¿Y sabes? No supe que estaba triste hasta que me pidieron que cantara.

 

Arnaldo Calveyra.

 

Sofía agarró de la mesada el estuche con tabaco. Armó dos cigarrillos. Sacó otra cerveza de la heladera y se subió el cierre hasta el cuello evitando pellizcarse la pera. Vio a Mara a través de la ventana, como algunas veces la imaginó al otro lado de las ventanillas de los colectivos, ponerse la capucha rellena de corderito.

―Hay una cara de la luna que siempre va a estar oscura -dijo Mara al verla salir de la casa. Sacó el encendedor del bolsillo derecho y observó a Sofía proteger la llama del viento formando un iglú con las manos.
―Como si la luna tuviese caras -dijo Sofía sentándose en canastita.
Puso sobre sus piernas una frazada negra con rombos amarillos. Frente a ella, una tabla de madera y unas patas de hierro hacían de mesa. Arriba: una botella de cerveza por la mitad, dos vasos, y una botella de vino sin abrir. Atrás, Mara.

―Dale, Sofía -dijo Mara-, me entendiste.
―¿A dónde querés llegar?
―Nosotras vemos la luna -dijo Mara señalándola con la mano derecha hacia arriba-. Está ahí, redondita, preciosa.
Levantó la mano izquierda a la altura de la derecha. Las juntó formando un cuenco, y acompañó el contorno de la luna completando el círculo.
―Hmm…
―Tu viejo la ve -continuó Mara-. Mi vieja la ve, el resto de las pibas la ven, el kiosquero la ve, el mundo entero la…
―Los chinos no la están viendo -dijo Sofía.
―Sos boluda.
―Vos.
―En fin -dijo Mara-, quienes miran la luna ven la cara en la que se refleja la luz del sol. La otra cara, o las otras, o el otro lado, o lo que sea, está oscuro. Siempre vemos la misma cara. O sea…
―No entiendo nada, boluda dijo Sofía, me perdí. Perdón, me perdí. Pasame…
―Incliná el vaso.
―¿Cuántas veces más podremos hacer esto? -dijo Sofía.
―¿Tomar birra?
―No, idiota.
―Vos.
―Esto que hacemos ahora.
―¿Por el frío?
―Cuando te ponés así sos insoportable -dijo Sofía.
Descruzó las piernas y se puso de pie.
―Voy hasta el baño -dijo.

Cerca de las dos de la madrugada, Mara prendió el fogonero. La noche estaba limpia de nubes y el rocío empezaba a sentirse cada vez más. Cuando los padres de Mara compraron la casa en las afueras del pueblo, ella y Sofía, que siempre andaban juntas, se enamoraron al instante del patio. Pasto, árboles y ningún vecino. Sin alambrados ni tapiales, dijo Sofía. Ni luces o faroles, agregó.

―Traé de esos leños -dijo Mara.
―¿Cuántos?
―¿Viste lo que es esta noche? Si estuviera de día el cielo sería puro celeste. Todo celeste -dijo Mara-. Los que puedas.
―Entre el frío y la birra no paro de mear -dijo Sofía-. ¡Perdón! Hice lío.
―No pasa nada -dijo Mara-. Total los vamos tirando de a uno.
―Lo que pasa con el fuego -dijo Sofía-, es que nos quita intimidad. A más luz, menos se ven las estrellas. Lo mismo pasa en la casa de mi viejo.
―No seas bolacera -dijo Mara-, allá esta la Osa Mayor.
―Te digo que sí. No es lo mismo en el barrio.
―Ahí están los siete cabritos -dijo Mara señalándolos de a uno.
―¿Me estás escuchando, boluda?
―Sí, te escucho -dijo Mara-. Trato de romper con el dramatismo que le ponés. Allá, las tres Marías.
―Lo que te digo es que voy a extrañar este lugar y estos momentos.
―Boluda -dijo Mara-, me voy a estudiar acá a unos kilómetros, no desaparezco de la faz de la tierra.
―Eso decís ahora -dijo Sofía.
―Mirá para allá -dijo Mara-. Las panaderas.
―Hmm…
―¿Las ves? -dijo Mara-. Allá, las panaderas.
―Las veo.
―Panaderas de pan duro…
―No tengo ganas -dijo Sofía.
―Dale -dijo Mara-, una coplita.
―Te digo que no -dijo Sofía.
―Panaderas de pan duro -cantó Mara golpeando la mesa con las manos cerradas.
―Basta, Mara -dijo Sofía.
―Panaderas de pan duro. Hambre, piel, madera y vino. El corazón de esta mesa -cantó Mara apoyando la yema de los dedos sobre la madera-. Suena lo mismo que el mío… Alrededor de una mesa -juntó las palmas en gesto de por favor-. Cuando el plato está vacío…
―Es un manjar para el alma -cantó Sofía y siguió-: la canción con su estribillo. Le hizo fuck you a Mara con la mano izquierda y con la derecha dejó el vaso sobre la mesa.

Tengo un cuartillo de vino, cantó Sofía agarrando la botella. Unos ojos que me miran, agregó Mara alcanzándole el destapador. Unos labios que me nombran, cantaron juntas. Y en el alma una fatiga, gritaron y golpearon la mesa como se golpea un bombo. Llenaron los vasos y brindaron sin decirse nada.

―Sos una idiota -dijo Sofía.
―Vos -dijo Mara.
―A esto me refería.
―Ya lo sé.
―Explícame lo de la luna a ver -dijo Sofía.

Mara caminó hasta una pila de escombros. Eligió una piedra. La observó. Volvió junto a Sofía. Se paró entre ella y el fogonero. Levantó la piedra con la mano derecha hasta la altura de su cara. La sostuvo con la punta de los dedos como se sostiene un huevo. Caminó alrededor del fogonero mirando al fuego, con la piedra inmóvil. Al completar la vuelta notó que Sofía la observaba fijamente.

 

―Eso -dijo Mara y tiró la piedra al fuego.
―Se estrelló contra el sol -dijo Sofía.