EL CUENTO POR SU AUTOR
Tengo la fortuna de que los narradores elijan a veces mis cuentos para ponerles el cuerpo. Esto ocurrió una vez con un señor cuyo nombre no conozco. Lo narró de una manera llena de una verdad profunda. Me hizo llorar y entender que el cuento había sido suyo desde antes y yo lo único que había hecho había sido escribirlo para traérselo. “El pañuelo y el viento” forma parte del libro de cuentos Los árboles caídos también son el bosque, que será reeditado por Eterna Cadencia en 2024. Ojalá todos los cuentos encontraran a su dueño como lo hizo éste.
EL PAÑUELO Y EL VIENTO
Las últimas veces no contaban. Habían sido en esas fiestas en las que mis hermanas se empeñaban en juntarnos como si así volviéramos a ser la familia que habíamos sido, como si para crear una orquesta bastara con poner en un mismo lugar a los músicos. Pero esas veces no contaban. Las últimas para mí habían sido los mismos veranos que para ella, sino no me habría pedido que pasáramos juntos tres días en el campo como antes. “¿Todos?”, le había preguntado en el teléfono como un idiota. “No,” había dicho ella, “nadie más. Quiero estar tranquila, todos seríamos muchos”. En eso pensaba cuando la ví en la estación, o mejor dicho, reconocí entre la gente su modo de andar, como si nada le pesara, ni su cuerpo ni el tiempo ni eso que todos acumulamos como se acumulan trastos viejos en un placard que nunca abrimos.
Lala, pensé, la más dulce, la más suave. “Laura”, dije, y me acerqué. Entonces me dí cuenta. Llevaba un pañuelo en la cabeza y por debajo del pañuelo no asomaba el cabello lacio, brillante y oscuro de Lala. Siempre había sido delgada de un modo que uno veía en su fragilidad la elegancia de un ciervo, como una flor de pocos pétalos o las ramas más finas de un árbol. Pero de pie en el andén, con un bolso pequeño junto a los pies, un pañuelo azul en la cabeza, los ojos más grandes que nunca, su delgadez era la de algo cuando se acaba, lo que tienen las cosas cuando se alejan. El impulso de abrazarla se desvaneció en el espacio que nos separaba y mis brazos abiertos cayeron a los costados de mi cuerpo. Ahora sé que lo que yo necesitaba en ese momento eran palabras.
Me quedé recorriéndola con la mirada, y ella dijo “¿La tía no te dijo nada?”.
Todo iba cayendo dentro de mí sin que yo pudiera atraparlo a tiempo. La voz de mi madre diciendo “María Laura está enferma”, hablando de “lo de María Laura” en voz muy baja, yo dejando pasar las palabras de largo como hago a veces con mi madre.
“No sabías”, dijo Lala, y ni siquiera pude decir que no. “Mejor,” dijo ella, “entonces has venido porque has querido. Me alegra”. Y ahí fue Lala de nuevo, mi prima, la que yo había querido abrazar antes. Puse mis brazos alrededor de sus hombros, torpe, a destiempo, y ella también me abrazó y me dijo que era un idiota. “El mismo de siempre”, dije, “para que me reconocieras”.
Tomamos un taxi fuera de la estación y le pedimos que nos dejara en la entrada del casco. Caminamos. Entonces creí entender qué era lo que Lala quería: en ese camino de tierra, entre acacias, yo volvía a tener cinco, ocho, once, catorce, veinte años.
La casa nos esperaba como parecía hacer siempre esa casa. Funes y la mujer la mantenían ni muy limpia ni muy sucia, ordenada y como decían ellos “lista”, y así esperaba la casa a todos, coleccionando objetos desde principio de siglo, del otro siglo, superponiendo refacciones de los '70, los '90 y otras que yo no había visto.
