El cuento por su autor
Conocí a Alberto Laiseca en el Centro Cultural Rojas, en la primera clase de su taller literario, en el 2002. Era mi primera experiencia en un taller. Mezclado entre un grupo heterogéneo de fanáticos de su obra, curiosos y entusiastas de la escritura tomé nota de la primera consigna que nos proponía el profesor; faltaba todavía para se convirtiera para mí en Lai, el maestro a cuya casa acudiría para seguir aprendiendo, ya metido en el oficio, con ganas de convertirme en escritor y conocer a otros con las mismas ganas. Aquella tarde, decía, el profesor nos largó desde su porte montañoso, bigotones blancos y una mirada intensa que a la vez me amedrentaba y me llenaba de entusiasmo: escriban sobre una tormenta terrible, de esas tormentas en las que todo se inunda, salen autos flotando, la gente tiene que dejar sus casas, escriban sobre eso. Más o menos esa fue la propuesta. Diez años después, en 2012, el relato que escribí a partir de aquella consigna se publicó en Árboles de tronco rojo, mi primer libro de cuentos. La primera versión del texto, que leí con voz temblorosa en aquel taller, tenía diez páginas. La versión final tiene la mitad. El intento de quitar la grasa y que quede el músculo. La imagen generadora del cuento es una pareja que baila tango en la terraza de una vivienda precaria, rodeada de agua, como si esa terraza fuera una isla. Después de publicado, tuve la suerte de que el querido Hernán Ronsino leyera el cuento y lo editara en la deliciosa revista Carapachay. Aprovecho la oportunidad que me da Verano/12 para que esta historia de amor en medio de la catástrofe se acerque a nuevos lectores.
La inundación
Con mi señora no lo podíamos creer: después de tres días de diluvio la inundación había llegado a la puerta y ni amagaba con aflojar.
Al cuarto día los de Prefectura vinieron a evacuar el barrio en un lanchón y subieron a mi mujer y a los chicos. Desde la lancha, la Gladis me miraba, callada, como pidiendo que me subiera con ellos. Entré a la casa. Recién cuando escuché que se iban me asomé por la ventana.
Cuando la inundación de hacía tres años, nos fuimos todos y dejamos la casa sola: a la vuelta no quedaba nada. Esta vez iba a cuidar mis cosas aunque tuviera que defenderme a los tiros. Ya era de noche cuando trepé hasta el colchón que habíamos subido arriba del armario. Afuera seguía lloviendo: una lluvia fuerte, de gotas gruesas.
Desperté al mediodía, boca arriba, el cielo raso a medio metro de la cara. Encorvado, cuidando de no pegarme la cabeza contra el techo, me senté en el borde del armario.
Cuando miré para abajo casi me muero del susto. La inundación había entrado a la casa, un metro de agua por lo menos. La humedad trepaba por la pintura amarilla con manchones grises hasta el techo.
Ahí empecé a darme cuenta de la locura en la que estaba metido: la comida no era mucha y lo peor la soledad, esa asfixia de estar apretado contra el techo; quién sabe hasta cuándo iba a tener que estar ahí encerrado, saltando del armario a la heladera. A la mañana paró de llover. Agarré algo de fruta y unas galletitas. Saqué el cuerpo por la ventana y me trepé a la terraza.
Todo, hasta donde me llegaba la vista, era pura agua marrón. A lo lejos asomaba un techo, la punta de un árbol, postes de luz; todo el barrio sumergido, como borrado del mapa.
Entonces algo empezó a moverse en el techo de una casa en la otra cuadra: era mi vecina, la Tana, que pagaba saltitos y sacudía los brazos con ese aire medio de señora y medio de piba que tiene todavía.
Nos saludamos a los gritos; me dio alegría verla. Lo primero que pensé fue “qué mina arriesgada”; aunque a decir verdad no me extrañó del todo: el marido se mató en el camión el año pasado y el juicio que le ganó a la empresa le dejó un montón de guita; la plata se la fue gastando en mejorar la casa; si se llegaba a ir, seguro le robaban todo.
Me acerqué al borde del techo y nos pusimos a conversar a los gritos; a veces no se escuchaba por la distancia, se mezclaban las voces, no se entendía.
Al final se puso a tomar sol, recostada en una reposera y yo me senté en el borde del techo, las piernas colgando, el agua a medio metro: pasó flotando un pedazo de chapa, después un tronco, una silla. Miré para el lado del río. Era como si el río ya no estuviera más. Se nos había venido encima.
Ahí me acordé de mis dos hijos: mientras con mi señora y mi cuñado apilábamos las cosas, ellos chapoteaban y armaban barquitos de papel. Para los chicos todo eso era como un juego.
