Martínez Estrada observaba que la literatura gauchesca tiene en los viajeros ingleses a algunos de sus mejores exponentes. Entre ellos descolla Robert Cunninghame Graham, “Don Roberto”, que en su larga vida (1852-1936) entregó una treintena de libros en los cuales abundan los motivos criollos. Dueño de una pluma que suscitó la admiración de Conrad, de Oscar Wilde, de George Bernard Shaw y de Guillermo Enrique Hudson, sus grandes amigos, a caballo entre dos mundos y dos lenguas, sus libros no han merecido la suficiente atención de la crítica y los lectores.

En 1870 un vapor había conducido hasta las costas rioplatenses al joven escocés pelirrojo, alto y enjuto, de apenas 17 años, en busca de aventuras. Su primera peripecia argentina tendrá lugar en Entre Ríos: a poco de asesinado Urquiza, los jordanistas lo reclutaron en una leva contra el gobierno de Sarmiento. La iniciación que se le impuso marcará su destino: desafiado a montar un potro indómito en pelo, lanza en mano, logró la hazaña ante la sorpresa del gauchaje. Había sido aceptado. Durante algunas semanas asistió al asalto de poblaciones, donde comprendió la expresión “tocar el violín” -el escueto degüello inmisericorde- y vio escenas trágicas y patéticas que serían típicas de sus relatos, escritos décadas más tarde, como aquella en que un hijo ensarta a su padre en una tacuara.

En aquella primera estadía sudamericana se dedicó a comerciar ganado en Brasil, Chile y Paraguay; transformado en resero, hizo vida de gaucho hasta convertirse en gaucho él mismo. Pero su conversión sería doble. Meticuloso observador, nacía en él un cronista sin par. En Asunción asistió a la desolación que la guerra de la Triple Alianza había dejado como saldo; recogió testimonios para su libro Retrato de un dictador, la biografía de Francisco Solano López, y para Una Arcadia desaparecida, que versa sobre la experienica jesuítica. Serán su tributo al esforzado pueblo guaraní. Retornado a Escocia, el ansia de aventuras se le había pegado el cuerpo. Embarcó hacia el África, traficó algodón e incluso algunos esclavos en Angola, pero pronto retornó a Argentina con el objetivo de criar ganado. Instalado en la zona de Sierra de la Ventana, junto al Sauce Grande, adoptó definitivamente su identidad de gaucho, que lo acompañará toda su vida. Los textos en que detallan su peripecia bonaerense datan de varias décadas más tarde; como Hudson, la nostalgia del terruño le instó a dar cuenta de aquellos momentos fundamentales de su vida.

En su camino hacia la estancia que le vendieron a bajo precio porque había sido quemada por las huestes de Calfucurá, apostadas en las cercanías, asistió en Tres Arroyos al velorio de un angelito, que describe en uno de sus relatos más famosos. “Cuando muere un niño es señal para dar un baile con el que se celebra su entrada en el paraíso”. “El angelito, de color verdoso y vestido con su mejor traje, estaba en una silla apoyada sobre una mesa, sus manos y pies pendían, laxos; era a la vez horrible y fascinante”. La descripción de la fiesta, entre grotesca y siniestra, deriva en consideraciones sociales: “En esta costumbre ha entrado un elemento comercial. En las pulperías el dueño suele pedir o comprar el cuerpo del niño recién muerto para usarlo como angelito y atraer a la gente de campo para hacer fiestas en su negocio”.

En La Pulpería relata el “contrapunto entre un gaucho y un matrero negro”, donde el tema es, precisamente, el Martín Fierro. Texto en abismo, replica la historia referida en el poema de Hernández en la voz de sus personajes reencarnados; sin embargo, le imprime un giro diferente. “Por fin el canto y los frecuentes vasos de vino carlón hicieron sentir al payador y al negro que había llegado la hora de abandonar el contrapunto y decidir con sus facones quén tenía mayor talento musical. Brillan los cuchillos. En un momento, todo ha concluido; del brazo derecho del payador corre la sangre cayendo sobre el piso de tierra, todos se acercan y dicen que el negro es un valiente, y los dos adversarios se juran amistad sobre un jarro de ginebra”.

Con curiosidad de etnógrafo Graham describe con comprensión aquellas costumbres que en la Inglaterra para la que escribía habrían de resultar escandalosas. En Los indios, por ejemplo, recuerda: “Quien esto escribe ha visto a los indiecitos jugar al carnaval usando como pomos los corazones de oveja y, como si fuera la cosa más natural del mundo, mojarse unos a otros con sangre”. Durante un alto a orillas del arroyo Mostazas un grupo de reseros escuchan la historia, narrada en tercera persona, de una cautiva que, rescatada, poco a poco recobra su identidad. Nace el amor, pero una extraña melancolía la invade y un buen día vuelve a vestir sus ropas pampas y retorna a los toldos donde sus hijos la esperan.

