Andrea muerta.

Y yo sin pensar.

Después de leer Un día. Un diágrafo, las dos oraciones arriba citadas se me aparecieron como la “semilla en el desierto” de esta nouvelle escrita por Lucrecia Mirad y publicada por Homo Sapiens Ediciones. El libro no se inicia con ellas, ya que figuran en el capítulo 2, pero son el centro de la telaraña. La narradora de esta historia, cuyo nombre no aparece, se enfrenta a la realidad de la muerte de Andrea, que es alguien muy significativo en su vida. La toma de conciencia parece, al menos en lo inmediato, vaciarla de pensamientos. Una de las dos afirmaciones no puede resolverse: efectivamente, Andrea, otrora amiga, está muerta y, como expresa la autora en la contratapa del libro, la muerte es “ese NO mayor que nos define”. El segundo término de la ecuación es, a pesar de enunciar una falta, el que va a activar el mecanismo de la historia: la narradora partirá del vacío para pensar y, sobre todo, para pensarse. Y lo hará en primera persona, a través de reflexiones, cuestionamientos y preguntas que ella misma se responderá.

Como en una versión distorsionada de Hamlet, el soliloquio de la protagonista (que no es joven, ni princesa) ronda una disyuntiva: ¿Ir o no ir al velorio de Andrea? Como contracara del fantasma del rey padre, nuestra heroína trae a escena a sus propios muertos, encerrada en una casa familiar que parece detenida en el tiempo.

Uno de los aspectos salientes del monólogo que construye la autora es su capacidad de ser creíble, de estar alineado con aquellas voces que pueden resonar en nuestras cabezas cuando algo nos quita el sueño: no hay frases grandilocuentes ni sentencias ceremoniosas. Al contrario: abundan las preguntas, los reproches y una capa ácida de ironía formal o de contenido que funciona magistralmente para destruir solemnidades: LaputaqueteparióAndrea. Yo confié en vos. Demasiado. Es mi falta. Las oraciones son cortas hasta lo hiriente y, en algunos casos, se verticalizan y juegan a ser versos, se repiten, se interrogan para dar curso a una operación de disección delirante que la protagonista realiza con sus recuerdos, sus certezas y sus actitudes.

Objetos que dicen mucho

Resulta interesante ahondar en las técnicas que tienen que ver con el armado de un soliloquio. Paradójicamente, no todo es soledad. Los elementos inanimados suelen tener un gran valor simbólico (la calavera del bufón que Hamlet levanta). Así, a fin de dotar de interlocutores a su criatura, Mirad utiliza una estrategia sabia al poner en juego a dos personajes que pertenecen al universo infantil de la protagonista. La elección es particularmente interesante: Lucas Pájaro y Pinoteo Rivarola son dos soldados surgidos de la reproducción de un cuadro de Cándido López que está colgado en un espacio de esa casa-museo que tan a disgusto habita esta mujer. La imagen reproduce la pintura “Después de la batalla de Curupaytí”, obra que le fuera a encargada a López para dar testimonio de una de las batallas de la Guerra de la Triple Alianza. Durante todo el día que dura su indecisión sobre si ir o no al velorio de Andrea, la narradora-protagonista dialoga con estas dos figuras, a las que no solamente les ha inventado sus nombres y sus profesiones (uno es comisario y el otro poeta), sino su misma existencia en la pintura: ella los describe como soldados paraguayos montados a caballo, pero no existe ninguna figura ecuestre en esa obra de López.

Más allá de esto, la muerte y la guerra constante son conceptos sobre los cuales ella discute con los dos en pos de esclarecer sus próximos pasos. Resulta divertido el punto de vista que ella les atribuye a la hora de “responder” a sus pedidos de consejos y opiniones.

Otro objeto que cobra significación es un sillón Berger que, en la tradición familiar de nuestra protagonista, es “el sillón de los muertos”. La narradora lo usa, en general, para la evocación, a la vez que trata de apropiarse del presente que transcurre afuera, en la plaza que alcanza a divisar gracias a una ventana:

Yo, dentro de este olor a rancio

y allá la vida.

La vida de los otros.

Del otro lado del vidrio. 

El error

Para terminar, nada mejor que volver al principio. El título de la novela hace sentido en dos cuestiones que me parecen muy valiosas. En primer lugar, la palabrá “dígrafo” (sin la “a” que aparece tachada) se refiere, en lingüística, a una secuencia de dos letras que representan un solo sonido (la “ll” por ejemplo). Esto de ser “dos y uno” al mismo tiempo está presente en la relación que la protagonista busca en la amistad.

En segunda instancia, la grafía que se utiliza en la tapa de este libro, o sea con una letra “a” tachada, produce que una parte del título pueda ser visualizado, pero nunca pronunciado sin que nos equivoquemos. Porque, ¿cómo se lee una palabra que tiene una vocal tachada? ¿Se ignora? ¿Se dice en partes? ¿Se explica?

 

Precisamente esto, el error, los rodeos, la falta de palabras enmascarada en un fárrago verbal dicho tarde y a nadie es lo que funda la potencia de este libro que, como le dije a su autora en el evento de presentación, casi es un libreto para una obra de teatro.