Escribir sobre música. La cuestión, alguna vez relativizada por aquella tan ingeniosa cuanto improbable frase que la asimilaba a bailar sobre arquitectura –adjudicada alternativamente a Frank Zappa o Thelonius Monk o Elvis Costello–, resulta ser en cambio más simple y directa. Mucho más de lo que las formas de la sacralización y sus antídotos contra el pensamiento crítico se preocupan en sostener. Escribir sobre música es, antes que nada, escribir. Desde el Kamasutra al Libro de Doña Petrona, queda claro que la escritura es un asunto que tiene menos que ver con el objeto tratado que con la obsesión de una práctica. Como en casi todas sus formas, también la escritura que avanza sobre la música como materia, la llamada crítica musical, resulta ser una imperfecta traducción, una hipótesis y hasta un deseo –que en los casos mejores constituyen formas enriquecedoras– de una idea dada o un dato de la realidad.
Pasando por las apasionadas intuiciones del siglo XIX, el apogeo crítico del XX y las más epidérmicas razones del XXI, la crítica musical encarnó esa institución cultural que bien o mal contribuyó a colocar a la música en la órbita del sentido común y entre las categorías del saber. De esa cultura viene Federico Monjeau, seguramente una de las plumas más cultas e incisivas de la crítica musical en Argentina. Ensayista, docente, periodista, Monjeau ejerció el oficio de escribir sobre música en el ámbito académico y en el periodístico. Fue profesor de estética de la música en la Facultad de Letras de la UBA y por más de cuarenta años escribió sobre música en los diarios La Razón, Página/12 y Clarín y en numerosas revistas especializadas, entre ella Lulú, que creó y dirigió entre 1991 y 1992.
Mucho de esa larga experiencia se refleja en las páginas de Notas de paso, el libro publicado por Fondo de Cultura Económica que reúne columnas que con ese nombre Monjeau publicó para Clarín entre 2016 y 2019. Los artículos, seleccionados por Matías Serra Bradford, que es además autor del prólogo, dan cuenta de un escritor que de distintas maneras y desde perspectivas variadas mide el mundo desde sus cuestiones musicales. Capaz de variar densidad crítica sin renunciar al tono de fondo, Monjeau pone en juego un método narrativo en el que la inmediatez del lenguaje y cierta galanura en el estilo atemperan el impacto de tanto conocimiento.
Entre lo que sugería la agenda periodística o apuntaban los argumentos de la memoria, o simplemente por el puro gusto de abordar un tema para compartirlo, Monjeau escribió. Sobre los tosedores y los aplaudidores en las salas de concierto, sobre su “reconciliación” con la música de Strauss, Bob Dylan y el estilo tardío, el minimalismo en la música de Philip Glass, sobre la ópera en Leonard Bernstein, el Schoenberg pintor, el urutaú de Zama y el de Guillermo Enrique Hudson. Sobre el Brahms progresivo, Monteverdi y la ópera moderna, Charles Burney y la historiografía musical, Hermengildo Sabat escenógrafo, Shostakovich literario, Morton Feldman pictórico. Sobre las copias y las transcripciones, la excentricidades de Glenn Gould, los misterios de Sofía Gubaidulina y mucho más.
También reflexionó sobre la naturaleza mineral de “los mil distintos tonos de verde de la zamba “Paisaje de Catamarca” y reconoció a Roberto Murolo entre los tesoros musicales napolitanos. Con distintas excusas recordó a Joao Gilberto, Michael Gielen, Harry Kupfer Erik Oña, Marta Lambertini, María Callas, Carlos Kleiber y Cuchi Leguizamón, entre otros.
El uso de la primera persona, tradicionalmente vedado a la crítica formal, instala en la escritura de Monjeau un clima de conversación, que incluso por momentos evita lo definitivo, para dejar entrever que detrás de cada argumento quedan más cosas por decir. Hay algo de suspendido, una tensión inconclusa en cada columna, un poco a la manera de esa estética del fragmento que Charles Rosen veía en el lied romántico, que terminaba de definir su forma en la arquitectura del ciclo.
La edición del libro ordena las columnas en capítulos, por temas, aunque queda la impresión de que la exposición en orden cronológico podría haber expuesto de una manera más natural ese pensamiento musical hecho sistema de escritura, en el que, entre otras estrategias, Monjeau apela al tan musical recurso de la reiteración como sentido de afirmación.
La idea de Daniel Baremboim de que el oído es el más inteligente de los sentidos, el libro de Éric Rohmer De Mozart a Beethoven. Ensayo sobre la noción de profundidad en la música, o el pensamiento vertical en la interpretación, son algunas de las recurrencias que ordenan un ideario estético vasto y sólido, en el que la mirada política, expuesta más directamente en las columnas que articulan el capítulo "Polémicas", no va más allá de la coyuntura. Posiciones producto de una época y sus circunstancias que, aunque legítimas, no suman demasiado a una mirada sustancialmente erudita y al testimonio afectuoso de un oficio en vías de extinción.