“¿Quién, si la Argentina gritase, la escucharía entre las jerarquías de los ángeles? Y aun cuando alguien la escuchara, ella sucumbiría ante la existencia de los poderosos”, dan ganas de exclamar -parangonando a Rainer María Rilke- ante la realidad desnuda a la que nos arroja una democracia degradada.
Esa que como si fueran dones navideños invertidos roba las jubilaciones, fomenta los despidos, se desentiende del arte y los medicamentos, ni se preocupa por la supervivencia de sus mayores, de las mujeres y las diversidades, de las niñeces, de las personas en situación de riesgo; esa que fabrica desocupación, destruye la industria y lapequeña empresa, regala el patrimonio nacional a los privados, hace desaparecer la cultura, limita la educación, fuga divisas, reprime, maltrata, arrasa derechos y amenaza con más padecimientos.
Se trata de un ataque masivo contra los cuerpos. Porque todos estos actos de la voluntad de poder sádica son del orden de la palabra, es cierto: escritos, decretos, anulación de leyes, disolución de instituciones; pero sus consecuencias caen sobre los cuerpos y los bienes de la ciudadanía ¡que le cedió el poder democráticamente! (el 55 por ciento votando ultraderecha y el resto asumiendo las reglas de juego democráticas).
Somos cuerpo. Es la única evidencia que tenemos. Sufrimos y gozamos con (y en) el cuerpo. La corporalidad no es una entelequia terminada y completa, no somos inmutables. Y este fluir de la subjetividad se construye y reconstruye en la interacción con el afuera, con les otres, con las circunstancias. Como todo ser sensible reaccionamos cuando nos agreden, es un mecanismo de defensa. Si quien nos ataca está a nuestro alcance y es visible -un mosquito, por ejemplo- lo contraatacamos instantáneamente, tenemos la posibilidad de detectarlo y el poder de accionar sobre él.
Pero si quien nos despoja es el Estado, la causa es intangente, aunque eficiente y los efectos tristes, pero tan potentes que nos impulsa hacia la calle, a reclamarle al Estado. No obstante, ¿quién es el Estado?, ¿es tangible?, ¿dónde reside? No es material, aunque contenga cuerpos y otras materialidades. No es personal, aunque haya personas que lo representen y actúen en su nombre. Ese dispositivo abstracto pero real nos está escupiendo en los ojos. Nos deja a la intemperie en nuestra propia patria.
Las corporaciones liberales gobiernan para el mercado, no para el bien común. Esos abusos repercuten en nuestros cuerpos (¿dónde si no?). Reaccionamos ante el ataque, aunque ya no alcanza con una palmeta espanta-mosquitos. Existe una necesidad legítima de protesta cuando los derechos son pisoteados. Cuando quienes nos representan democráticamente llevan el deprecio hasta en el rostro. El vocero presidencial finge idiotez (¿o es?) y confiesa que no comprende el motivo del paro nacional. ¿Y pretende que no haya respuesta popular?
Edipo confiesa haber atacado a Layo por la despectiva soberbia de su mirada. Si una mirada puede despertar tal furia, qué decir de medidas concretas que vandalizan los derechos, el sustento, los lugares de expansión y formación, de salud, de educación, de trabajo, de vivienda. El libertario paradójico creyó que la democracia era realeza, se olvidó que todo poder implica contrapoder: tomar las calles, gritar descontento, denunciar sinsentidos. ¿Y el despropósito de que más de tres personas reunidas es subversivo? Absurdos aleatorios (como “en 45 años seremos Irlanda”), entrega del país y -fundamentalmente- bolsillos vacíos siembran una indignación legítima que impulsa a la protesta.
¿La oposición no ve o el oficialismo no escucha? ¿Qué prácticas acompañaron en la escena histórica al advenimiento del liberalismo de mercado? La irrupción de la ciencia moderna posibilitó la revolución industrial. Nació la burguesía (siglos XVII y XVIII) y con ella la tilinguería de que en los lugares públicos debe reinar la paz de los cementerios. Al “buen orden” burgués -hoy “gente de bien”- le molesta que los cuerpos se dejen ver (confrontar Cheta de Nordelta). Y, en plena modernidad, se instituyó lo que Michel Foucault -en Historia de la locura- denomina el gran encierro. Se habilitó para encarcelar pobres. ¿Su culpa? Carecer de medios, dejarse ver. El poder, en lugar de imaginar soluciones humanitarias para les pobres, les ponía en prisión, así no se manifestaban.
La voluntad de control del capitalismo es Moloch exigiendo cuerpos para devorar. Es así que se siguieron confinando a otras personas “subversivas”: homosexuales, prostitutas, aprendices de brujos, hijes desobedientes y, finalmente, se comenzó a encerrar a la locura. En Francia, los cuerpos que no debían mostrarse en público salieron a la calle, abrieron las puertas del encierro y comenzó la Revolución. Una de las gotas que colmó la medida fue la actitud del poder indiferente a las necesidades populares. “¿No hay pan?, ¡que coman tortas!”, dijo María Antonieta. “No hay plata, que se arreglen con lo que tienen”, dice el anarcolibertario. Ambos, con sus actitudes, impulsaron que los cuerpos salieran a manifestarse. Como sabemos, la historia se repite, una vez como tragedia y otra como farsa.
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Nómade deviene el cuerpo herido por medidas totalitarias. El escenario para los cuerpos ignorados por el autoritarismo dictatorial es la calle, la plaza, el ágora dirían en Grecia clásica. Allí se hacía política democrática: debates y protestas, aunque solo entre varones. Pero las mujeres -que vivían controladas en sus gineceos- protestaban ante “DNU” dictatoriales y patriarcales. En ciertas ocasiones, se lanzaban de noche al espacio público. Pero, como las calles y el ágora les estaban vedadas, se adueñaban de los techos de las casas o se reunían en descampados alejados de la polis. Compartían ritos empoderantes y experiencias esotéricas. Bailaban, cuchicheaban, bebían, cantaban, se amaban. Las caceroleadas actuales remedan aquellas resistencias paganas, si bien el gobierno de Milei tiene una diferencia inédita: ningún presidente sufrió protestas y judicialización multitudinarias y hasta un paro general a pocos días de asumir.
Los cuerpos agredidos con ajustes inusitados se manifiestan contra la injusticia sin trasgredir la democracia, al contrario, reafirmándola. Los cuerpos son fuerzas políticas y -ante el avasallamiento tiránico- se lanzan a la calle para recuperar sus derechos.