Capaz fue ese recuerdo de mis pibes que me devolvió el alma al cuerpo y me hizo ver todo distinto. De pronto ahí estaba, sacándome la remera y estirando los brazos antes de tirarme al agua de cabeza.
Chapoteé un buen rato y nadé hasta la esquina donde las ramas de un árbol asomaban apenas; ahí me quedé sentado, en una rama gruesa, secándome al sol, los pies en el agua.
—Está loco… mire que tirarse al agua —dice la Tana.
Yo le contesté que el agua estaba linda y ya que estábamos metidos en el baile mejor pasarla bien y distraernos. Desde el árbol se podía conversar mejor, estábamos más cerca, no hacía falta gritar.
En eso un pájaro empieza a chillar; amaga con posarse en la rama a mi costado pero al final remonta vuelo; aterriza en el techo de mi casa y picotea las galletitas.
Le grito para asustarlo pero ni se mueve; la Tana me cargaba:
—No puede espantar ni a un pajarito.
Nadé para la casa; cuando subo al techo el pajarraco se asusta y sale volando. Cansado por el esfuerzo, echado panza arriba, miro el sol redondo y rojo que se hunde en el agua. Al segundo estoy dormido.
Entonces tuve un sueño.
Estoy leyendo el diario en la terraza, mis dos hijos juegan a alguna cosa, gritan; con el ruido que hacen no me dejan concentrar. Cuando me doy vuelta para decirles que se callen, la terraza está vacía. Dejo el diario y me pongo a mirar el barrio inundado. Una fila larga de barquitos de papel viene flotando con la corriente. A lo lejos, algo más grande viene también flotando; cuando está más cerca se ve que es una bandeja enorme con la Tana recostada, de espaldas; lleva puesto un camisón blanco, las piernas desnudas. Sobre la bandeja, alrededor del cuerpo, hay papas al horno, pedazos de cebolla, ajíes. Parece dormida. Le grito para que se despierte pero no reacciona. Me saco la remera y estoy por tirarme de cabeza al agua cuando se da vuelta y me mira… tiene la cara de la Gladis. Me desperté de un sacudón. Era de noche. Se oían los gritos de la Tana. La saludo. Me hace señas:
—Si quiere venir a cenar a casa, acabo de cocinar el último pedazo de carne que me queda, con papas.
—Más le vale que esté rico —le contesto—, me voy a empapar hasta el alma para llegar allá.
La Tana se mataba de la risa; daba gusto escucharla: era como si toda esa locura fuera un chiste.
Me saco la remera y me tiro al agua con el pantalón y las zapatillas puestas. Nado hasta la casa de un tirón y me subo al techo. La Tana me recibe con una toalla y señala un montón de ropa sobre la terraza.
—Era de mi marido —dice—, elija lo que quiera —y baja la escalera. Me seco con la tolla y elijo una camisa a cuadros, medio colorinche, y un jean que me queda un poco grande.
La Tana me grita desde abajo:
—¡Podemos comer en la terraza!
Bajo la escalera y me quedo mirándola mientras sirve la comida. Subimos la mesa y un par de sillas, los platos, una botella de tinto; armamos todo en la terraza y nos sentamos cada uno en una punta. Mientras comemos, hablamos poco; cuando terminamos, quedamos callados mirando el cielo.
—Ya vengo —dice de pronto; baja la escalera y vuelve enseguida con una radio chiquita. Empieza a sonar un tango, de esos tranquilos, sin letra; un violín y un piano.
—¿Sabe bailar? —le pregunto.
—Era para escuchar, nomás.
—¿Pero sabe?
No me contesta. Se queda mirando el piso. Yo me paro y estiro el brazo. Ella sonríe pero se queda quieta. Insisto con el gesto y ella dice que no con la cabeza.
Pero de pronto se para y parece que está por volver a sentarse cuando empieza a caminar despacio. Nos abrazamos. Marco el ritmo con los pies y arranco con la base; está dura pero se nota que sabe moverse, sabe dejarse llevar. Tropezamos. Se disculpa y está a punto de soltarme cuando en la radio ponen una milonga bien movida y ya no tengo que hacer fuerza: bailamos enredados, apoyados el uno en el otro, cada vez más sueltos, cada vez más fuerte; cuando nos queremos acordar estamos a los besos, ahí nomás, arriba de la mesa, solos en medio del agua, quién hubiera dicho… la inundación por todos lados, nosotros en esa islita.
Quedamos despatarrados en la terraza, la radio suena de fondo; ella tiene la cabeza apoyada en mi panza, medio acurrucada. Le acaricio la piel suave, muy blanca, hasta que nos quedamos dormidos, fulminados por el cansancio.
