Diez años después del estreno de Se levanta el viento y del anuncio de su retiro definitivo de la dirección cinematográfica, Hayao Miyazaki, que cumplió 83 años hace apenas algunos días, está de regreso. Y con gloria. El cofundador del mítico Studio Ghibli, el creador de obras maestras de la animación como El viaje de Chihiro, Mi vecino Totoro y La princesa Mononoke, vuelve para obsequiarle al mundo un relato con raíces autobiográficas sublimadas gracias al infinito poder creativo de la imaginación. Lanzada en Japón a mediados del año pasado sin campaña promocional previa, como si se tratara de un regalo sorpresa, El niño y la garza, presentada en una gran cantidad de festivales antes de su estreno comercial internacional, ofrece un poderoso relato que, fiel a las costumbres de la casa, cruza la realidad con la fantasía, al tiempo que encarna en una suerte de repaso por la obra previa del cineasta. ¿Será este, finalmente, el último largometraje de Miyazaki-san? El tiempo lo confirmará o no, pero lo cierto es que, de manera desembozada, la película ofrece todas las señales de la despedida creativa. A grandes rasgos, El niño y la garza acompaña a su protagonista, Mahito, un chico de doce años que acaba de perder a su madre, en un viaje de descubrimiento por mundos ignotos, un poco como le ocurría a Chihiro. Pero el país de las maravillas de Mahito no está habitado por conejos, gatos y orugas: del otro lado del portal lo esperan cotorras militarizadas, una marinera con ínfulas de Caronte, un dios creador y su propia madrastra, embarazada de quien será su futuro hermano. Quien lo tienta y hace de chaperón por los diversos círculos del inframundo es la garza del título, un extraño pájaro que bajo las formas aladas oculta un rostro semi humano. De duelos, crecimientos y decisiones vitales trata el último Miyazaki, cuyo título original es deudor de un libro de Genzaburo Yoshino publicado en 1937 y cuya traducción es, sencillamente, “¿Cómo vives?”. El niño y la garza llega a las salas locales el próximo jueves 11 en copias dobladas al español y también, afortunadamente, en idioma japonés con subtítulos, que es como debe ser oída.

Todo comienza con el perturbador sonido de una sirena durante la noche. Corre el primer lustro de la década de 1940 y el imperio japonés está en guerra. El anuncio de un bombardeo en algún lugar de la ciudad de Tokio es claro y Mahito se levanta sobresaltado. Una rápida inspección por la ventana deja en claro que la bomba acaba de impactar en el hospital donde trabaja su madre. La imagen del edificio envuelto en llamas lo empuja a correr hacia el lugar, desoyendo las órdenes del padre. El prólogo de El niño y la garza expone el horror de la destrucción y la muerte visto a través de los ojos de un chico, desesperado ante la inevitable desaparición de su madre. La elipsis vuelve a encontrarlo un tiempo después, poco antes del fin de la contienda, arribando a un ámbito rural. El padre de Mahito, gerente de una fábrica de aviones militares (un rol similar al del padre de Miyazaki en la vida real), ha decidido seguir la tradición y casarse con la hermana menor de su exesposa, quien espera un hijo de él. La mudanza, para el protagonista e inminente héroe, no es feliz como lo era para las hermanitas de Mi vecino Totoro: en su caminar cansino y rostro entristecido se adivinan la desazón y el dolor de una pérdida irreparable. A poco de llegar se presentan en sociedad Natsuko, su tía y ahora madrastra, además de un grupo de ancianas que parecen conocerlo todo acerca de la pequeña mansión rural y sus alrededores (el matriarcado está muy presente en la filmografía del cineasta). Pero lo que más llama la atención de Mahito no son las costumbres del lugar o la inmensidad de los cuartos, sino el vuelo de una extraña garza real que no parece seguir la etiqueta del decoro y timidez típicas de las aves. Por el contrario, el pájaro es temerario, y en vuelo rasante se acerca al nuevo habitante de la casa como si deseara entablar contacto. Mientras tanto, los nuevos compañeros del colegio no lo reciben precisamente con los brazos abiertos y la situación de bullying no tarda en eclosionar. Un corte profundo en la cabeza -cuyo origen no es exactamente el que sus familiares imaginan- lo deja postrado unos días y, por lo tanto, lo aleja de sus congéneres. Tal vez eso es lo que quiere Mahito: encerrarse en sí mismo, dejar que la depresión lo invada, hacer de la auto conmiseración el origen de un reino privado y personal, seguir soñando una y otra vez con aquella noche fatídica, con su madre envuelta en llamas gritando su nombre desde el interior del infierno. Pero allí está la garza, llamándolo con insistencia, de manera fuerte y clara.

