Javier Milei había prometido en campaña cerrar el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales porque “genera déficit”. Mintió, pero hasta ahí: de aprobarse la Ley Ómnibus que envió esta semana al Congreso, el organismo seguirá con las puertas abiertas, pero con sus facultades limitadas y un presupuesto ajustadísimo, en tanto elimina el ingreso que hasta ahora recibe por parte del Enacom (el 25 por ciento de su recaudación) y deja como principal fuente de financiamiento el 10 por ciento de cada entrada vendida en salas, además de otros aportes menores. Entre otras delicias, la normativa se carga la cuota de pantalla favorable al cine argentino, modifica el régimen de funcionamiento del Instituto reduciendo el Consejo Asesor de once a ocho miembros –todos designados a discreción por el director del organismo–, dificulta el acceso a subsidios a las productoras más pequeñas y pone en peligro la continuidad de la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC), que tiene sedes en todo el país, el Festival de Mar del Plata y el mercado Ventana Sur.

La noticia cayó como una bomba en el centro de una comunidad que ya siente que los problemas del presente son dignos de una película de Disney al lado de los que podrían venir. Desde la sanción de la Ley de Cine de 1994 –la única política de Estado destinada al audiovisual–, el cine argentino fue adquiriendo una riqueza en su variedad que lo llevó a la elite del circuito internacional y le permitió obtener desde nominaciones al Oscar (tres en los últimos quince años, incluyendo el triunfo de El secreto de sus ojos) hasta premios en los principales festivales del mundo. La llave para ese acceso no fue otra que una serie de mecanismos de financiación pública que, de aprobarse la normativa, dejarían de existir tal como se los conoce.

Trenque Lauquen, de Laura Citarella.

Pero el motivo de este texto es repasar un 2023 en el que el cine argentino mantuvo gran parte de sus costumbres. Las buenas, como entregar no menos de 20 películas de buenas para arriba, una cifra notable para un país de la envergadura económica y demográfica de la Argentina. Y también las malas, entre las que se destaca el caos imperante al momento de intentar que esas películas encuentren su público. Ya habrá tiempo de ocuparse del 2024, cuyas perspectivas para el cine nacional y de todo aquel no proveniente de los grandes estudios de Hollywood son tan oscuras como el cielo en los minutos previos al amanecer.

Cómo (no) ver cine argentino

Si ese piso de 20 películas siguió firme, también lo hicieron los problemas en materia de distribución, exhibición y (falta de) articulación con las plataformas tanto en términos contributivos -el reclamo de que aporten al Fondo de Fomento Cinematográfico no consiguió pasaje para el ómnibus del libertario- como en su relación las salas. Que las primeras áreas hayan sido caóticas no debería sorprender a nadie, porque hace tiempo que sus falencias dejaron de ser circunstanciales para devenir en endémicas. El 2023 fue otro año con una cantidad similar de estrenos internacionales (230) y nacionales (240), según estadísticas del INCAA. Para la mayoría de estos últimos, la posibilidad de proyectarse en una pantalla grande se limitó a, con suerte, un par de semanas en el Cine Gaumont, unos meses con funciones semanales en el Malba o un puñado de pasadas en la Sala Lugones del Teatro San Martín, para luego desaparecer de la faz de la Tierra o terminar silenciosamente en Cine.ar, cuya continuidad también es una incógnita.

La única buena noticia en materia de exhibición llegó en julio con la reapertura del histórico Cine Arte, rebautizado Cine Arte Cacodelphia, cuyo criterio de programación apuesta a la calidad de las películas, independientemente de su procedencia: en las tres salas ubicadas en el subsuelo de Diagonal Norte y Corrientes pueden convivir a la par películas argentinas, europeas y norteamericanas. En tiempos en los que los multicines ceden sin sonrojarse la mitad (o más) de sus pantallas a un mismo tanque, la creación de un circuito más amplio y con espaldas suficientes para bancarse los años que lleva fidelizar al público es un camino posible. Siempre y cuando la oferta de estrenos no esté integrada solo por superproducciones, desde ya.

El método Tangalanga, de Mateo Bendesky.

Pero no hay circuito capaz de surfear un cronograma de estrenos nacionales armado por el Maligno: en el mundo podrán cambiar muchas cosas, pero no que se acumulen semanas con un mínimo de cinco novedades argentinos, los anuncios de lanzamientos dos días antes del jueves correspondiente y la aparición fantasmal de películas de las que nadie se entera –ni siquiera la prensa especializada– y que tienen a productores más interesados en cobrar los subsidios que en que sus trabajos sean vistos por la mayor cantidad de público posible.

