El cuento por su autor

Pasó hace más de quince años. Yo cenaba con amigos en un bodegón de San Telmo cuando entró una mujer a cantar tangos. El lugar estaba lleno y el ruido era infernal. Ella se acomodó en el paso estrecho que dejaban las mesas y arremetió como pudo contra la indiferencia de los comensales con una voz potente pero rústica. Estoy seguro de que nadie quería escucharla, pero también estoy seguro de que la mujer tampoco quería cantar ahí, de que alguna vez había imaginado para sí un destino de estudios de televisión y teatros, y que lo que hacía en ese momento, entonar “Remembranzas” entre ruidos de cubiertos y carcajadas de oficinistas a deshora, era el resabio de un sueño desmesurado. Eso me llevó a una escena repetida con mi madre. Ella, en sus últimos años, hablaba más del pasado que del presente y solía volver a un recuerdo de la televisión de los sesenta: el concurso televisivo que había ganado un niño cantor, Guillermito Fernández, que luego tendría una larga y exitosa carrera en el tango. Pero su pensamiento, curiosamente, siempre giraba en torno al niño que había perdido la final, un tal Ciripo, al que la ataba una nostalgia inexplicable. Se preguntaba qué habría sido de él, por qué no había logrado llegar a ningún lado si cantaba casi mejor que el otro. Que alguien hubiera estado tan cerca del éxito y terminara comido por el olvido era, para ella, una paradoja que parecía encerrar un misterio angustiante de la vida. Esa noche, en el bodegón de San Telmo, mientras escuchaba “Remembranzas”, el que pensó en Ciripo fui yo y sentí la misma incertidumbre triste que mi madre.

Tango

1

¿Cuánto puede doler, a ver? Nada. Si el golpe es muy fuerte, te mata en el acto y el dolor no llega a tiempo; es como si bajaran un interruptor: ahora luz; una milésima de segundo más tarde la oscuridad total. Ni el ruido a hueso roto vas a sentir. Peor es lo otro, me dije, pero no quise volver a pensar en eso y le di un pico largo a la petaca de whisky rancio. El tren paró en Turdera. Iba a levantarme, bajar, esperar el siguiente, hacerlo ya, porque coraje no necesitaba, el coraje lo tenía adentro desde que había comprendido la real dimensión de mi desgracia. Me detuvo, sin embargo, un pudor estúpido: que alguien me recordara con la botella y luego, al enterarse, hiciera una interpretación equivocada y, por no saber, buscara la razón en el alcohol, cuando no era así. Me quedé, entonces, apretujado en el asiento hasta que el tren terminó de llenarse y reanudó la marcha. Hay tiempo, hay tiempo, y cerré los ojos con la cara expuesta al viento que entraba por la ventanilla rota.

No lo vi subir, en caso de que hubiera subido ahí. Lo escuché presentarse con una fórmula gastada por el uso. Supuse que la habría repetido tantas veces que ya no creía en ella. No hay nada más delator que la palabra hueca, y eso fue lo que me llevó a abrir los ojos, buscarlo con la mirada, prestarle atención. Vestía un traje azul ajado que le quedaba chico. La camisa y la corbata le mordían con saña el cuello de bulldog. Era un hombre de mi edad, ancho, macizo, peinado con un jopo a la gomina. Se acomodó como pudo en el pasillo, se aclaró la garganta, tensó el cuerpo como si estuviera frente a un pelotón de fusilamiento y soltó una voz grave, poderosa, resuelta a llevarse por delante el batifondo del tren en marcha.

--Cooomo son largas las semaaanas, cuando no estás cerca de mííí...

Sentí que la voz del cantor estaba cargada de una angustia similar a la mía. ¿Y si todos, ahí, teníamos un motivo? Me gustó la idea de estar viajando en un vagón de desesperados. Terminó “Remembranzas” y sonrió nervioso. Una señora mayor lo aplaudió, compasiva, pero sin demasiado entusiasmo. Él agradeció con un cabeceo corto y siguió con “Tomo y obligo”. La chica sentada a mi lado le hizo un gesto de fastidio al novio, que estaba en la butaca de enfrente. Unos muchachos, en la otra punta, empezaron a golpear los parantes de metal con intención farsesca. El cantor debe de haber advertido que algo no andaba bien porque terminó el tango a las apuradas. Nadie lo aplaudió ni amagó con darle una moneda. Por eso mismo lo llamé.

--Muy bien, amigo –y extendí la mano para darle un billete.

--Me parece que se equivoca. Es demasiado –dijo mirando el dinero.

--Otras cosas son demasiado.

Agarró la plata, la guardó en el bolsillo del pantalón y se quedó parado sin saber qué hacer, acaso pensando si debía retribuir mi generosidad con algún tango a pedido.

