En una carta a la poeta Louise Colet, su amante y principal confidente, fechada el 17 de diciembre de 1852, Gustave Flaubert (1821-1880) subraya la intención detrás de aquello que ha llamado el Dictionnaire des idées reçues, un trabajo cuyo sentido consistía en definir los términos más usuales en lo que se refiere a los saberes de su tiempo para evidenciar la tremenda estupidez, el sinsentido, la banalidad que anidaba en el corazón de cada una de estas palabras técnicas que habían derivado, en algunos casos, en pan de todos los días, en simples lugares comunes. “Todo lo atacaré”, sintetizaba Flaubert en la epístola, “va a ser la glorificación histórica de todo lo que se aprueba. Demostraré allí que las mayorías siempre tienen razón, que las minorías siempre se equivocan. Inmolaré los grandes hombres a todos los imbéciles y lo haré en un estilo violentado al máximo”. Casi un siglo después de la muerte de Flaubert, en la biografía, ensayo y análisis existencial con el certero título de El idiota de la familia (obra inclasificable en tres tomos y muy poco respetada por los especialistas), Jean-Paul Sartre recupera estas palabras para sentenciar el tono del autor de Madame Bovary en la carta: “Naturalmente, su intención es irónica”. Para Sartre, Flaubert quiere aquí presentarse como una figura destinada a cargar sobre sí la suma de la estupidez humana con el objetivo de funcionar como una suerte de chivo expiatorio, sacrificial, que se entregaría a la descalificación de los más reservados y elegantes círculos intelectuales sólo para mostrar la estupidez de su esnobismo, la estupidez de la mayoría, la insensatez tanto de la vida humana como del conocimiento que puede llegar a obtenerse de su transcurrir. Flaubert haría de espejo para que la soberbia de la razón y el vano encumbramiento de la brillantez individual queden evidenciadas como lo que realmente son, fuegos fatuos, artificiales, que si algo reflejan es la imbecilidad natural.
El Dictionnaire des idées reçues, traducido al castellano como el Diccionario de las ideas recibidas o de las ideas aceptadas no es solamente una foto de época acerca del saber en la segunda mitad del siglo XIX. Es también el horizonte revelado de una historia, la conclusión general de la impar aventura de dos nombres que encarnan los últimos dos personajes creados por Gustave Flaubert antes de fallecer, dos nombres cuyas aventuras, aunque truncas por el deceso del autor, parecen suceder, como hubo señalado Borges, fuera del tiempo, en una suerte de paraíso de las ideas. Esos dos nombres son Bouvard y Pécuchet. El primero, un hombre rollizo y alegre que tiene algo de Sancho Panza. El segundo, un enjuto melancólico, directo, un tanto más pragmático (aunque este adjetivo, para hablar de ellos, es un digno error de su diccionario), casi un caballero de triste figura. Eterna Cadencia edita ahora, con traducción y notas de Jorge Fondebrider, la novela póstuma de Flaubert, Bouvard y Pécuchet, una obra en donde el escritor bisagra de la segunda mitad del siglo XIX, entre el realismo y ese algo más que escapa a definiciones “de manual”, en esa época que entre imperios e intentos de una nueva democracia marca también el cierre de la novela como forma, deposita una pregunta que hasta el día de hoy, de algún modo, tratamos de responder: ¿qué significa “conocer” el mundo con palabras?
Con una génesis que se remonta muy atrás en el tiempo, este cierre de la novelística flaubertiana implicó, para sus editores de ese momento y hasta llegar a la actualidad, una compleja tarea en algún punto siempre inacabada. Parecería que la complejidad de las muchas capas del libro representó buscar el mejor modo de relacionar el diccionario final con la historia de dos copistas que, ya jubilados y sin padecimientos económicos, se dedican a poner a prueba las ideas de su tiempo, practicando o discutiendo lo que los muchos manuales, tratados de filosofía, textos sobre botánica y agricultura, diálogos morales, etcétera, han presentado como principios fundamentales. Es que el corazón de la novela no es tanto las desventuras de dos personajes maduros que fracasan en llegar a conclusiones últimas o en llevar a la realidad lo que los libros dicen (empezando por los muchos jardines y plantaciones que arruinan al querer aplicar, por momentos, ideas de cultivo contrapuestas, valga el ejemplo), sino que el centro de esta novela con la mínima narrativa posible es evidenciar un “drama de ideas”, poniendo en discusión escuelas enemigas o supuestos principios que se contradicen o hasta anulan mutuamente. “Flaubert trabajó más de una década en este libro, cuya idea se remonta todavía más atrás en el tiempo”, señala Jorge Fondebrider, quien tradujo también para Eterna Cadencia Madame Bovary y los Tres cuentos. En el caso de Bouvard y Pécuchet, además de la traducción, Fondebrider redactó el prólogo, las numerosas notas y la selección de comentarios acerca de la obra de Flaubert.
