El cuento por su autor
Los Lispector eran nuestros vecinos. Como las otras casas de la cuadra, en Paraná, la nuestra tenía una puerta cancel, dos balcones con rejas negras y una pieza al lado de la otra que daban a una galería. En el patio había un toldo rayado blanco y verde: cuando llovía se formaban globos en la lona y un chorro de agua bajaba oscureciendo la medianera. Al fondo estaba la higuera que caía sobre el patio de los Lispector y un galponcito donde amontonábamos sifones vacíos, unos bancos rotos, bolsas de arpillera, diarios. En las noches de verano sacábamos los colchones para respirar el aire fresco. Prendíamos un espiral sostenido por un escarbadientes incrustado en una papa pero los mosquitos no nos daban tregua y amanecía toda picada, ahí donde no me tapó la sábana. Si tocaban timbre o aparecía una visita inesperada, de esas que venían sin llamar mamá decía: “quién será” aunque no podía ser otra que la señora Lispector para pedir un poco de azúcar mientras nos apurábamos a esconder la ropa de cama.
Quizá esa vecindad con los Lispector me impidió siempre relacionar el nombre de Clarice con su apellido. Sabía que su familia emigró de Tchetchelnik, Ucrania para instalarse en Recife. Sabía que al llegar a Brasil, cambiaron sus nombres de pila judíos por otros portugueses. Sabía que Clarice tenía una hermana con una prosa tan diferente de la suya como suelen serlo las nieves ucranianas y las playas nordestinas. Clarice -en cuya obra no hay casi menciones a la cultura judía y cuya mitología responde, incluso, a la del Nuevo Testamento- retornó a un mundo más primitivo, aún a riesgo, como ella misma dijo, “de aplastar con palabras las entrelíneas”. De ahí salió esta historia.
Clarice
Cuando se publicó el anuario busqué la foto de Sonia. Temía no encontrarla y, por cierto, no estaba. Caras olvidadas, o que solo percibía en forma vaga, aparecieron como por arte de magia. Si no hubiera escuchado a Clarice, pensé, las cosas serían diferentes. Recuerdo lo que pasó como si fuera ayer. Ese verano llegué al pueblo para hacer un relevamiento de los libros provenientes de Ucrania. La bibliotecaria había mandado varias cartas que advertían sobre la pérdida de un valioso patrimonio y el gobierno, atento a mis conocimientos de ruso, aprobó los gastos del viaje. Después de instalarme en el hotel salí a recorrer las calles. Conservaban el trazado del agrimensor francés contratado para diseñar uno con apariencia europea. Desde la plaza central -inspirada en L’ Étoile- partían diagonales que le daban la forma de una estrella. Cerca estaba la sinagoga, una construcción blanca, casi oculta por caldenes y espinillos. En el cementerio, un gaucho con botas y chambergo me condujo por un camino de lajas: ahí estaban las tumbas de las cincuenta víctimas del tifus. Bebí té con descendientes de los primeros colonos. El intendente me recibió en la sede del municipio. Conocía el motivo de mi visita y se manifestó preocupado por el destino de los libros.
–Están en el museo –dijo.
Era una casa tipo chorizo, a diez cuadras de la plaza. Un zaguán largo, con piso de mosaicos, desembocaba en una sala de techos altos, con vigas de madera. Al entrar, vi un lanzallamas para espantar la plaga de langostas. Un maniquí con un vestido de novia. Pupitres tallados en madera. Libros de una cooperativa agrícola con la inscripción: “Trigo- Canje -Harina”. Pese a la altura del techo, el sol calentaba las paredes y el piso de mosaicos. Al fondo, oculta detrás de un escritorio, estaba Sonia. Tenía entre cincuenta o sesenta, no podría precisarlo, la luz no era muy buena. Pálida, casi blanca, el pelo raleaba sobre su cabeza y los anteojos de aumento agrandaban sus pupilas.
Nos presentamos.
Repetí su apellido.
Me corrigió.
Se quedó adonde estaba, como un animal detrás del alambrado. Me indicó una silla. Por debajo del escritorio asomaban sus piernas enfundadas en un pantalón a cuadros. Las paletas de un ventilador de pie, a sus espaldas, arrojaban un aire denso, pegajoso. Sonia se levantó, corrió una cortina con cagadas de moscas y me invitó un té. Agradecí. Puso una pava sobre el calentador eléctrico.
–Ya era hora de que alguien apareciera –dijo con tono de reproche–. Los libros se están pudriendo en los estantes. La última lluvia… –Bajó unas tazas percudidas de una repisa. Tenía las manos blancas no muy limpias, y con las puntas de los dedos manchadas de tinta–. Nadie valora estas joyas y yo… –su voz se apagó con el silbido de la pava.
–Estaba conociendo el pueblo – me excusé.
Elogié el lanzallamas para espantar langostas, el maniquí con el vestido de novia, los registros de la cooperativa. Ella se secó unas gotas de transpiración con el dorso de la mano, puso un saquito de té en cada taza, volcó el agua, acercó una azucarera. Bebimos en silencio.
