A Liliana Heker
Una chica de tercer año (es decir, que ya tiene quince años) me dice en un recreo que la mejor forma de organizar un baile es abrir el planisferio, buscar África, mover el dedo por encima del continente y dejarlo caer en un punto al azar. Y eso haré cuando pueda: mi dedo caerá en Mozambique y ese será el nombre del baile que organizaremos en el salón de la calle Entre Ríos.
Pero no todavía. Los bailes son territorio prohibido. Una niña de doce años no puede ir a los bailes. Pero sí su hermana -mi hermana- que ya tiene catorce. El sábado a la noche mi hermana y sus amigas se maquillan (procedimiento que, en caso de mi hermana, merecerá un texto aparte, diría que un tratado) y a mí sólo me queda sentarme delante del televisor para ver la cara de Silvio Soldán y sus Grandes Valores del Tango. Los odio, a todos, desde el primer bandoneón al último violín; pero en la escuela cosecharé aplausos por mi imitación de Juan D'Arienzo.
Hasta que por añadidura o por despiste (o porque no saben qué hacer conmigo) una noche me dejan ir al baile a remolque de mi hermana. Tengo una edad rara, me dan escalofríos, mi madre a veces me encuentra sentada con un tapado grueso que no me atrevo a sacarme cuando llego de la calle. Una tarde, con gran delicadeza, me dice que no me lo tome a mal, pero que ya es momento de usar un desodorante.
No me ofendo, en absoluto. Lo que debe de ofender a medio mundo es mi olor debajo de los brazos, pero tengo doce años y me gusta decir puteadas. A los imbéciles que detienen el coche y se plantan delante de mi casa para mirar a mi hermana les hago señas para que se rajen. Porque en Rosario los muchachos utilizan sus modelos de autos para impresionar. El rubio del Torino es un galán taciturno que en el semáforo inclina la cabeza y reflexiona. Piensa en algo; tiene vida interior. Hay un vecino del barrio que pasa en un Chevy y sonríe de lado. Los miro pasar, generalmente estoy sentada en el escalón con mis zapatillas Flecha y los pantalones sucios. Y hay más, andan por todo el barrio: reducen la velocidad y les hablan intimidando a chicas que no tienen más remedio que cruzarse de brazos y caminar mirando para abajo, mientras ellos continúan con su seguimiento paralelo.
Una tarde mi madre sale a buscarme -para que me meta en el baño, o para que me pruebe un vestido- y se queda absorta ante una visión que, la verdad, es inolvidable. Por Laprida desde Pellegrini viene un cochazo de otra época, una especie de nave espacial gris y, ya más cerca, destartalada. El capó es puntiagudo, pero le falta un farol. Bajo la ventanilla se ve parte de un nombre (Kaiser...). Mi madre se olvida de mí y de mis pantalones sucios y de mis malos modales, y observa el paso de ese carruaje que, como dirá poco después, en otra época fue deslumbrante. Todas las chicas -en su juventud que, por supuesto, yo considero de una era remota- suspiraban al paso de ese príncipe que, por lo que ahora veo cuando lentamente, al traqueteo, pasa por delante, es un tipo viejo, sin afeitar, canoso y despeinado. Mi madre murmura algo más entre el alivio y la tristeza. Le brillan los ojos cuando se mete dentro para no ver a este espectro del que fue su pretendiente (lo confesará más tarde, y eso será todo lo que le oiré decir de él) y ahora no tiene ni para pagar el taller mecánico.
Qué es la vida, entonces, el esplendoroso coche original o lo que de él queda.
Por qué una niña que amenaza a los varones y que habla como ellos -tomátela, salame- acaba un sábado robándole a su hermana un pantalón y una blusa, se pasa la tarde con un pañuelo que le aplasta el pelo para que le quede lacio y aterriza en ese lugar en el que en un par de años organizará bailes con nombre de país o de ciudad africana. En otras palabras: por qué una persona auténtica se acerca a un territorio afectado de apariencias.
Las instrucciones son claras, y me las ha recitado mi hermana mientras, acostada en la cama, consigue embutirse dentro de unos pantalones que no la dejan respirar: No tengo doce años, tengo catorce, a punto de cumplir quince años que celebraré en una gran fiesta con todas las amigas vestidas de largo. Mentira, pura mentira. También lo de la futura fiesta; porque no me imagino ni a mí ni a mi grupo en un salón con vestidos largos (las puteadas, las guerras de gomas de borrar; eso somos). La segunda consigna no es menos clara: de ninguna manera, jamás, mirar a un chico. Son ellos los que tienen que mirarnos y acercarse. Y la consigna tres: decir no al primero que te saque a bailar. Decir no al segundo. Sea quien sea, no salir a bailar con el primero.
La antesala del baile es donde venden las entradas. Hay pibes de la organización haciendo bromas o demostrando (fanfarroneando) que ellos son los que mandan. Pero uno solo que no para de trabajar, ceñudo y sentado a una mesita. Cobra, da el vuelto y anota (a lo mejor, no pocos miembros de futuras clases dirigentes “ñoquis” se forjaron allí, en el hall del Centre Català). La sala es fría o es que no me puse un tapado y en cambio tengo esos síntomas que luego se llamarán “ me vino” . Te vino o le vino, que no he conseguido descifrar.
A mí no me viene nada más que el miedo de atravesar ese hall presidido por el cartel “Benvinguts” para ingresar en un salón oscuro, con luces intermitentes y música a todo volumen. Tan alto que ya no sé lo que me dice mi hermana ni las amigas de mi hermana ni las conocidas del barrio. Parece que todo el mundo ahí tiene que abrir la boca y exagerar cada sílaba para que se entienda algo. No mires, me dicen, si me fijo en un grupo de chicos del otro lado del salón. No sé si hay que sentarse en una silla de las que hay por filas a un lado o quedarme ahí de pie. Es lo único que se puede hacer, hasta que del compacto grupo de los chicos -a prudente distancia- se desprenda un miembro (como una pata de un gran pulpo) y se acerque para dirigirse a una de nosotras.
Y cuando eso ocurra -porque eso ocurrirá-, empezará la mentira más grande y más larga. Años de desodorantes, maquillaje, confusión, espejos y silencio. Un interminable salón por el que avanzo, en donde apenas veo ni distingo ni reconozco.
Y luces esporádicas.