A TRAVÉS DEL CASTILLO

“Cada vez que termina una película se siente tan exhausto que no puede pensar en otro proyecto”. Las palabras de Toshio Suzuki, compañero de viaje de Hayao Miyazaki desde que fundaron Studio Ghibli junto a Isao Takahata, el director de La tumba de las luciérnagas, en 1985, resuenan con fuerza a la hora de pensar en el anunciado retiro. El director de El increíble castillo vagabundo y Porco Rosso no suele ofrecer entrevistas, por lo que son sus colaboradores quienes ofrecen pistas sobre el proceso creativo inherente a sus películas. En conversación con The New York Times, Suzuki afirmó que cuando su socio termina un film “la sensación es que ha agotado toda su energía física y mental, y que necesita un tiempo para limpiar la cabeza. Tener una tela en blanco para pensar nuevas ideas. Al comienzo de este proyecto, Miyazaki se acercó y me dijo que esta iba a ser su propia historia. Me di cuenta de que esta película, en la cual se representaría a sí mismo como protagonista, iba a incluir muchos momentos de humor para ocultar el hecho de que el chico, como lo era él, es muy sensible y pesimista. Eso fue algo interesante de ver”.

En otra entrevista con el periódico francés Le Monde, Suzuki detalló el origen del título original. “El nombre del film en japonés es Kimitachi wa do ikiru ka, cuya traducción es ‘¿Cómo vives?’ (N. de la R: con ese título se consigue la edición en español del libro de Genzaburo Yoshino, editada por Penguin Random House). Pero, si se quiere reflejar mejor su significado, debería traducirse como ‘¿Qué clase de persona quieres ser?’ O bien ‘¿Cómo elegirás vivir tu vida?’. Muchos japoneses llevan esta pregunta filosófica dentro suyo y se preguntan por el significado de sus vidas”. Si bien El niño y la garza no es una adaptación del libro, en ningún sentido posible, el personaje central del texto es también un adolescente y algunos de sus temas son replicados y resignificados en la película. Por otro lado, El niño y la garza incluye una escena significativa en la cual Mahito encuentra una copia de ¿Cómo vives? dedicada de puño y letra por su madre fallecida. “Creo que los extranjeros se hacen las mismas preguntas. Los occidentales viven en un mundo dominado por el capitalismo, que ven como una religión. Han perdido el sentido de muchas cosas y se cuestionan a sí mismos. Como resultado de ello, mucha gente se está preguntando esa cuestión fundamental acerca del significado de la vida. Pero la película no es, de ninguna manera, una lección de Miyazaki. Él no le dice a la gente cómo vivir. Simplemente dice ‘Esta es mi vida. ¿Y la tuya? ¿Cómo has elegido vivir?’ Su mensaje es una invitación a hacerse cuestionamientos”.

La música de Jo Hisaishi, colaborador de Miyazaki desde los tiempos de Nausicaä del Valle del Viento (1984), acompaña el ingreso de Mahito y la garza al extraño castillo abandonado que se erige en las cercanías del nuevo hogar del joven, luego de la extraña desaparición de Natsuko. Han transcurrido cerca de cuarenta minutos desde el inicio de la proyección y, a partir de ese momento, el mundo real desaparece por completo, reemplazado por otro universo “similar al que conozco, pero con diferencias” (Mahito dixit). Claro que las diferencias son muchas: como la garza, que más temprano que tarde se revela como una suerte de duende travestido de pájaro, allí las aves hablan y los peces gigantes son el alimento principal de los warawara, pequeñas almas marinas que, al madurar, vuelan hacia el cielo para transportarse al mundo de los humanos. Su aspecto los revela como primos lejanos de los kodama, los espíritus arbóreos de La princesa Mononoke, y las bolitas de hollín que aparecen en Mi vecino Totoro y El viaje de Chihiro, los susuwatari. El animismo en el cine de animación japonés es usual, y en el cine de Miyazaki en particular, salvo algunas excepciones, es moneda corriente la interacción entre seres humanos, animales y otras extrañas criaturas de origen vegetal e incluso mineral que encarnan diversos espíritus.

No se trata de un simple reciclaje: El niño y la garza se siente como parte indisoluble de la obra de Miyazaki, en particular sus películas protagonizadas por niños o adolescentes, a la vez que resume ese cosmos creativo como si se tratara de una última aventura antes del descanso. No es casual que hacia el final del camino se cruce con un hombre anciano, un creador de universos que trabaja con figuras geométricas y un lápiz que, según Suzuki, está inspirado en Isao Takahata, el animador que conoció a un joven Miyazaki y se transformó en su mentor. Sin embargo, las posibles lecturas de un Miyazaki anciano intentando traspasar el bastón de su legado creativo a un descendiente surgen de inmediato, y la conflictiva relación del cineasta con su hijo, Goro Miyazaki, que debutó como director en 2006 con Cuentos de Terramar, coproducida por Ghibli, son por demás conocidas. Las desavenencias artísticas entre padre e hijo, sumadas a algunas cuestiones más personales, hicieron que ambos no se hablaran durante un tiempo, y las opciones creativas del descendiente seguirían otras rutas, más cercanas a la animación digital del siglo XXI. El padre, por el contrario, a pesar de apoyarse en las herramientas modernas a la hora de completar los movimientos de los personajes, continúa confiando en el trazo humano y la dedicada atención a procesos tradicionales (El niño y la garza llevó siete años de realización, algo totalmente impensado en las producciones industriales del mainstream animado).