Cuando abro los ojos ya es de día. El sol me pega fuerte en la cara y escucho un ruido raro, como un motor viejo. Me paro de un salto y miro para todos lados hasta que diviso una lancha enorme cargada con una montaña de muebles y lavarropas que se va acercando hacia mi casa.
Empiezo a los gritos. La Tana se despierta; baja corriendo y al segundo vuelve con una escopeta pegando tiros al boleo. Le arranco el arma y tiro al aire. Un tipo sacude los brazos y hace flamear un trapo blanco. El motor calla un segundo. La balsa gira en redondo y empieza a alejarse.
—La guerra de los pobres contra los pobres —dice la Tana y me abraza. Me siento en el borde del techo y quedo con las patas colgando mientras la balsa se va yendo de a poco, hasta que es una nube negra sobre el agua marrón.
Desayunamos tostadas y mate cocido. Un sol gigante pega de lleno sobre la mesa; al rato estamos otra vez a lo besos: transpiramos como locos, parecemos dos adolescentes en primavera.
Nos tiramos al agua. Chapoteamos y yo para embromarla le hundo la cabeza, ella me rasguña, me tironea del pelo. Al final se me trepa a la espalda:
—Mire cómo bajó el agua —dice y me toca el cuello—, anoche le llegaba a la nariz.
—La inundación se está yendo de a poco —le digo y señalo la marca del agua en la pared de su casa.
—Se está yendo nomás —responde y así nos quedamos un rato, callados, mirando la línea marrón marcada en la pared blanca.
Dormimos la siesta, echados en la terraza. Ya es de noche cuando me despiertan unos golpes y ruidos de cosas que se arrastran. La Tana está armando una montaña de cachivaches —cuadros, libros, adornos— baja por la escalera y sube al segundo con un montón de cosas que revolea sobre la pila: una manta gruesa de lana verde, un mantel, una silla…; le pregunto qué está haciendo: no contesta; tira un cuaderno que se abre en el aire y del que llueven un montón de fotos y vuelve a desaparecer por la escalera. Me acerco a la pila y agarro una foto del montón: está con su marido, hace unos años, atrás se ven las cataratas del Iguazú, los dos sonríen, ella tiene puesta una biquini roja; corrasé, dice y pasa a mi costado sacudiendo un bidón de aguarrás; enciende un fósforo y una llamarada azul explota en la pila soltando una nube de humo negro.
La Tana miraba las llamas con los ojos abiertos de par en par, la cara deformada por el llanto. Me acerco y la abrazo desde atrás. Me hecha de un empujón. Mira el fuego, los ojos rojos: una foto se dobla y va perdiendo los colores, papelitos negros se levantan con el viento, un mate que dice “Recuerdo de Mina Clavero” empieza a chamuscarse, se quema una manta tejida a croché, cuadros; un payaso de porcelana, intacto, parece que se ríe entremedio de las llamas.
Esa noche la pasamos enredados en la cama, las velas alumbrando las paredes peladas, sin cuadros, los muebles sin ropa, los armarios vacíos. Ella cantaba una canción, bajito, mirándome fijo.
A la mañana, la luz se nos mete en la pieza. Ella mira con ojos cansados la pared vacía mientras me asomo por la ventana y veo la camioneta militar que avanza por la calle; el agua le llega a las ruedas, las olas salpican el pasto en la vereda.
Me visto y salgo de la pieza. Bajo la escalera hasta la planta baja, camino por las baldosas mojadas, abro la puerta de calle y salgo a la vereda.
Mientras camino hacia mi casa, tambaleando con el agua a la altura de los tobillos, veo un camión que se para en la otra cuadra. Bajan la Gladis y mis dos hijos: los mocosos me ven de lejos y vienen corriendo a los gritos, se me tiran encima.
La Tana desapareció del barrio por dos meses. A los pocos días de su vuelta nos cruzamos en la verdulería y nos saludamos de lejos, con un gesto. A la otra semana nos topamos en la calle. Al principio hablamos de cualquier cosa: frases de compromiso, sin mirarnos a la cara:
—Prepárese —dijo de pronto—, anunciaron temporal —el chiste nos aflojó a los dos y reímos para descargar los nervios—. Ese día volví a vivir —dijo entonces; y durante el largo silencio que vino después tuve unas ganas tremendas de arrimarme a ella, de tocarla; estuve por decirle “duró lo que el agua”, pero no lo dije:
—Duró lo que el agua —dijo ella y nos abrazamos, con un abrazo largo, como si nos estuviéramos despidiendo.