“Como en todas sus obras, hubo un largo proceso de decantación que, en este caso, se vio interrumpido por varias urgencias: terminar obras que se le impusieron en el medio, sobreponerse a diversas crisis personales vinculadas a las muertes de familiares y amigos, sortear los avatares de la guerra franco-prusiana y afrontar la bancarrota a la que lo había llevado el marido de su única sobrina. Cuando pudo, ya sea en los intersticios que le dejaban todas esas catástrofes o cuando logró finalmente sentarse a trabajar, se documentó leyendo más de 1500 títulos que juzgó necesarios para su empresa. Llegó a formular un plan de un primer volumen de diez capítulos a través de los cuales transcurre la novela en sí, y bocetar un segundo volumen verdaderamente revolucionario, que serviría como ampliación y apostilla a lo que aparece en el primero. Pero se murió antes dejando sólo nueve capítulos concluidos y una cantidad enorme de materiales dispersos que, mal administrados por su sobrina, tuvieron que esperar muchos años para disponerse como las piezas de un rompecabezas que desde hace casi un siglo y medio los críticos y especialistas han ido armando sin que, hasta ahora, exista una versión absoluta. Posiblemente no la haya. Hay, como en otros casos, distintos planes que permiten una serie de hipótesis. Sobre eso se trabaja”.
Considerando lo complejo de la obra, estos avatares biográficos que mencionás y la mala administración de los herederos, ¿cuáles fueron las ediciones que te sirvieron para armar tu versión dentro de tan enrevesado panorama?
-En principio, no todas las ediciones son fiables. Las mejores funcionan como un work in progress, añadiendo siempre algo nuevo debido a descubrimientos que se han ido realizando. Las más importantes son las de Alberto Cento, Claudine Gothot Mersch, Pierre-Marc de Biasi y la más completa a la fecha, que es la que realizaron para la biblioteca de la Pléiade, Jacques Neefs y Anne Herschberg-Pierrot. Sobre ellas me apoyé yo para realizar mi traducción. Entre unas y otras hay a veces leves diferencias de interpretación, por lo que tuve que optar, fijando a su vez criterios propios. Buena parte de las notas provienen de esas fuentes que menciono y de cientos de trabajos que tuve que leer y que constan en la bibliografía. Considerando que Flaubert se mete con todas las disciplinas, hay absolutamente de todo. Las notas que me corresponden tienen que ver con la historia y la geografía de Francia, que no constan en las ediciones francesas, claro, y también con observaciones vinculadas a cuestiones de orden lingüístico y literario propias de nuestra realidad. Por ejemplo, lo que Borges encontró en Bouvard y Pécuchet o las muy inteligentes observaciones de Magdalena Cámpora, la mayor erudita en literatura francesa de Argentina.
UNA LITERATURA CÁNDIDA
En novelas anteriores, como La educación sentimental, Flaubert buscó armar una novela de tema casi nulo que sólo pudiera sostenerse a puro estilo. “Una novela sobre nada”, confesó también a Colet, oportunamente, al hablar de este proyecto. Pero también allí encontramos los desvíos entre la voluntad, el deseo, mejor, y su encuentro con la historia, las cosas concretas. Frédéric Moreau, un joven en el medio del drama del crecimiento y la adultez enamorado de una mujer mayor y casada, planea encontrarse con Madame Arnoux en las mismas jornadas de febrero de 1848, álgidos tiempos de la Segunda Revolución Francesa (que luego terminaría en el auto-golpe de Estado de Napoleón III y el comienzo de la Segunda República). Mientras Moreau recorre las calles, desesperado, la revolución, las barricadas, las sonoras manifestaciones, pasan como en sordina: Moreau está en la historia, pero no la ve, ensimismado en una pasión inútil: la historia, literalmente, le pasa por el costado. ¿No es esto esperable del mismo autor de una lectora perdida en sus novelas que confunde la vida real con lo que encuentra en sus páginas? ¿O el drama de una amable sirvienta que encuentra a la manifestación del Espíritu Santo en un loro embalsamado? Realidad y simbolismo, sueño y deseo frente a lo concreto e histórico, parecen ser dos carriles que nunca se encuentran en la obra de un autor, en términos historiográficos, relacionado estrechamente con el llamado realismo de la segunda mitad del siglo XIX. Al menos, hasta cierto punto.