–Si te parece arrancamos mañana –dije, mientras depositaba el plato sobre el escritorio.
Asintió con un movimiento de cabeza.
Volví al otro día. Al entrar vi, en un rincón, a una mujer con un saco sastre, de paño fino. La pollera apenas le cubría las rodillas y marcaba el contorno de las piernas. Tenía un velo sobre la cara y estaba inmóvil, sentada en una silla. Qué hace vestida así, pensé, con este calor. Me detuve en sus pies, calzados con zapatos de cabritilla.
–Espero no interrumpir –le dije a Sonia.
–Tardaste.
Su voz era distinta a la primera vez que la escuché, acentuaba las consonantes.
–Si estás ocupada, paso en otro momento.
Sentía la respiración de la mujer a mis espaldas.
–¿Podemos ver los libros? –sugerí. Necesitaba salir cuanto antes de ese lugar.
Sonia se paró y nos dirigimos al fondo de la sala. Abrió una puerta y entramos al depósito. Olor a humedad, a moho. A lo largo de la habitación, las estanterías con lomos amarillentos tocaban el cielo raso. Antes de elegir un libro, le pedí a Sonia un trapo rejilla para repasar la tapa. Al abrirlo, el papel se deshizo entre mis dedos.
–Espero que en la ciudad los valoren… –La voz de Sonia volvía a recuperar el mismo tono a medida que nos alejábamos de la sala principal–. Vos me tendrás lástima.
–¿Por qué?
–Me di cuenta ni bien entraste… –hizo una pausa–. Una mujer grande, encerrada en esta cueva… ¿No soy patética? Antes viajaba a dar charlas, no era un gran programa pero me entretenía –Se sonó la nariz–. No te imaginás lo que son las rutas. Cuarenta, cincuenta kilómetros sin cruzar un alma. Una puede morirse de repente y nadie aparece para ayudarte. Lo único que tengo son los libros… –Sacó uno del estante. Lo limpió con la mano y lo volvió a guardar–. Pero las cosas van a cambiar. El intendente me prometió… –inspiró hondo y se secó el cuello con la palma de la mano. Sus ojos brillaron detrás de los cristales.
La funcionaria anterior se jubiló –aclaró–. Estoy esperando el nombramiento.
–Te felicito.
–No sé qué hacer para que el tiempo pase –estornudó–. Esta alergia me está matando.
Volví a elogiar su trabajo, con más entusiasmo. Me sorprendió que el intendente no hubiera mencionado ese ofrecimiento durante mi visita. Los políticos prometen cargos que después olvidan, pensé: siempre hay que ponerse en fila.
–Esto significa mucho para mí –buscó un pañuelo de papel y se sonó la nariz–. Una oficina, presupuesto… Por ahí dicen que estoy loca. Reconozco que estar en esta cueva o dar charlas a mujeres que tejen mientras hablo, enloquece a cualquiera. –Asentí con la cabeza. Agregó que ella sabía esperar. Dije que muchas personas están condenadas a una larga espera antes de que se reconozcan sus méritos. Mencioné a Kafka. Por un momento hizo un gesto de contrariedad.
–Mejor salgamos de acá –dijo.
Cuando regresamos a la sala, la mujer del velo no estaba. Le pregunté quién era.
–Clarice. Aparece y se instala ahí – Sonia señaló la silla–. Está interesada en los libros ucranianos.
¿Clarice? ¿La divina Clarice? Deslizó el nombre como al pasar, sin advertir la luz roja que salía de la silla, cada vez más intensa. El resplandor me hizo pensar en un dibbuk, ese fantasma de la tradición judía que se adhiere a un cuerpo para cumplir un propósito que no pudo lograr en vida. Su alma queda en el espacio buscando alguien para satisfacer sus deseos y sólo se detiene cuando los alcanza. Recordé que la familia de Clarice había salido de Tchetchelnik, Ucrania, para instalarse en Recife. Recordé que tenía una hermana con una prosa tan diferente como suelen serlo las nieves ucranianas y las playas nordestinas y por un momento intuí un duelo entre la más famosa y la menos conocida. Salí. En la calle no había nadie, sólo unos perros somnolientos. Las preguntas me perseguían mientras volvía al hotel. ¿Por qué Clarice estaba en el pueblo? ¿Qué hacía sentada en la biblioteca, por horas, sin moverse? ¿Qué buscaba en esos libros? ¿Estaba viva o muerta? Al llegar, me preparé un té, lo tomé despacio. Ay, Clarice, sentada en el borde de la cama, pestañeando resignada. Qué bien que se veía la luna en las noches de verano. La luna, que bien se veía. La luna alta, amarilla, deslizándose en el cielo, la pobrecita…
Las semanas siguientes seguimos trabajando en el depósito. Intentamos trasladar el ventilador pero no encontramos un enchufe. Nos apantallábamos con los muertos mientras nuestras sombras se movían entre el piso y el cielo raso. Sacábamos los libros de los estantes, soplábamos las tapas, las limpiábamos, llenábamos las fichas y los volvíamos a su lugar. El depósito no parecía tan oscuro desde que refregamos una banderola que daba a la calle, pero el sol nos calentó los hombros y al final la volvimos a tapar con un expediente y cinta engomada. Ahora el calor venía de la lamparita colgada del techo. La alergia de Sonia empeoraba día a día. Una mañana, al entrar, había dos sillas ocupadas. En una estaba Sonia, inclinada sobre sus papeles, con un sandwich a medio comer. En la otra, enfrentada, estaba Clarice. Al verla, sentí otro sobresalto. Tuve el impulso de volver al hotel pero todavía quedaban algunos estantes por revisar. Me sentía desconcertada, no sabía a quién hablar. Sonia fue la que rompió el silencio.