La inflación pulveriza toda proyección económica posible, especialmente en aventuras que pueden estirarse durante años como la realización audiovisual. De allí, entonces, la proliferación de películas con no más de media decena de actores, un par de locaciones casi siempre interiores (porque exteriores es más caro) y metrajes que apenas superan los sesenta minutos. De allí, también, que la contratación de extras sea un lujo que puede darse el muy selecto grupo de producciones respaldadas por alguna plataforma de streaming. Su consolidación como actores fundamentales en el financiamiento del cine argentino con aspiraciones comerciales y la búsqueda de algunas de ellas de un modelo que incluya a las salas como punto de partida para el negocio conformaron uno de los aspectos más novedosos del año que se va.

De plataformas y mundiales

La cuota de mercado de las películas locales en 2023 araña el diez por ciento, es decir, que sólo una de cada diez entradas vendidas fue para una producción argentina. Si bien suena a poco, esa variable suele moverse alrededor de esa cifra desde hace una década, a excepción de los pandémicos 2020 y 2021, mientras que en 2022 la cuota fue del ocho por ciento. Para orillar los dos dígitos fue fundamental el empuje de Muchachos, la película de la gente Elijo creer, que con sus casi 1,3 millones de tickets (861 mil la primera; 435 mil la segunda) inyectaron vida a las salas durante ese mes históricamente aletargado que es diciembre.

Pero son dos películas tan excepcionales como la obtención de la tercera estrella mundialista que las generó. En tiempos de multiversos, vale imaginar uno donde Dibu Martínez no le pone la pierna al bombazo de Kolo Muani en el último minuto de la final, la Argentina pierde contra Francia, esas dos películas no existen y las salas atraviesan el páramo de diciembre esperando los primeros estrenos fuertes de 2024. ¿Qué ocurriría en ese escenario con la cuota de mercado del cine nacional? Tocaría uno de sus puntos más bajos del milenio.

Blondi, de Dolores Fonzi.

Las estadísticas del INCAA afirman que la película argentina más vista del año fue Muchachos, la película de la gente , seguida por La extorsión (547 mil espectadores), Elijo creer, la sorprendente Cuando acecha la maldad (266 mil, récord para el cine de terror nacional), Casi muerta (154 mil) y Puan (127 mil). Ya con menos de cien mil espectadores, completan el top ten No me rompan (96 mil), Blondi (72 mil), El método Tangalanga (42 mil) y La uruguaya (40 mil). Sacando las dos películas mundialistas y Puan (que obtuvo el apoyo de Amazon Prime Video luego de haberse filmado), la nómina tiene mayoría de producciones apoyadas por alguna plataforma y hasta una hecha por fuera de los circuitos tradicionales (La uruguaya, realizada por Orsai producciones a través del financiamiento colectivo de miles de aportantes).

Protagonizada por Guillermo Francella, La extorsión fue una producción de Particular Crowd, 100 Bares e Infinity Hill en asociación con Cimarrón. Particular Crowd es propiedad de Warner Media y nutre el catálogo de HBO Max, donde la película desembarcó un par de meses después de su paso por los cines. Cuando acecha la maldad, por su parte, tuvo el apoyo de Shudder, un servicio de streaming especializado en cine de terror que opera en Estados Unidos, mientras que Casi muerta y El método Tangalanga fueron apuntaladas por Star+ y Blondi, por Amazon Prime Video. Si bien no participó directamente de la producción, No me rompan tenía asegurado su pasaje para integrar el catálogo el catálogo de Netflix.

Hay dos problemas con ese escenario. El primero es qué ocurriría si esas empresas –todos conglomerados internacionales y con múltiples unidades de negocios– deciden apuntar sus cañones hacia las series o simplemente bajarles el pulgar a los largometrajes. Una situación que ya se da con el sello Particular Crowd, que a lo largo de 2022 había estrenado Ecos de un crimen, Un crimen argentino y En la mira, todas entre las diez más vistas del año, pero actualmente no tiene películas en desarrollo ni estrenos pautados para 2024.

El segundo radica en que cada plataforma se relaciona de manera distinta con las salas. Vale recordar que los exhibidores exigen un periodo de exclusividad de 45 días antes de que una película llegue al streaming. Si no ocurre, las empresas de capitales extranjeros, como Cinépolis, Showcase y Cinemark/Hoyts, no la proyectan, tal como pasó el año pasado con Argentina, 1985. Amazon pareció cambiar de estrategia con Blondi, a la que le dio tiempo de sobra para que tuviera una muy buena perfomance comercial en salas. En esa misma línea se mueve (¿se movía?) Warner/HBO Max y Mubi, pero no Netflix ni Paramount+.