Había una hamaca de hierro antiquísima en la que solíamos hamacarnos los once primos todos juntos. Entre los sauces había una mesa de mármol, alrededor de la que poníamos bancos de cemento adornados con pedazos de cerámicas de colores, unas sillas de caño rojo y otras de mimbre, como las de la playa, una de hierro, solitaria. Era maravilloso ver todas esas piezas juntas como testigos de las épocas por las que había pasado la casa recogiendo ésto y aquello a su antojo para traer todo al presente como una ofrenda amorosa y ridícula. Los platos, por ejemplo, había Limoges de bordes azules y dorados, Rigolleau de flores naranjas y rosas, platos de plástico, de loza, cascados, de vidrio marrón, platos de sopa para niños que Lala y yo habíamos usado. Había cuatro exprimidores diferentes. En los cuartos había olor a humedad a pesar de que la mujer de Funes abría los postigos todas las semanas. Había crucifijos sobre varias camas, había portaretratos desperdigados por toda la casa. Había hasta gente que no reconocíamos en esas fotos. Algunos éramos nosotros mismos en un día que habíamos olvidado. Había perros, siempre había muchos perros en esa casa, aquella vez eran siete. Mínimos y enormes, todos mestizos. De chico yo me había empeñado en determinar de quién eran, si de Funes, en ese momento Funes padre, o nuestros. “Del campo”, había dicho mi padre, “esos perros son del campo”. “¿Y el campo?”, había dicho yo, “el campo es nuestro, ¿no?” Mi padre se había reído y me había dicho “Las cosas que son del campo son del campo, Juan, no son de nadie”.
Lala le preguntó a la mujer de Funes los nombres de los perros nuevos, y en seguida la estaban siguiendo, como si hasta los que no la conocían hubieran entendido quién era. Lala, la que de niña siempre metía perros en su cama.
Pasamos la tarde en la casa, jugando con recuerdos, riéndonos. “Ahora tenemos recuerdos”, dijo Lala, “antes, cuando éramos niños, no teníamos”. “Tenemos eso, Juan”, dijo.
“Y estamos haciendo otros nuevos”, dije y me arrepentí mientras lo decía. Después me levanté y dije “Mejor te voy a cocinar algo”. Le pedí a Funes las llaves de la camioneta y fuí al pueblo. Encontré menos de lo que esperaba, pero fue suficiente. Pasé por Amparo y compré vino, aceite, especias, semillas de amapola y sésamo negro y blanco. A Funes le había pedido un pollo y vegetales, “los que haya nomás”, le había dicho.
Lala había puesto el viejo aparato de música en la cocina. Cassetes de Marvin Gaye, de los Beatles.
Mientras cortaba las verduras, me dí cuenta de que allí, en la cocina del campo, estaba la razón por la que yo me había dedicado a cocinar. Había aprendido a amar esos olores antes de aprender a hablar. Lala dijo que allí también había una explicación de lo que ella era. Después dijo que iba a buscar algo y se fue.
Cada vez que me dejaba solo una jauría de ideas me rodeaba y solamente la presencia de Lala podía volver a disiparlas. Vacié mi copa y me serví otra, bebí sorbos largos como si volcara el vino dentro de mi cuerpo, me limpié con el dorso de la mano como no habría hecho nunca delante de Lala.
Cuando volvió, con un ramito de jazmines, quise decirle que no me dejara solo pero sabía que iba a contestarme que yo era un tonto. Puse la mesa, y con un repasador en el hueco del codo, y los pies juntos, le serví lo que había cocinado. Comimos con música y en una canción que Lala se puso a cantar me paré, subí el volumen y bailé. Bailé como cuando tenía veinte años. Ella me dijo que yo siempre había sido así. “Así cómo”, dije. “Seductor”, dijo. Me subí a la silla y seguí bailando para ella, levantándome la camiseta, girando con los ojos cerrados. Lala se reía y yo hubiera hecho cualquier cosa para que ella siguiera riéndose así. La silla parecía bailar conmigo, obediente.
