El 7 de julio pasado, a una semana del inicio oficial de la campaña para las últimas PASO, la candidata a legisladora porteña por el Frente de Izquierda Myriam Bregman consiguió lo que muchos políticos vienen intentando con devoción pero sin éxito desde que Héctor Cámpora se animó a apadrinar un festival autocelebratorio en 1973: condensar todo el universo simbólico del rock en su beneficio. El periodista y economista oficialista Martin Tetaz había publicado unos tweets en los que criticaba el reclamo de los 600 empleados que la empresa Pepsico despidió tras cerrar su planta en Vicente López y Bregman le respondió invocando Gente que no. Tetaz creyó que la frase estaba incompleta porque tal vez nunca en su vida escuchó esa gran canción escrita por Jorge Serrano y popularizada por Todos Tus Muertos. “Te falta rock”, lo humilló Bregman. La resolución fue celebrada y viral, mientras sus militantes aclaraban: “Nosotros la seguimos desde Cemento”.
Podría leerse esto como una muestra de que el rock sigue siendo un discurso legítimo para correr al sistema por izquierda. O, a la inversa, de que su resistencia se reduce a un espacio meramente testimonial. ¿Cuántos artistas con capacidad de influencia y convocatoria le ponen realmente el cuerpo a las discusiones sociales y políticas con las que inevitablemente tensan y conviven?
En este año electoral, el rock también fue plataforma de debates. El recital del Indio Solari en Olavarría, en marzo, con sus múltiples derivaciones, terminó atropellado por aquello que se resume como “la grieta”. Es que el proceso de apropiación o repulsión de lo que políticamente encarnaría Solari fue tan intenso que dejó en segundo plano a las dos muertes, los miles de pibes varados en un pueblo colapsado y la agria sensación de que el rock también puede contener aquello que detestamos.
El presidente Macri, que acumula fotos con los Stones o Bono (el cantante de U2, no el instrumento de deuda), hizo la fila para atender al ex Redondo diciendo que “es lo que pasa cuando se pasan por arriba las normas”. Dos meses más tarde, en cambio, Cristina azuzó a sus hordas con Jijiji en un warmup nac&rock previo al acto de lanzamiento en Sarandí. Pero el terreno de disputas por los símbolos de nuestra cultura rock no es para cualquiera: el empleado presidencial Alejandro Rozitchner aseguró que, si Spinetta viviera, lo convencería de que apoyara al actual gobierno, a pesar de que al mismo tiempo le atribuyó al Flaco “prejuicio, ignorancia y resentimiento”. Confuso.
La foto de Ricardo Iorio con Alejandro Biondini (días antes de que el líder neonazi y ultranacionalista pasara un papelón en las PASO) amarró con fuerza la cuerda por el otro extremo, porque terminó de introducir una inquietud provocadora: ¿puede ser el rock también de derecha? A Iorio le sobrevino una fuerte reacción adversa, incluso entre sus seguidores, aunque no de manera determinante, ya que tantos otros eligieron apoyarlo expresamente y continúan llenando cada sala en la que se presenta como solista. Pero los músicos son humanos, carne que perece, bajón para los gusanos. Y las canciones, en cambio, son para siempre. Entonces aparece Malón –los otros ex Hermética– homenajeando Ácido argentino, un disco que es indispensable volver a escuchar sin ninguna culpa.
El rock se mece hoy entre la pasteurización y la contraculturalidad, entre la abstracción cobarde y un compromiso puesto en duda: su carácter revulsivo puede ser lo mismo blandido por cualquiera de los bandos litigantes en la arena política. Pero siempre surgen anticuerpos. Como los seis Huracanes de La Renga, pequeño triunfo ante un poder que procuraba obturarlo, en este caso el del Gobierno de la Ciudad y la Policía Metropolitana. Y en donde, simultáneamente, se impuso el reclamo por Santiago Maldonado como una bandera más de cualquier recital. Saludable síntoma de que en la cultura rock siguen cabiendo sensibilidades para sintonizar con el espíritu de época.