Alguien debe tener, en alguna biblioteca, la colección completa y deben ser unos cuantos estantes pesados. La literatura de gringos navegando estas pampas es enorme y no para de crecer con eso de encontrar paquetes de cartas, cuadernos olvidados, diarios en baúles y periódicos de provincia amarilleados. El pasado se escribía y mucho de lo que hoy llamamos libros arrancó como periodismo y hasta como reportes económicos.

Claro que hay cronistas y cronistas, pero la actitud sobre nosotros tiene una bisagra importante. Hasta el comienzo de la independencia, el Río de la Plata es exótico, lejano, pintoresco. Pero desde la república vieja hasta fines del siglo XIX se puede mapear un fenómeno avasallante, el de la integración de esta región a la economía mundial. Se estaba acabando aquello de los reinos lejanos que exportaban desde un espléndido aislamiento, centrados en sí mismos e inmunes al mundo. Argentina empezaba a valer, empezaba a recibir inversiones y empezaba a recibir gente.

En la literatura extranjera de esa época aparece el gaucho como personaje y como centro del exotismo. Es como si el gaucho hiciera extranjero al cronista, por contraste, con lo que el autor abunda en gauchos para sus lectores. Algunos los describen como bárbaros pintorescos, otros perciben su extraordinaria adaptación al lugar, otros simpatizan con lo que ven como una raza de salida. Pero raramente hay un intento de entender en serio, que al final exige respeto.

Y después está William Bulfin.

El muchacho llegó a Buenos Aires en 1884, veinteañero exacto, con su hermano Peter. Cosa rara en la Irlanda de la época, había hecho varios años de escuela, terminando en el Queen's College de Galway, a un trecho de su condado natal, Offaly. Los muchachos llegaban con buenos contactos porque su tío Vincent Grogan era el principal de la Orden de los Pasionistas, que prácticamete inventó la comunidad irlandesa en Argentina y todavía hoy sigue poblando capillas bonaerense con curitas de acentos cerrados.

Bulfin trabajó de esto y de lo otro, pero finalmente se fue al campo como aprendiz de capataz en la estancia de John Dowling en Ranchos. Dowling era del condado de Longford, como media comunidad, y le puso al muchacho una condición, que aprendiera el trabajo de los peones, que se tomara en serio a los gauchos y entendiera lo que ellos entendían. Excepcionalmente, Bulfin le hizo caso. El resultado fueron casi siete años especiales, una aventura que mucho después contó en su libro Tales of the Pampas, los Cuentos de las pampas.

Son apenas ocho historias que encierran la vida de campo en el norte de la provincia, un mundo ya alambrado que mezcla gauchos, patrones ausentes, gallegos pulperos, algún inglés medio perdido y bastantes irlandeses. Es espectacular la atención al lenguaje de todos, desde el gaucho más criollo al irlandés que, liberado de su situación colonial, revierte a su propio idioma de campo, con estructura gaélica y algunas palabras en irlandés. 

Pero lo extraordinario de estos cuentos es el lugar en que se pone Bulfin, que nunca se nombra pero escribe en primera persona o en una tercera que indica que la historia la escuchó en algún fogón. En todo momento, el autor está con los gauchos, con los peones, con sus instructores en el nuevo arte que está aprendiendo. Se pone en aprendiz, en tipo que tiene tanto que conocer, empezando por el idioma, y termina hasta extrañado de aquellos que lo recibirían, por ser europeo, como un par: el mayordomo de la estancia, el administrador, el dueño. Esos están allá, Bulfin está acá. Hasta hay un cuento en que las escenas cambian de la casa grande al alojamiento a la ranchada de los peones contratados para un arreo, recibidos bajo los árboles con fogones y asado. Bulfin está entre los paraísos, comiendo asado a cuchillo y escuchando.

El personaje central, que aparece con nombre en tres cuentos, es Don Castro, al que le encajaron al joven irlandés para que lo ubique. Castro es un gaucho maduro, excepcional en sus habilidades, gran jinete y hombre de honor, que Bulfin admira como si no existiera la asunción victoriana de su superioridad europea. En el cuento, van por el campo conversando y Castro le explica a su alumno que el caballo es el animal más inteligente que existe, muy por encima del perro y hasta del zorro, que "los ingleses" admiran tanto por vivo. Bulfin, que al final era un pibe, le mal cuenta en castellano farragoso la historia del zorro irlandés que era tan astuto que compraba el diario el sábado para ver dónde se reunían las partidas de caza, y sabía dónde esconderse.

Castro lo escucha atento, y decide ponerlo en su lugar con la historia del caballo de Tavalonghi, un tano que hizo tantísima plata en Luján y se volvió a su país a ver si lo hacían conde o algo, que parece que era costumbre si volvías rico. Tavalonghi vende todo, sus carros y sus bueyes, pero se lleva a Europa su bayo, un pingo mediocre con el que se había encariñado. Y, cuenta Castro, al pingo no le gustó Nápoles y se las arregló para volverse al pago. Bulfin, incrédulo, le pregunta cómo hizo y el gaucho le explica que el bayo se puso a leer los diarios, para lo que tuvo que aprender italiano, y así supo cuándo venía un barco para Argentina. El zorro, en comparación, era un zonzo porque sus diarios estaban escritos en su idioma y todo lo que tenía que hacer era esconderse. El bayo tuvo además que colarse en un buque...