Cuando me caí Lala corrió y me puso la mano debajo de la cabeza. Sentí que había hecho eso muchas veces, cada vez que yo me había caído de un árbol, cada vez que a alguno de nosotros lo había tirado un caballo o lo habían retado. Los ojos grandes de Lala, su piel pálida. Tenía un pequeño hueco en la frente, como si le hubieran hecho una marca. Sentí que todos le debíamos algo. Cerré los ojos y me acerqué a su cara. “Qué hacés”, dijo, y me empujó. “Qué hacés”, repitió con ojos furiosos. “No sé”, dije antes de verla salir de la cocina. Ahora sé que hubiera querido preguntarle qué debía hacer porque a pesar de que aquel fin de semana no logré hacer lo que ella quería, yo estaba dispuesto a todo. Habría hecho cualquier cosa que ella me hubiera pedido. Pero Lala nunca pedía nada.
Esa noche me fui a la habitación grande, en la otra punta de la casa. ¿Qué debía hacer? ¿Hablarle a Lala de Dios? ¿Descrucificar esos cristos que no dejaban de morirse sobre las cabeceras de nuestras camas desde que éramos niños? ¿Hacerla feliz por un fin de semana, redimirla de la sucesión de simulacros de felicidad que a veces me parecía su vida? ¿Hay felicidad mediocre? Siempre sentí que no sabía cómo llorar, como si hubiera un modo correcto de hacerlo. Lloré boca arriba con los brazos a los costados del cuerpo, como cuando era pequeño, entregado al último de los últimos recursos. Lloré hasta quedarme dormido.
A la mañana Lala había puesto flores en la mesa y preparaba el desayuno. Pan casero, manteca hecha por la mujer de Funes, café con leche en tazas grandes, un huevo. Estaba muy tranquila. Me preguntó cómo era ser cocinero en un barco, si era feliz, si estaba enamorado. Yo no me atreví a hacerle las mismas preguntas. Ella me habló de su jardín, dijo que nunca habría podido vivir en un barco porque no hubiese podido no tener un jardín. Dijo que extrañaba trabajar y sonrió. A veces sonreía sólo para aliviarnos a los demás.
Después salimos a caminar. Los recuerdos seguían cayendo suavemente sobre Lala y yo, que nos dejábamos atravesar como si los fantasmas fuéramos nosotros y no los que nos rodeaban, todos esos primos, tíos, tías, abuelos y amigos que nos seguían envolviéndonos en un murmullo suave bajo el sol o entre los árboles. Cruzamos al otro lado de la laguna y allí vimos a los caballos. “Mira, Laura, la Morita”, dije. “No puede ser”. “Sí, mira, ese modo de pisar, la mancha al costado de la cara. Es la Morita”. “La Morita se tiene que haber muerto, Juan”. “Por qué se tiene? Nadie tiene que morirse”. “Sí, Juan”, dijo Lala y nos quedamos callados. El campo, la laguna y la tarde también. Cuando le preguntamos a Funes dijo que esa yegua era hija de la Morita y que tenía sus mismas mañas. “Y sus mismas virtudes seguramente”, dijo Lala. Funes se rió y dijo que si queríamos la ensillaba. “Sí, Funes, mañana a la mañana salimos”, dijo Lala. Yo me había quedado pensando qué habrían hecho con la Morita cuando murió. No me imaginaba a Funes haciéndole una ceremonia a un caballo. No pregunté y le dije a Lala que sí, que salir a la mañana era una buena idea.
Las horas pasaron entre caminatas y recuerdos. Lala miraba el campo en silencio y yo quería ver lo que veían sus ojos. Volvimos por la tarde a la casa y preparé algo de comer.