--Acompáñeme, por favor –y le ofrecí whisky.

--Ya vengo tomado –murmuró el cantor.

--Como quiera, entonces.

La chica y su novio se bajaron en Lomas. Eso pareció decidirlo. Se sentó a mi lado y agarró la botella. Se desabrochó el botón del cuello de la camisa y se aflojó la corbata. Tomó un trago. Respiró. Tomó otro, que fue largo hasta vaciar la petaca. Luego se volcó bruscamente sobre mí para tirarla a través de la ventana rota. Se enderezó, palpó el traje a la altura del corazón y sacó del bolsillo interno un recorte de diario plastificado. Lo miró unos segundos con cierta extrañeza y me lo mostró. El título decía “Ciripo, igual un triunfador” y tenía la foto de un pibe de semblante severo frente a un micrófono.

--Yo pude haber sido otro –dijo, y me contó su historia.

2

Ciripo y una infancia miserable en una villa del Riachuelo. Paisaje ocre de chapas oxidadas en donde vidas y almas se pudren de a poco, no siempre en ese orden. Y él, que a los diez años ya canta como cantan los hombres, con una voz recia, insólitamente madura. “¡Qué fenómeno, Juancito! Cuando te escuche alguien vas a salir de esta mugre”, le dicen todos, pero el elogio encierra un contrasentido que confunde al Ciripo niño: ¿por qué no le alcanza con que lo escuchen ellos? ¿Quién será ese alguien que puede cambiarle la vida? Las ilusiones del chico crecen, absurdas, porfiadas, como yuyo malo en tierra seca. Y toscamente, porque todo es tosco a su alrededor, se va convenciendo de que, si tiene un futuro, está en ese vozarrón que le sale solo.

Un día le vienen con el cuento. Un canal de televisión, un concurso: “Buscando la estrella infantil del tango”. Ciripo se presenta, solito, las rodillas sucias, las zapatillas gastadas, el pelo desmadejado. El portero que se espanta al verlo. “Salí de acá, poligrillo”, y le tira un manotazo. Ciripo, pícaro, que se agacha y entra corriendo. Revuelo, gritos, policías.

--Y ahí nomás, antes de que me pusieran los garfios encima, les canté “Madame Yvonne”.

Todos quedan fascinados. Esa voz en ese cuerpo, Hugo del Carril en miniatura. Un productor ordena que lo bañen, que le consigan ropa. “Vení pibe, cantá ahora, dale”, y lo ponen frente a una cámara, una tribuna llena de gente y un panel de jurados famosos. Ciripo cierra los ojos y se concentra en el milagro que le sale de adentro y que estalla como un trueno. Gana una ronda, dos, tres, hasta que llega a la final con otro chico de su edad que no canta tanto como él, pero que tiene cara de angelito y acompaña cada interpretación con los guiños de los profesionales: si el tango habla de un desengaño amoroso, lloriquea; si es una milonga arrabalera, sonríe de costado y le hace gestos simpáticos a la tribuna. Lo opuesto a Ciripo, duro en el medio del estudio, compenetrado en que el hechizo de su voz no lo deje en banda.

--Perdí. Por negro y feo, me dijeron en la villa, y fue como si me hubieran clavado algo que todavía me duele.

Ciripo vuelve a la mugre con el premio consuelo de una guitarra que no sabe tocar y la promesa de contratos que no llegarán nunca. “Con eso no se come”, le dice el padre y lo mete de peón de albañil. Las manos se le llenan de callos. Los años, de un rencor amargo. Es que su rival, el ganador del concurso, se convierte en una figura de la tele, viste bien, sale en las revistas. Puede ver su ilusión proyectada en la vida del otro como si se tratara de una película.

Ahora ya tiene veintipocos. Ciripo toma coraje y va a un club de Caballito donde canta su rival. Se las ingenia para llegar a los camarines y lo ataja cuando está entrando. “Soy yo, Juan Ciripo, el del concurso, ¿te acordás de mí? Necesito que me ayudes”. “Sí, sí, vení a verme después del show”, le contesta el otro. Ciripo quiere cerrar trato con un apretón de manos, pero el gesto se le queda colgando del aire. Dos policías aparecen por detrás y se lo llevan a la rastra: “Circule, circule, esta zona es únicamente para artistas”.

--Se me hizo de golpe como un vacío acá, sabe, en el pecho. Nervios, miedo, la esperanza tan cerca...