La N roja, por ejemplo, optó por un estreno testimonial en salas de Elena sabe un par de semanas antes de llegar a la plataforma aun cuando el potencial comercial de la adaptación de un libro de Claudia Piñeiro con dos actrices de fuste (Mercedes Morán y Érica Rivas) como protagonistas y una directora reputada (Anahí Berneri) era enorme. Lo mismo pasó con El rapto. La película de Daniela Goggi da vuelta como una media su materia prima (el libro El salto de papá, del periodista Martín Sivak) para indagar en la post dictadura a través de los avatares que sufre una familia a raíz del secuestro de uno de los hijos del patriarca, dueño de una financiera. A ese tema atractivo se suman un plantel actoral encabezado por Rodrigo de la Serna y la buena repercusión en su excursión por festivales internacionales.

El juicio, de Ulises de la Orden.

¿Qué hizo Paramount+? Lo mismo que en 2022 con El gerente: la estrenó en las salas de una cadena de cine nacional solo unos días antes de su desembarco en un servicio de streaming que no tiene el alcance ni el volumen de usuarios de las otras, marginándola casi al olvido. Así como sin el título de la Scaloneta la cuota de mercado de la producción local hubiera sido bajísima, con Elena sabe y El rapto teniendo un estreno acorde a la envergadura de cada una la foto hubiera sido muy distinta. Algún tipo de alianza con esos servicios para potenciar el cine argentino puede ser un abrigo (finito, pero abrigo al fin) para pasar el invierno.

Lo mejor del año

Pero el cine es mucho más que números y las películas, mucho, pero mucho más que una mercancía. Es bajo esa lógica donde la bandera celeste y blanca puede flamear bien alto y con la tranquilidad de que, en materia creativa, ese corpus inmenso, variado e imposible de rotular conformado por los 250 largometrajes estrenados en los últimos doce meses sigue teniendo puntos altísimos. Como Trenque Lauquen, de Laura Citarella, elegida por la prestigiosa revista francesa especializada Cahiers du Cinéma como la mejor película del año y definida por la periodista Paula Vázquez Prieto en el suplemento Radar como un film “riguroso, fascinante y arriesgado, lleno de hallazgos y pequeñas conquistas de la ficción”. O esa “película-matrioshka”, como la catalogó Luciano Monteagudo en su crítica, llamada Los delincuentes, de Rodrigo Moreno, que desde su paso por el Festival de Cannes viene cosechando elogios en cuanto país o festival se exhiba.

¿Quién dijo que no hay buenas películas de género en la Argentina? En 2023 hubo lugar para la comedia, con la singular e imprevisible Arturo a los 30, de Martín Shanly, la bienvenida reivindicación de la puteada que ensaya el realizador Mateo Bendesky en El método Tangalanga y Puan, donde Benjamín Naishtat y María Alché se toman en sorna el esnobismo de quienes se piensan superiores por haber leído más que otros pero proponen un desenlace que parece adelantarse a los tiempos de represión y recortes que vendrán. Por otro lado, el cine de terror tocó un techo histórico con la notable Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna, que logró apropiarse de un concepto universal de este tipo de relatos (la presencia del Mal como ente ubicuo y listo para atacar) para devolverlo a la pantalla tamizado por componentes de indudable raigambre local.

Y hablando de local…en Cambio cambio, el joven Lautaro García Candela toma como punto de partida la compra y venta de dólares ilegal para un trepidante thriller financiero, una película hecho por momentos en modo guerrillero que habla sobre la viveza y que resulta imposible imaginarla en un ámbito urbano distinto al que transcurre. Lo local y lo universal conviven en Blondi, en la que la directora y protagonista Dolores Fonzi parece haber visto las películas de Greta Gerwig, y en la revulsiva y ultra incómoda Estertor, dirigida a cuatro manos por Sofía Jallinsky y Banavih Marinaro, quienes indagan en los pliegues más miserables del ser humano a través no de un grupo de millonarios en un yate de lujo, sino de un conjunto de laburantes a cargo de cuidar a un genocida postrado en su cama a raíz de una enfermedad.

 

Casi la mitad de las producciones locales cosecha 2023 fueron documentales. Dos de ellos se destacaron por sobre la media. Uno es El villano, de Luis Ziembrowski y Gabriel Reches, que parte de una premisa ultra transitada en los últimos años –el director/ protagonista intentando desenredar su pasado para descubrir las aristas ocultas de una figura ausente, en este caso su padre– para entregar un viaje en carne viva hacia las entrañas del duelo y de todo aquello silenciado durante décadas. El otro es El juicio, de Ulises de la Orden, que desnuda como pocas veces antes los horrores de la dictadura a lo largo de tres horas armadas con parte de las 530 horas de grabaciones del Juicio a las Juntas Militares realizado entre abril y diciembre de 1985. Si bien sus aportes van mucho más allá de los límites de la pantalla grande, al punto de que debería verse en cuanto institución educativa exista, El juicio solo se exhibió en el Malba y en algunas esporádicas funciones especiales. Es, pues, un síntoma de lo que ocurre cuando se piensa que el proceso de una película termina una vez que se monta la última escena.