el más mínimo rastro en la pronunciación que haga pensar que estuvo diez años en España.
Le muestro la botella y dice: —Pasá.
La miro y busco algo de aquellos rasgos debajo del maquillaje; algo en la mandíbula angular ligeramente definida, en la nariz recta; en el pelo que, si bien no es aquel castaño claro, el rubio platinado de ahora también hace que resalten sus ojos verdes.
Entramos.
Atravesamos el comedor y veo la larga mesa preparada. El mantel que hace juego con las servilletas, los cubiertos prolijos y acomodados al costado de los platos blancos, las copas altas, elegantes.
Todo alrededor tiene el brillo, el olor y el encantamiento de las cosas nuevas.
—Por acá —dice.
La sigo.
La cocina es amplia. En el medio hay una isla con dos butacas aerodinámicas con el pie de hierro grueso, cromado. En un rincón está la heladera. Es grande, es plateada y no tiene imanes pegados en ninguna de las dos puertas, solo en la de la derecha hay empotrado un dispenser de hielo y agua.
En paredes blancas hay solo una repisa con copas que cuelgan enganchadas y un reloj de plástico sin números, sin segundero, adelantado cinco minutos.
Apoyo la botella de vino tinto sobre la mesada y ella desde el celular pone música.
—¿Te gusta? —pregunta.
Quisiera decirle que me encanta Edith Piaf. Quisiera contarle que los soldados alemanes, durante la segunda guerra mundial, dejaban de pelear para escucharla cantar, pero no. No lo digo. Solo muevo la cabeza y pienso que seguramente lo sabe. Que debe haberlo escuchado miles de veces de su papá, de sus abuelos.
Ella abre el primer cajón de la alacena y saca un descorchador.
Por el ventanal veo el jardín con el césped recién cortado; el agua transparente de la pileta oculta un fondo color jengibre y el cielo es violáceo, expectante.
Ella descorcha el vino de un tirón y me pide que descuelgue dos copas. Lo hago y las pongo sobre la mesada, juntas, tan cerca una de otra que cualquiera podría confundir los bordes. Ella sirve un poco, apenas un poco de vino en cada copa. Después, se apoya en el mármol, de espalda a la puerta vidriada, al jardín, a la pileta, al cielo.
Lleva puesto un vestido negro con los breteles atados en la nuca, el pelo apenas húmedo, los aros enormes y los ojos verdes con eso que tienen sus ojos verdes cuando la pupila se dilata.
Agarro una copa y se la doy. Toma un sorbo largo.
La miro mejor. Quizás haya algo debajo de esa piel que ostenta un dorado artificial. Quizás. Pero la verdad es que no encuentro nada. Nada de aquella nena con la que compartimos el jardín de infantes, de la que en la primaria se sentaba en los primeros bancos, de la que llenaba la carpeta con figuritas de Sarah Key y, años después, ya promediando el secundario, iba a ser esa chica que nunca se iba a abotonar la camisa hasta el cuello, esa chica con la que compartiríamos cigarrillos, esa chica que solo me prestaría los resúmenes a cambio de que le grabe cassettes con canciones de rock nacional. «Las conocidas», decía. «Grabame las más conocidas, no esas que escuchás vos», decía.
Ahora, toma otro sorbo y deja la copa en la mesada. No tiene las uñas pintadas. Apenas bien cortadas, prolijas, redondas. Son los dedos de las manos que, según voy a saber después, cuando lleguen todos, después, cuando estemos sentados, comiendo, hablando, riendo, a veces atentos, a veces no, pero ahí, escuchándola a ella, voy a saber que sus manos son manos que lucharon acá y en España, son manos que acariciaron, manos que supieron llevar un anillo dorado, manos que alzaron una hija que eligió quedarse allá, con el padre. Manos que ahora, de vuelta acá, solo piden un poco de vino tinto.
Ella alza la copa. La hace girar mientras mira el vino y antes de que tome un sorbo acerco mi copa, apenas. Un brindis mínimo. Un ruido de bordes que se esconde detrás de la voz de Edith Piaf, detrás de los golpecitos del reloj marcando los segundos.
—¿Por qué? —dice ella.
—Por nosotros —digo.
—No me arrepiento de nada.
—¿Cómo?
—La canción. Así se llama la canción.
Toma un sorbo; yo también.
Después, ella habla. Habla de Barcelona, de Ibiza, de Alicante. De veranos tibios y navidades con nieve. Habla de tranquilidad económica y de seguridad en las calles. Habla, y mientras habla, pienso en los días de la primavera en la ciudad deportiva, en la casa de Fisherton, la de Silvina, donde hacíamos los asaltos en el garaje del fondo. No necesito cerrar los ojos para verla bailar lentas toda la noche con Luciano, con Daniel; para verla subir al escenario del salón de actos con el paso seguro, la bandera alta y la pollera corta; para verla usando lentes negros que esconden ojos rojos; para verla vomitando a la salida de Grisú.
Nos quedamos en silencio. Vacío la copa. Ella apoya los labios en el vidrio y si toma son solo gotas. Después se pasa lentamente la lengua como asegurándose que el labial siga ahí. Apoya la copa sobre el mármol y frunce la cara en un gesto común y corriente. Un gesto que cualquiera hace cuando el pensamiento es profundísimo, pero claro, a ella le queda mejor. Pienso en decírselo pero ella dice: Se extraña. Se extraña mucho.
Inmediatamente después me pide que le cuente algo.
—Algo de vos, de tu vida, de cómo te fue en todos estos años —dice y se para frente a mí.
—Lo normal —digo.
—Lo normal es aquello a lo que nos acostumbramos —dice y por un instante la veo más alta que yo. No sé si son los tacos, o esa postura que heredó de sus antepasados alemanes, (esa postura que, según las películas, los hace ver seguros, indestructibles, una raza superior) pero por un instante la veo más alta que yo.
No tiene pulseras, ni cadenas, mucho menos medallas. Solo los ojos verdes que opacan los enormes aros plateados y la seguridad que dan las batallas perdidas.
Apoyo la copa en la mesada, muy cerca de la copa de ella que tiene una línea roja que va desde el borde hasta el pie. Es una línea fina, ligera. Como la sangre que brota al hurgar una cascarita.
Suena el timbre. Es un ruido metálico pero a mí me suena como la campana del colegio cuando anunciaba que terminaba el recreo.
—Ya están llegando —dice.
Termina otra canción de Edith Piaf cuando la veo irse. Miro sus zapatos. Quisiera poder ver aquellos zapatos con una tirita negra que abrazaba el tobillo y terminaba abrochada a un botón.
Pero no.
No son.
Estos zapatos son otros.
Estos hacen juego con el vestido extremadamente corto, con el tatuaje en el borde de la cintura que amenaza con escaparse.
Quizás sea un tribal, no alcanzo a distinguirlo y entonces, antes de salir de la cocina, ella gira.
Me mira.
La miro.
El lunar, la sonrisa y el iris dilatado de sus ojos verdes, por un segundo, se alinean y puedo ver ese gesto que siempre hacía, y entonces ya no me importa que se esté terminando el vino, ni el ruido del reloj, ni la voz de Edith Piaf.
Pero es tan efímero el gesto, que apenas si puedo retener la imagen, y mientras se va la pienso con el blazer bordó de todas las mañanas, o con el vestido blanco la noche de la graduación, o la vez que cruzó las piernas mientras yo daba una lección de geografía, o cuando en los recreos me pedía un mordisco del alfajor y mordía más, mucho más de la mitad.
@cristiansbautista