Sus historias de aire borgiano abundan en gringos apaisanados. Facón Grande, su primo Facón Chico, que hablaba el pehuenche por haber convivido con una india, y su hijo Cortaplumas, que tras una educación porteña no se hallaría al retornar al pago, serán figuras repetidas en sus relatos. “Facón Grande era nuestro general, vigilante y callado, los ojos fijos en el horizonte, leía la pampa como si fuera un libro escrito en Braile”. Entre los paisanos de la zona menta a un tal Frederich Vogel, Pancho el Pájaro, que “desconocía cualquier tipo de fatiga, como también, creo, el miedo”.

Su experiencia bonaerense duró unos meses: una noche de malón la indiada se alzó con toda la hacienda. Finalizaba así su etapa de empresario rural. Aunque solo pasó siete años en Argentina, solía decir que habían sido los tiempos más felices de su vida. La marca de su hacienda - “mi mejor blasón”- orlará su tumba.

Su periplo ulterior abarcó México, Canadá, Marruecos, Angola, Francia, España -donde asistió a los comienzos de la guerra civil- y Ceylán. Y aunque siempre retornaba a la heredad escocesa, su punto de mira eran las pampas argentinas. Desde la Sierra Madre escribía: “los mexicanos son estupendos jinetes, tan buenos como los gauchos, pero no tienen el aire salvaje, ni la soltura en la silla, ni las maneras francas y agradables de mis amigos de las pampas”. En un viaje en tranvía por Glasgow su ojo avizor identificó un caballo con marcas de Curumalán, de la estancia de Eduardo Casey, cercana a Bahía Blanca.

Durante sus años ingleses sintió el llamado de la política. Tuvo por compañeros a Engels, a Eleanor, la hija de Marx, a William Morris y al príncipe Kropotkin; junto a ellos abogó por las ocho horas, el voto femenino y por la reforma de las cárceles, y militó contra la pena de muerte, el trabajo infantil, la enseñanza religiosa y el maltrato a los caballos. Asimismo criticó la política imperial inglesa en la Cámara de los Comunes, donde, elegido diputado, llegaba montando su caballo. Fue fundador del Partido Nacional de Escocia, inspirado en el ejemplo irlandés (había sido amigo de Parnell), para promover la independencia. Durante el Domingo Sangriento recibió una herida en el cráneo y sufrió encarcelamiento. Fue expulsado de Francia por adherir a las protestas, donde fue orador junto a Jean Jaurés, pero hacia 1892 acabó renunciando a la política desilusionado por la hipocresía de aquellos para quienes el honor nada significaba.

En Tánger se aventuró en una zona prohibida para extranjeros. Como T.E. Lawrence pocos años después, se vistió de árabe y fue árabe entre los bereberes. En Casablanca, dice, “se observa a los hombres de tierra adentro, armados hasta los dientes, regateando desde un caballo en las tiendas lo mismo que los gauchos”. Los moros lo respetaban por su destreza de jinete; un sultán lo desafió a montar una cebra salvaje, que acabó domando.

Con el inicio de la Gran Guerra fue enviado a las pampas a comprar caballos para la contienda. “Estoy viviendo la vida sobre la que tanto escribí. Me parece un sueño, después de tantos años. Estoy casi todo el tiempo a caballo. A veces duermo en ranchos y otras en el Plaza Hotel de Buenos Aires”. Recorrió también Colombia y Venezuela: su biografía de Páez, el capataz y rival de Bolívar, hace juego con la vida de Antonio Conselheiro descrita en Un místico brasilero, que por sugerencia de Theodore Roosevelt investigara en los sertones pocos años después de la rebelión de Canudos.

Ante las violencias de las que fue testigo siempre se mostró tan irónico como comprensivo. En su libro sobre la conquista americana, refiriéndose a las masacres, escribe: “era en realidad una expedición punitiva, como denominamos jocosamente a la que se hace para castigar a los hombres cuyo país hemos robado”. Indulgente con las crueldades de sus personajes, sostenía que “sus virtudes les eran propias; sus defectos eran aquellos de los tiempos en que vivieron”.

“Conrad y yo solíamos hablar de literatura, política, y ese tipo de cosas. Hudson y yo solo hablábamos de cosas serias, de indios, de caballos y sus marcas, de cacerías de avestruces, etc. Es decir, de temas propios de filósofos -de filósofos ecuestres, por supuesto”. Admirador de Gato y Mancha, los caballitos criollos que habían atravesado el continente, decide venir a Argentina para conocerlos. Con su salud quebrantada, solo alcanzó a visitar la estancia Los Veinticinco Ombúes de Hudson y el Museo de Luján. Falleció una tarde en Buenos Aires. Su ataúd fue custodiado por los heroicos pingos, la mejor guardia de honor que hubiera imaginado.

“A Pampa, mi oscuro argentino en el que anduve veinte años sin una caída. Que la tierra le sea tan leve como las pisadas que dejó sobre ellas”, escribió en la dedicatoria de Los caballos de la conquista. Nadie amó los caballos como él.