–Me llamaron de la intendencia –dijo–. Parece que el mes próximo…
–Habremos terminado.
–La espera me está matando…
–Falta poco–dije.
–Daría la mitad de mi vida para que el tiempo pase.
Clarice se levantó de la silla.
–Disculpe –dijo–. Escuché la conversación. ¿Me permiten una sugerencia? –Miró a Sonia–. Tengo algo para proponerte.
La bibliotecaria terminó el sandwich. Se lamió las migas pegadas a los dedos.
–Un acuerdo para las dos –dijo Clarice.
–¿Acuerdo?–pregunté.
Ignoró mi pregunta.
–Yo busco unos libros que le presté a mi hermana y Sonia quiere una oficina. ¿O me equivoco?
La bibliotecaria asintió con un movimiento de cabeza.
Clarice miró el reloj.
–Podemos hacer un viaje juntas, yo al pasado y ella al futuro. Algo corto, unas horas nada más. A la nochecita volvemos.
Sentí un temblor en todo el cuerpo.
–No irás a…
Sonia miraba a Clarice con los ojos muy abiertos. Lo que vi en su mirada no fue sorpresa. Era deseo. Quería el puesto más que nada en la vida. Nunca había escuchado una propuesta así y el riesgo la tentaba. Por un momento me pareció que sospechaba un engaño pero al final aceptó: si alguien está dispuesto a vender su alma, es imposible disuadirlo. Sonia se paró, se secó las manos y se acercó a Clarice. La siguió con pasos cortos, mientras que la mujer estiraba sus piernas como si se deslizara por una pasarela con los zapatos de cabritilla. Las acompañé hasta la puerta. Al verlas caminar por la vereda, unos hombres que esparcían alquitrán sobre el asfalto detuvieron el trabajo y se sacaron los sombreros. Unas gallinas batarazas huyeron a lo largo de la cuneta balanceándose sobre sus patas. Un caballo atado un poste relinchó y tironeó de la soga.
Esa tarde fue interminable. Di unas vueltas por la plaza hasta derrumbarme en la cama del hotel, los ojos fijos en las paredes ocres. Al anochecer volví al museo. Ni bien entré, el aire era diferente. Olía a azufre, a manteca rancia, a yuyo quemado. Sonia estaba encorvada frente al escritorio, como si nunca hubiera abandonado ese lugar. No había comido en toda la tarde y se le notaba el cansancio del viaje. Los dientes le castañeteaban y cuando pudo controlarlos repitió la palabra condena y esta vez no me atreví a mencionar a Kafka. Me dijo que al principio no la habían dejado entrar a la intendencia, solo se admitían los invitados especiales. Al fin pudo colarse por una puerta lateral, que no tenía vigilancia. El salón estaba repleto.
–¿Y cuando llegó el momento, qué pasó?
–Yo no estaba.
–¿Cómo?
–No fui elegida.
Se quedó callada.
–¿Y a quién nombraron?
–Agua, dame agua.
Le acerqué un vaso. Lo bebió de un sorbo
Sus ojos taladraron mi cara.
–Sonia, no pensarás que yo…
A medida que intentaba argumentar, ella se iba encogiendo, como un globo desinflado.
–Cuidá los libros… –dijo, mientras su voz se iba apagando y la envolvía una luz roja. Se incorporó con dificultad, trató de dirigirse al depósito. No alcanzó a llegar a la puerta.
Yo salí enseguida. Me quedé mirando la calle. Crucé la plaza. La luna iluminaba un cantero cargado de siemprevivas. Encima de mi cabeza crecía la copa verde de un árbol. Empecé a preguntarme qué hacer. ¿Quién iba a creer esta historia? Pensé que, de alguna manera, Sonia era afortunada. Su vida había sido iluminada por un pequeño recreo, una fuga breve para su anonimato.
Cuando llegó la propuesta de la intendencia desistí el ofrecimiento y me alejé del pueblo. Desde entonces me mudé varias veces, sin resultado alguno. Por más que intento esconderme me parece ver a Clarice en la calle, en la esquina, en el supermercado. Cada vez que la cruzo ensaya una risita socarrona. No logró recuperar los libros de su hermana y soy su próximo cuerpo, estoy segura.