“En Bouvard y Pécuchet lo que tenemos es una manera de plantear las terribles consecuencias de la estupidez humana en todos los campos disponibles”, retoma Fondebrider. “Fijate que a cada teoría que se plantea en el libro se le oponen varias contrarias. Unas anulan a las otras y así al infinito. Por eso, a medida que el libro avanza, Bouvard y Pécuchet, que al principio parecen dos tipos bastante tontos, empiezan a desconfiar de todo, sobre todo de los dogmas (de la religión, de la política, de las ciencias, de la moral, etc.), y en un momento determinado empiezan a ver la total imbecilidad de todos los que los rodean. En eso, Flaubert es consecuente. Desde Madame Bovary en adelante, donde todos los personajes son bastante estúpidos, empezando por la misma Emma, en todos sus libros puso el acento sobre la estupidez. Y todo eso lo hizo absolutamente explícito en su correspondencia, que es gigantesca y casi tan importante como sus ficciones. Entonces, Flaubert es un misántropo, no alguien que juega a serlo para impresionar a la gilada, para decirlo en criollo. Descree de las almas bellas y raramente se muestra impresionado por ‘las grandes obras’ de su tiempo. Eso hay que tomarlo literalmente. No es el tipo de escritor al que hoy en día se invitaría a ferias del libro, festivales literarios y otras estudiantinas de ese tipo. Y agrego: el mote de “realista” no se lo puso él, sino que se lo pusieron otros, por lo que yo desconfiaría de sus alcances”.
Esa temática constante en sus obras, el retrato de la estupidez humana, que es un modo de ir a contrapelo de la soberbia del saber científico que se estaba constituyendo en la época, no es solamente una indagación vía el argumento, sino que también hay allí un trabajo formal que sale de los estándares de ese momento.
-En cada una de sus obras, Flaubert desplegó parte del arsenal del que se nutre la novela contemporánea: la multiplicidad de puntos de vista y el recurso al estilo indirecto libre en Madame Bovary; la lógica cinematográfica en Salammbó; la novela psicológica de trama endeble en La educación sentimental; la escritura que se apoya en la biblioteca antes que en la acción en La tentación de San Antonio. No es cualquier escritor, que tiene una historia potente que contar en el estilo aceptado por su época; es un escritor que escribe sobre nada y lo hace en un estilo absolutamente brillante, convirtiendo un hecho policial en una joya, o una peripecia histórica en un festival de imágenes. Creo que, hasta entrado el siglo XX, no tiene comparación. De ahí que muchos de sus logros hoy no se perciban con la nitidez que tuvieron en su momento, básicamente, porque a través del tiempo nos fueron constituyendo como lectores.
FLAUBERT PARA TODOS
La tarea de editar Bouvard y Pécuchet, de traducirlo y comentarlo, implica trabajar sobre una masa informe casi armada a propósito. Más allá de que Flaubert haya fallecido en 1880 sin poder darle cierre a una obra de tantos años, el hecho mismo de que construyera un trabajo “en espejo”, donde los intentos fracasados de los copistas inviten a armar el diccionario que sintetiza la conclusión (apurada, errónea, irónica) despertada por la experiencia frente a cada término, sea o no técnico, implicó por parte de Jorge Fondebrider un largo trabajo con una amplia lectura de varios textos que se reponen en el largo cuerpo de notas de la publicación. Este libro termina así convirtiéndose en un hito dentro de la historia nacional de recepción de la obra flaubertiana y un trabajo que termina por incluir tanto al lector académico como al neófito. De ahí que se pueda disfrutar de la fina distancia de las entradas del Diccionario de las ideas aceptadas pudiendo reponer a qué momento de la desventura de los copistas se refiere, y cómo hay también en ellas un comentario, no del todo sutil, al estado de la vida del escritor de ese momento. Por caso, en la entrada Académie Française se lee: “Denigrarla, pero tratar ser parte de ella, si se puede”.