El segundo cuento con Castro en el centro es dramático. Gaucho y aprendiz andan buscando cincuenta vacas perdidas, seguramente robadas, y llegan a una pulpería donde se festeja una cuadrera importante, con quinientos pesos de premio. El lugar está que arde, con paisanos de los cuatro rumbos, apuestas altas y bajas, comidas y tragos. Bulfin se demora describiendo pingos y aperos, chiripás y rastras, que al final  las carreras de caballos son una pasión de irlandeses. El centro de la acción es el bully local, el alcalde Barragán, elegantísimo de negro, con botas con la bandera y sus iniciales bordadas, rebenque con cabo de plata y una hebilla enorme llena de patacones. Barragán tiene un bayo veloz, y es un tramposo sutil que nunca pierde.

Su rival es un rosillo flaco, nervioso y rápido, pero nadie sabe quién lo va a montar hasta que Castro empieza a sacarse casaca y chiripá, hasta quedarse descalzo y en calzoncillos largos. Bulfin lo interpela y el gaucho le explica que no es una carrera sino una venganza: Barragán puso preso a su padre, es un cuatrero notorio y un violento. Ya es hora que alguien le baje el copete. La cuadrera es una pieza descriptiva de primer orden, con Castro anticipando las trampas de Barragán y cortándole feo la mano y la cara de un rebencazo cuando el alcalde lo quiere pechar.

Claro que la cosa no termina ahí, porque el alcalde es ligero de cuchillo y desafía a Castro. Bulfin ve algo que ya no se podía ver en su isla, un duelo entre iguales, y reflexiona que "no es ley, no es moralidad. Es la manera de un pueblo que nunca recibe justicia si no la hacen ellos". El duelo termina con una cicatriz de gloria para Castro y una mano a amputar para el violento.

El tercer cuento es homérico, porque Castro es el héroe de la campaña. Bulfin viene digiriendo el ejemplo de justicia campesina que acaba de ver y explica que de todos los momentos de su vida, que fueron tantos, siempre va a recordar esa gloriosa mañana de verano galopando con Castro, esquivando cardos florecidos y buscando los prados de tréboles. En todas las tranqueras son bien recibidos, en todos los ranchos hay mate y cordero y anfitriones ansiosos de recibir al famoso y su compañero. Bulfin se siente menos gringo por asociación y se conmueve cuando en uno de los ranchos los hijos de un compadre se acercan respetuosos a Castro y le piden la bendición. A la antigua, el gaucho se saca el sombrero y los bendice tocándoles la cabeza con la mano.

Las vacas aparecen, finalmente, señaladas por un paisano chuzo que se abre solamente cuando el irlandés le farfulla que Castro le ganó a Barragán. La vuelta a la estancia incluye una reflexión sobre cómo el futuro del gaucho "le pertenece a otros" y un reto: fue pasar la tranquera que Mike, el mayordomo del campo y otro irlandés, le advierte a Bulfin que se está agauchando y el van a perder el respeto. "Estás siempre con los nativos detrás del galpón en vez de cuidar tu buen nombre... un buen día no va a quedar nadie decente en el país que te dirija la palabra".

Bulfin no da bola: "Mike valía su peso en oro y tenía buena intención. Pero no me convenció".

En 1891, en uno de los campos irlandeses Bulfin conoce a Anne O'Rourke, se casa y se va a Buenos Aires. Enseña inglés, trabaja para la mueblería Thompson y empieza a publicar en The Southern Cross, el diario de la comunidad. Tiene un hijo, Eamonn, termina comprando el periódico y en 1902 se vuelve a Irlanda con la familia. Allá se hace nacionalista, variante Sinn Fein, y manda a su hijo a la escuela de Padraig Pearse, el ideólogo de la revolución de 1916 que sería el primer presidente de la República rebelde y uno de los mártires fusilados por los ingleses.

Bulfin murió en 1910. Su hijo participó de la rebelión de la Pascua de 1916 e izó una de las banderas rebeldes en el centro de Dublín. Los ingleses lo capturaron, lo condenaron a muerte pero, por una discreta intervención de la embajada argentina, lo expulsaron del país ¡por no tener visa de residente! Cuando empezó la guerra de independencia, Eamonn es nombrado embajador plenipotenciario en Sudamérica, encargado de juntar fondos entre los irlandeses de por acá. En 1922 vuelve al pago, lo eligen senador y muere en el cargo, eternamente reelecto como un héroe.

Muchos, muchos años después un hijo suyo contaba en Buenos Aires que Eamonn nunca perdió el castellano y se hacía amigo de los diplomáticos españoles y latinoamericanos por el placer de hablarlo.