La economía argentina experimenta la tradicional fórmula de nuestro establishment para equilibrar las cuentas: un ajuste de los ingresos de las grandes mayorías. La idea detrás del programa es que, achicando el gasto público y el consumo popular, se reducirá la actividad económica dedicada al mercado interno. La depresión económica reduce nuestras importaciones de insumos y maquinarias, mientras que la merma de los ingresos de la mayoría ajustada genera una menor demanda de dólares, tanto para turismo como para ahorro. 

Más allá del costo social, el plan ortodoxo tiene su talón de Aquiles en la incapacidad para resolver los elementos inerciales de la inflación que, lejos de bajar, crece exponencialmente al calor del salto del dólar, las tarifas y los combustibles. Esa inestabilidad inflacionaria puede transmitirse a las expectativas sobre la cotización del dólar, provocando que la reducida liquidez de la economía se vuelque masivamente a la compra de divisas, tornando ineficaz al ajuste como herramienta estabilizadora.

La aplicación del programa ortodoxo en un contexto democrático requiere de ciertos consensos sociales que se construyen a partir de un sentido común intencionalmente generado. Por ejemplo, con la idea de que el gasto público y el consumo popular víctimas del programa de ajuste era el resultado de tareas improductivas financiadas por extracciones que se hacían al bolsillo de quienes se desempeñaban en el sector privado, ya por la vía impositiva o, indirectamente, por la emisión monetaria que carcome los ingresos del sector productivo por la vía del impuesto inflacionario.

“Con la mía no”, repiten como un mantra de apoyo al ajuste un variopinto grupo social que va desde una insaciable cúspide empresarial a un laburante cuentapropista de un barrio popular. Pero la economía real hace caso omiso esas divisiones ficcionales, y el ajuste no sólo reduce los gastos del Estado, algunos tan productivos como la obra pública, sino que le pega con la misma fiereza al sector privado. Es que un empleado público despedido, un plan social licuado por la inflación, una tarifa incrementada por la quita del subsidio, se traducen en una menor capacidad de consumo que le pega, por ejemplo, al meritócrata almacenero del barrio, en una baja de sus ventas. Las menores ventas de los comerciantes se traducen en una reducción de sus compras a los proveedores, reduciéndose el transporte de mercaderías y la producción en las fábricas, generando una baja de la producción, el empleo y los ingresos del sector privado.

Se cumple así la parábola del ajustador ajustado, y la realidad material de la circulación del dinero muestra que la mía y la tuya se entrelazaban en un variado número de operaciones económicas que fusionan indisolublemente al sector público y privado. En lugar de un falso profeta que invoca las fuerzas del cielo para promover un egoísta uróboro económico, deberían haber escuchado a aquel mesías que enseñaba que hay que dar para recibir, mandato que se aplica también el el ámbito de la economía.

@AndresAsiain