Igual que una conversación en la que se cambia varias veces de idioma sobre la marcha, la experiencia que propone Más allá de la montaña, de Hany Abu–Assad, puede volverse algo confusa. Pero no porque sus vericuetos sean difíciles de seguir, sino porque la película misma parece nunca ponerse de acuerdo en cuál de todos esos lenguajes quiere contar su historia. Aunque al principio todo hace pensar que el idioma elegido será el de la tragedia de aventuras. Ben y Alex no se conocen pero tienen el mismo problema: necesitan llegar a Nueva York justo el día en que todos los vuelos se cancelaron a causa de una tormenta. Ella le propone entonces alquilar juntos una avioneta para sortear el escollo y él acepta. Todo va bien hasta que al sobrevolar las montañas parece que la tormenta finalmente los alcanzará, pero antes de que eso ocurra al piloto le da un infarto y el avión cae sobre una de las cumbres heladas. Primer llamado de atención que hace temer un guión manipulador: aunque la tormenta podría haber sido suficiente para desencadenar la tragedia, matando al piloto los autores se aseguran de que sus criaturas no tengan ninguna posibilidad de salvarse. De ese modo dejan bien claro que están dispuestos a cualquier cosa con tal de dejarlos sin salida.
Una vez caído el avión Más allá de la montaña se convierte por un rato en una versión modesta de ¡Víven! (1993, Frank Marshall), en la que Ben y Alex deben sobrevivir mientras esperan ser rescatados. Como eso no ocurre, la película vuelve a mutar, adoptando la forma de El renacido (2015, Alejandro González Iñárritu), con sus protagonistas desafiando al paisaje nevado en busca de su propia salvación. Mientras tanto, la cosa va tomando de a poco el color de una historia de amor con mucho de síndrome de Estocolmo.
Como dijo Karl Marx en algún momento, pero refiriéndose a algo bastante más importante, la historia de Más allá de la montaña empieza como tragedia y termina como farsa. Porque una vez pasados los dos tercios del segundo acto y ya a punto de desembocar en el desenlace, la película parece no poder ponerse un límite a sí misma y las situaciones por las que los pobres Ben y Alex son obligados a pasar se vuelven involuntariamente risibles. En su afán por crear emoción, Abu–Assad no consigue darse cuenta de que la mano se le va yendo y solo le falta hacer que a los protagonistas les caiga un piano en la cabeza. Porque algunas de las cosas que les ocurren no están muy lejos de este tipo de fatalidades, tan comunes en los episodios del Coyote y el Correcaminos u otros dibujos animados. Si hasta promediar su extensión el relato consigue que el verosímil se mantenga a flote, en el último tramo la cosa se va volviendo barranca abajo (o cuesta arriba). Entonces el final feliz, que en otras circunstancias podría haber sido bienvenido, se convierte en una decepción que pone en evidencia lo prosaico y forzado de mucho de lo que inicialmente había sido dado por bueno.