La influencia que dejó esta obra en la narrativa del siglo XX puede detectarse desde la recuperación positiva en “Vindicación de Bouvard y Pécuchet” de Borges hasta el nouveau roman francés. ¿Hasta qué punto Flaubert marca con esta obra posibles direcciones de la escritura del siglo siguiente?
-Empiezo por un ejemplo. Pensá en el estilo indirecto libre: la secuencia es Flaubert, Edouard Dujardin, Henry James, Gertrude Stein, James Joyce, Virginia Woolf, Faulkner, pero no te olvides que antes estuvo Flaubert. Ezra Pound dijo que el Ulises sólo fue posible porque hubo Bouvard y Pécuchet, y Joyce no lo desmintió. Sus Tres cuentos, obra veinte veces superior a Madame Bovary, son referencia obligada de casi todos los buenos cuentistas del mundo entero. Pero tanto el nouveau roman como Raymond Queneau y Georges Perec también vienen de ahí. Y Beckett, y muchos otros escritores. El problema es que Bouvard y Pécuchet es una obra difícil por los muchos pliegues y vericuetos que implica. Flaubert lo sabía y dijo haberla escrito para los lectores del futuro, no para los de su tiempo. Es una obra que se ha cocinado a fuego lento y que ayudamos a completar entre todos. No es una lectura lineal, no hay un cuentito y la moraleja es terrible.
En la nota al pie que inicia la segunda parte, la “Copia” que contiene el Diccionario…, retomás una cita de Pierre-Marc de Biasi nombrando a la producción en espejo de toda esa sección con respecto a la historia narrada como un “efecto Borges o Perec”, casi en la misma posición en que Barthes encontraba un “efecto de realidad” en “Un corazón simple”. ¿Cómo te parece que dialoga, a partir de estos nombres posibles, la Copia con respecto a la totalidad de la obra?
-La Copia es la verificación de los fragmentos que se citan en la novela. Provienen de personajes muy variados y de múltiples fuentes: libros, discursos, la prensa, etc. Cuando Bouvard y Pécuchet, al cabo de los años y de la desilusión, deciden volver a ser copistas, se abocan a copiar aquellas ideas que discutieron a lo largo de la novela. Es un trabajo que sólo en parte corresponde a Flaubert. Él había marcado muchos libros, pero amplió ese catálogo contratando a dos amigos que se ocuparon de recopilar citas contradictorias y estúpidas que él pensaba ordenar posteriormente. Lo único que alcanzó algún rango de completud es el Diccionario, que presentó en las tres versiones que llegaron a nosotros. Allí puede verse cómo trabajaba Flaubert: las definiciones tienen diversos grados de desarrollo; en algunos casos se repiten, en otros se amplían o reducen. Hay sólo una de su puño y letra. Se supone que la novela se iba a cerrar con un capítulo que, puesto al final de la Copia, permitía una conclusión. Ese capítulo no existe. Por lo tanto, uno podría verse tentado a pensar que el libro podría haber seguido indefinidamente. Sin embargo, Flaubert estaba decidido a terminarlo y eso quedó en su correspondencia, por lo que nuestra tentación debe ceder ante la realidad.
Tu edición tiene 1500 notas. ¿Es mejor leerlas a medida que se avanza la obra o las pensaste como material para un lector que, luego, si quiere, puede profundizar en el denso campo de referencias de cada momento de la novela?
-Todo depende de la cabeza del lector. Siempre pongo en el prólogo de mis ediciones anotadas (Flaubert, Conrad, London, Cronin, Perec) que el lector puede saltearse las notas si le incomodan. Pero yo las necesito. Soy un lector a quien le importa saber de qué se habla en los libros, sobre todo cuando estos transcurren en otro tiempo y en otra realidad ajenos a mi tiempo y mi realidad. Antes de traducir Bouvard y Pécuchet sabía tan poco sobre el cultivo de los melones, el número de especie de peras que hay en el mundo o el contenido de los sermones de Bossuet que su sola mención en un texto y sus implicancias en su progreso me habrían pasado por encima. Ni qué hablar de la historia de Francia, la evolución de las ideas científicas en general y las teorías educativas. Todas las ediciones francesas de esta obra, incluidas las de uso escolar, están pobladas de cientos de notas. Sostengo desde siempre que traducir tiene que ver, por un lado, con las palabras y, por otro, con las culturas. Uno traduce las dos cosas. Esta novela, presentada sin ningún aparato crítico pierde toda la gracia. En cierto modo, es como si Flaubert mismo hubiera previsto este avatar futuro.