UNA GARZA AL VIENTO

Hayao Miyazaki comenzó su carrera en la animación en los años 70, participando como animador y dibujante en series televisivas muy populares en la Argentina, como Heidi y Marco: de los Apeninos a los Andes. Por esos años también realizó un piloto promocional de cinco minutos de una serie nunca realizada, El sol de Yuki, que puede verse en MUBI (el grueso de su filmografía está disponible en Netflix, plataforma que incluye no sólo sus títulos como realizador sino también varios como productor). La evolución que hizo que su nombre pasara de ser el de un simple director de animé al de un autor consagrado internacionalmente fue extensa, pero hoy en día existe una total coincidencia a la hora de señalarlo como un artista de magnitud, un logro que pocos directores de “dibujos animados” han logrado en la historia del cine. Razones no faltan. Incluso las reseñas menos elogiosas de El niño y la garza coinciden en algo: cualquier Miyazaki “menor” está muy por encima del estándar de las narraciones animadas que se producen anualmente en todo el mundo. ¿O acaso es posible comparar el personaje de la garza con otra criatura del reino animado, con excepción de algún otro habitante del cine de Miyazaki. Según le confirmó Suzuki a The New York Times, la idea de la garza surgió por accidente. “Miyazaki tiene un pequeño jardín en su casa, y todas las mañanas sale a fumar un cigarrillo. Así comienza su jornada. Un día, una garza vino volando a su jardín y se puso a beber agua de un pequeño estanque. A partir de ese momento, la garza aparecía cada tanto; un día sí y otro no, de manera aleatoria. Eventualmente, sus visitas se hicieron diarias, y así Miyazaki decidió que sería un buen compañero para el personaje central de la película”. 

Desde luego, la garza del film no es una garza común y corriente, como aquella otra en la vida real, y está más cerca de ser una criatura surgida de El mago de Oz u otro universo comparable. En la obra de Miyazaki, los misterios de la existencia, las cuestiones más profundas y universales, se subliman en relatos extraordinarios poblados por seres fuera de lo común. Y (casi) todo remite a la infancia, ese tránsito fugaz del cual durante la adultez suelen recordarse chispazos, momentos, sensaciones. Por esa razón la garza le repite a Mahito que va a olvidarse (que debe olvidarse) de la gran aventura de su vida una vez que el equilibrio haya sido reestablecido.

Paradójicamente, como ocurre en todos los films de Miyazaki, El niño y la garza está híper poblada de imágenes imborrables, como ese “cuarto de partos” en el cual permanece cautiva una futura madre o el infinito corredor que separa el castillo de los jardines del creador anciano, que parece inspirado en alguna pintura de Giorgio de Chirico (¿casualmente? Kiriko es el nombre de la marinera y guardiana de una tumba ancestral, la primera persona con la cual Mahito se topa del otro lado del portal). No se revelará aquí el gran secreto que esconde la niña de fuego, que es capaz de hacer la mermelada más rica en ese país maravilloso, tal vez el elemento más emotivo de la historia. En ese sentido, El niño y la garza no es la creación más sencilla de aprehender en su filmografía (tampoco es de las más amables con el público más pequeño), y su carácter proteico, lleno de derivas que no conforman a las reglas de los relatos más tradicionales, permiten la aparición de diminutas puertas que conducen a otras posibles interpretaciones. “Habitaciones” narrativas con paredes espejadas que disparan mil y un reflejos. Cuando Mahito regresa, como Chihiro, al mundo conocido –por decisión propia y porque así culmina todo camino heroico– ya no es el mismo. El viaje termina con abrazos y caca de periquitos, antes de una coda que parece sacada de un film de Yasujiro Ozu: un cuarto despojado que, de pronto, es abandonado y se presenta con los vestigios fantasmales de las actividades humanas que supieron poblarlo. “Hay que intentar vivir”, se decía en el final de Se levanta el viento, la película despedida de Miyazaki que no fue tal, una frase tomada de un poema de Paul Valéry, El cementerio marino. El niño y la garza se hace carne en esa frase, contra vientos y mareas, construyendo con los restos que quedan luego de la destrucción.