Busca seguridad en la ginebra, un vaso, otro, justo él, que no toma casi nunca, mientras sigue desde lejos cómo canta su salvador y de qué manera, entre tango y tango, pasa de compadrito a amante lloroso, de seductor a pobre pibe. No es sólo la voz, ahora que es más grande lo comprende muy bien: tiene que actuar, sentir, estremecerse. Cuando lo escucha decir “muchas gracias, felices Carnavales a todos, hasta la próxima”, corre a los camarines. El andar vacilante, el corazón que se le sale del pecho. La mugre, piensa. Por fin alguien que me sacará de la mugre. Pero los policías le cierran el paso. Ciripo trata de convencerlos de que el artista lo está aguardando del otro lado, ellos deben de haberlo oído cuando le dijo que lo fuera a ver, pero la lengua se le empasta y el aliento a alcohol no lo ayuda. Se le ríen en la cara, lo arrían a los empujones, tal vez por negro y feo, y siente que la historia se repite y que el rencor acumulado tantos años se le sube a la cabeza, le cierra los puños, le tensa los brazos fuertes de peón de albañil. Se rebela. Pega. Uno de los policías cae mal, golpea la nuca contra un pilar de ladrillos y queda seco ahí nomás.

--Estuve preso más tiempo del que podía soportar –dijo--. Y cuando salí de la cárcel, ya era tarde para todo. Aquí me ve, cantando por chirolas en el tren.

3

La paz del whisky se le había retirado y sólo le quedaban los fantasmas. Sus manos encallecidas temblaban como el pecho de un canario. Pensé en decirle que había historias peores, como si el dolor --la manera en que lastima, su intensidad, las honduras que alcanza-- no fuera algo subjetivo sino el resultado de un cálculo matemático. Creí que el relato de una desgracia mayor le daría perspectiva a la suya, la ubicaría en su justo nivel. Una desgracia mayor, repetí mentalmente, y me dispuse a contarle la mía.

--Si de sufrir se trata, sepa que no es el único... –le dije.

--Gracias por el trago --me interrumpió.

Sacó el billete que le había dado y me lo devolvió. Se levantó de golpe como si fuera a bajar en Avellaneda. Tuvo un vahído y se aferró al respaldo del asiento unos segundos. Se pasó la mano por el pelo, se ajustó la corbata y recién entonces encaró hacia la puerta. Pero el tren se detuvo y no bajó. Permaneció de pie, como paralizado, hasta que llegamos a Constitución.

Salí detrás de él. Era noche cerrada. Ciripo caminaba con el cuerpo inclinado hacia delante, bastante ligero, como si estar en movimiento acelerado lo ayudara a no perder la vertical. Encaró hacia el Bajo por Brasil. Lo seguí, quiero creer que por piedad. En un kiosco compró otra petaca. Cuando no tomaba, hablaba solo y hacía ademanes nerviosos con las manos. Descartó la botella cuando llegó al Parque Lezama. Subió las barrancas. Me dio la impresión de que no sabía dónde iba. Deambuló por ahí. Tropezó con la raíz de un árbol y se fue de boca. Puteó. Se dio vuelta como pudo y quedó sentado como un chico.

--¿Puedo ayudarlo en algo, amigo? –le pregunté.

--Sí –contestó sin mirarme, y empezó a palparse el cuerpo con manotazos torpes--. Espere... Espere...

Finalmente sacó un revólver de algún lado.

--Máteme –dijo.

--No diga pavadas, quiere.

--Sea bueno –la mano tendida en el aire, el arma sobre la palma abierta como un presagio oscuro.

--Antes, escúcheme –y por fin solté lo mío.

Ciripo acomodó la espalda contra el tronco del árbol y se puso a dibujar espirales en la tierra con el caño del revólver. Cada tanto movía la boca sin decir nada o insinuaba la sonrisa canchera de alguien que, de pronto, ha comprendido una verdad esquiva. Le hablé de una mujer, de una traición que se alarga en el tiempo, de aquel hijo que, supe, no era mío. Por un instante tuve miedo de estar contando la historia con palabras huecas, delatoras, pero aun así seguí, confiando en la altura de mi dolor. Cuando terminé, me miró con unos ojos llamativamente limpios.

--Yo lo haría por usted, si usted me lo pidiera.

Apretó la empuñadura del arma y tensó el brazo, sin levantarlo. Me sentí un estúpido, yo, el redentor de desahuciados, enfrentando la suerte con la que me había desafiado un rato antes en el tren, pero ahora vacío de coraje. Había sido el alcohol, al fin de cuentas.

Le dije algo a modo de disculpa y despedida, le di la espalda y me alejé a paso lento. Lo escuché moverse, resoplar, derrapar en la tierra, nervioso. Gritar un insulto, canturrear algo. Reírse y que la risa se le cortara con un ataque de tos. Lo escuché llorar como un chico. Llegué a la calle y vi que venía un taxi libre. Le hice señas y se detuvo. Un estampido se alzó claramente entre los murmullos de la noche.

--¿Y eso? –me preguntó el chofer.

--Nada, nada –respondí, y le pedí que arrancara.