Soy un autómata, o al menos lo parezco. Llevo el reloj pulsera adelantado nueve minutos en previsión. Trabajo por horas cátedras y el llegar tarde a una escuela me haría recorrer un espinel de explicaciones que no estoy dispuesto a otorgar. Y mucho menos deberle un favor al jerárquico de turno. Recorro los caminos serranos hoy, como ayer lo hice en Rosario, levitando, ligero, casi-o solo- por inercia. Pensaba que mis clases eran un aporte a la reflexión de las relaciones que establecemos los individuos dentro de la sociedad, y no solo sobre el sistema de la lengua o ideas del pasado. Me equivoqué, craso error.

Pero no quiero correrme del yo. Entiendo que la responsabilidad social -general, abstracta y hasta cobarde-, se asienta en una individual, con nombre y apellido. Y la mía, por lo ocurrido el 19 de noviembre de 2023, dejó mucho que desear. Lo sucedido en esa jornada deparó, en su punto culmine de un fatigoso lapso iniciado a la salida de la pandemia, una suerte de quiebre en las prácticas del “proceso pedagógico” que paso a explicar.

En el acto de conocimiento, de cualquier disciplina, proceden tres elementos que el profesor, y en general, todas las personas de buena leche conocen: el saber a impartir, el traído por el estudiante y el virtual apareamiento de ambos, el alumbramiento. Luego de esto, vivido por todos en cualquier aula del país, acontece la constatación, es decir cómo esa luz, si se quiere, ilumina la realidad del estudiante en su comunidad. Allí empiezan a jugar otros factores, potentes en términos de interpretación, que por imperio de las circunstancias, llamémosle rutina, pretendida objetividad, miedo, postergación, limitaciones, no los desafié. Este anquilosamiento con el tiempo anidó en algo más poderoso que sirvió de pretexto, una simplificación transformada en sofisma “ah, ellos entienden”

Y parece que no, no la entienden. Un gran número de la población-entre ella innumerables jóvenes- eligió la misma receta económica de genocidas de la talla de Videla, Pinochet; o de gobiernos violadores de la voluntad popular (el Menemismo o la Alianza). Pudieron más el odio y el resentimiento (gran cliché del progresismo negador que perpetua sus nombres en las esferas del Estado, los gremios y la academia); pero también, y sobre todo, venció la desinformación, el escaso “interviú”- diría un gallego-, la falta de tiempo o las ganas para explicar un concepto en relación al complejo social, en definitiva: el de no haberme podido erigir en referente frente a mis estudiantes. Asumo el yerro.

En tanto, y mientras comienzan los cantos de los tiempos sacrificales por venir, inicio el examen sobre mi carnalidad. Retomo las palabras de un destacado compañero, que hace más de ciento cincuenta años, escribió “No te des por vencido ni aun vencido/ no te sientas esclavo ni aun esclavo/ trémulo de pavor piénsate bravo y arremete feroz ya mal herido”.

 

Cierro el libro, transcribo los versos de Almafuerte y me digo, no soy un robot… Me equivoqué.