Abundan los comentarios y las denuncias acerca de la conculcación de derechos de todo tipo que está pretendiendo Javier Milei derogando leyes por decreto bajo la falsa pretensión de una “revolución libertaria”. Entre los derechos que se intentan quebrantar se incluye, de diferentes maneras que van desde la cancelación de la pauta publicitaria, la venta de los medios públicos y el recorte de presupuesto para la cultura, el derecho a la comunicación que el gobierno libertario no parece reconocer como tal. Y no solo por las iniciativas expuestas, sino también por la actitud que adopta tanto el Presidente como su vocero Manuel Adorni. Milei emite memes por las redes sociales digitales y solo admite intercambios con periodistas afines seguramente convencido de que esa es la manera de dialogar con la ciudadanía. Mientras tanto el vocero se molesta ante preguntas que a su solo criterio están fuera de lugar porque lisa y llanamente no tiene respuestas para dar.
En democracia la comunicación es un pilar esencial de la forma de gobierno y una manera de garantizarlo. Asegurar la información y la comunicación es parte de la responsabilidad y la obligación del Estado. Ofreciendo posibilidades y creando condiciones, también fácticas, económicas y operativas, para que la diversidad –que es propia del sistema- se vea favorecida.
Afirmar que los seres humanos somos diferentes unos de los otros, que somos heterogéneos, es una obviedad. Comprender el sentido de la relación entre diferentes exige asumir que las diferencias y la diversidad cultural son construcciones socio históricas de los actores y los grupos sociales, y que el diálogo en democracia se concreta en el marco de la conflictividad social y el juego de intereses.
Paulo Freire (1921-1997) sostiene que “la lucha por la unidad en la diversidad” es una lucha política que demanda “la movilización y la organización de las fuerzas culturales” en búsqueda de ampliar, profundizar y superar “la democracia puramente liberal”. La afirmación, tomada del libro “Pedagogía de la esperanza” sigue teniendo hoy la misma fuerza que cuando se publicó (1992). El diálogo entre sujetos, actores y culturas sólo puede darse como consecuencia de una construcción política, económica, social y cultural de la que todos y todas somos co-autores y, a la vez, responsables. Sin perder de vista que el diálogo entre actores sociales se genera y se vive en medio de una tensión creativa y productiva. Es una búsqueda que nunca alcanza un grado de estabilidad y de consolidación, sino que se recrea a cada instante en el marco de lo cotidiano. Es la tensión propia de la convivencia democrática que asume la diferencia como utopía, con todo lo que ello tiene a la vez de dinamización de la acción y de angustia de lo inacabado. Cancelar la escucha ciudadana y el diálogo en la diferencia, pretendiendo que existe una sola verdad posible, es suprimir la democracia misma.
Ni la democracia ni tampoco la gestión de gobierno se construye con la imposición de unas ideas sobre otras. No existe un sola y única verdad. Se la hace a partir del respeto de las identidades y el reconocimiento de la diferencia. Solo hay democracia genuina en la alteridad y en el crecimiento armónico de todas las expresiones legítimas en el escenario colectivo.
Esto no significa perder de vista que la comunicación es un escenario permanente de disputa simbólica y que la confrontación política se transforma sustancialmente en una lucha de relatos y de sentidos interpretativos, en la cual los actores intentan imponer sus puntos de vista sobre los hechos pero también un modelo de sociedad.
Es lo que no parece comprender de manera suficiente el gobierno que encabeza Javier Milei a pesar de enarbolar de manera permanente la bandera de la libertad.
Una ciudadanía sin vigencia de derechos sociales, económicos, políticos y culturales es una ciudadanía vacía, que pierde su sentido y hasta su razón de ser. Una ciudadanía sin participación efectiva, sin incidencia ciudadanía sobre la toma de decisiones es una ciudadanía formal, desinflada, desguasada de sentido. Todo lo anterior se apoya en la escucha atenta de quienes gobiernan, en información y comunicación fluida, veraz y garantizada por el Estado.
Así planteada la comunicación puede ayudar a la gobernabilidad pero también a la convivencia social y la democracia misma. Cualquier desequilibrio en esta materia puede ser nefasto para la democracia como sistema político y de convivencia social.