“Salimos hoy a la noche”, dije. “¿A peludear?”, preguntó. “No, a peludear no, a pelotudear”. Lala no decía malas palabras, pero esa vez se rió, se rió de un modo diferente, sacudiendo la cabeza y levantándola, como con brío. Eso era algo nuevo en ella y por ser nuevo me pareció que era bueno. “A la sierra”, dije. “'¿Hasta allí? ¿A esta hora?”, dijo ella. “Tenemos toda la noche”. “Toda la noche, no”, dijo, “yo también quiero dormir”. No sé qué cara puse pero al final dijo “Bueno, vale” y sacamos la camioneta.
Cuando el camino se acabó, caminamos y comenzamos a trepar. Lala se cansaba y nos sentamos en una piedra. A medida que subíamos el viento era más fuerte. “Quiero mostrarte algo”, dije. “¿La tabla?” “¿Cómo sabes?” “Te habían castigado por venir y me contaste, ¿no recuerdas, Juan?”. No me acordaba de eso pero supe llegar a esa parte en la que la sierra parecía ofrecer un trampolín. Una saliente de roca sobre el vacío que de niño había bautizado “la tabla” por las tablas de los barcos piratas. Casi no había cambiado, no sobresalía tanto como en mi recuerdo y se había afinado un poco, pero ahí estaba mi lugar favorito, mi posibilidad de riesgo real cuando todo era seguro y yo igual sentía miedo.
Trepé y caminé por la tabla con los brazos abiertos. El viento hacía que yo empujara mi cuerpo hacia delante como apoyándome en él y en la idea de que no dejaría de soplar.
“Juan, baja”, dijo Lala, “te puedes caer”. Yo grité y el grito pareció irse para atrás, como barrido, sin durar. Cuando bajé le dije “Te toca”. “Estás loco”, dijo. Insistí y ella dijo que quería marcharse. “Lala, no te va a pasar nada”, decía yo. “Tú y yo queremos cosas diferentes, Juan”, dijo ella al final, y empezó a bajar entre las piedras, sola. La seguí.
Abajo, donde no soplaba el viento, en la oscuridad y antes de poner en marcha la camioneta me pareció que podía escuchar el ruido que hacía la luna al moverse, como si raspara contra un cielo de metal, como si algo no estuviera bien en esa noche en las que nos tocaba estar.
A la mañana siguiente los caballos estaban atados junto a la galería.
Mientras tomábamos el café Lala dijo “Al regresar, empacamos”. “Quedémonos un día más”, dije. Ella dijo que no podía. Insistí, y me miró sin responder. “Una noche por lo menos”, supliqué al final. “No puedo”, dijo, dejando la rodaja de pan en el plato, entera.
A media mañana habíamos llegado a los corrales del fondo y cuando volvíamos Lala empezó a galopar. Ponía las riendas debajo de un muslo y gritaba “Sin manos”, como hacía Pichi, la más chica de los primos, porque no sabía soltar el manubrio de la bicicleta, y una tarde pensó que era lo mismo soltar las riendas. “Sin manos,” gritaba Lala, con ese brío con el que se había reído antes, “sin manos”. La yegua galopaba estirando el cuello hacia adelante, como si nadara y no quisiera ahogarse.
De repente el viento arrancó el pañuelo de su cabeza, y Lala fue la mujer más hermosa que ví en mi vida. Parecía desnuda, subiendo y bajando las olas invisibles, riéndose toda. No dejó de reírse y yo la seguí, galopando a su lado, intentando decir “sin manos” con las riendas en la boca, para que ella siguiera riéndose y galopando así.
Galopamos casi todo el camino de regreso y cuando llegamos a las acacias, al tranco, Lala me dijo “Sabes, Juan, Funes está equivocado. Tú tienes razón. Ésta es la Morita. No hay dos manchas iguales, y esta es la de la Morita. ¿Y has visto cómo cambiaba de mano cuando yo hacía así? Eso sólo la Morita sabía hacerlo”. Yo le dije que sí, que ésa era su yegua, la Morita, la Morita de siempre.