Allá van en el tren de madera, dos veinteañeras y una anciana malvada, de libro de cuentos. Salidas de la Estación del Parque y dejando atrás la ciudad, un pedazo de campo y Merlo, otro pedazo de campo y Moreno... y después un campo infinito, el "the camp" que les habían contado. Con ojos de asombro Kathleen y Nancy descubren el infinito bonarense en 1882, y no hay nada. Hacen la lista: no hay árboles, no hay piedras, no hay ganado, no hay casas. Las chicas ya no están en Irlanda.

Este viaje iniciático está al comienzo de una joya del relato autobiográfico, pieza única entre argentinos, la novela You'll Never Go Back. El mismo libro tuvo su aventura, porque necesitó tres autoras: la Kathleen original, nacida en Longford de apellido Smyth, dejó muchos cuentos sobre su viaje y sus primeras aventuras en el país. La segunda Kathleen, su hija menor y de apellido Nevin, comenzó a novelar las historias de su madre, pero se murió antes de terminar. La tercera autora fue otra hermana, María Winifreda, que la completó y de alguna manera logró publicarla en Estados Unidos en 1946. 

En Estados Unidos no tuvo mucho éxito, una edición bostoniana y nada más, con una simultánea en Canadá. El periódico irlandés argentino, el Southern Cross, la republicó en los setenta como un folletín, pero la edición actual es una facsimilar, con tapas muy feas, publicada en 1999 en Irlanda. La editorial LOLA publicó una traducción al castellano de Alejandro Clancy en 2000. 

La novela es notable por un par de razones raras en el género. Las memorias de inmigrantes suelen ser simples listas de traslados, nacimientos, compras y eventos familiares en nada excepcionales, de interés para los parientes y los estudiosos. Las tres Nevin se las arreglan para hacer una novela que se puede leer con interés con este material afónico. El otro interés es por la sinceridad suicida del relato: Kathleen es un resumen ambulante de los peores prejuicios victorianos, siempre alerta con "los nativos" morochos y gritones, asombrada de ver "una negra en persona", desconfiada de los argentinos mano larga que hacen cosas indecentes como tirarse agua en carnaval.

Se sabe que el inmigrante sufre un choque cultural importante, de lengua y costumbres, pero el caso Nevin es de los duros. Irlandesa de nacimiento y, por los comentarios constantes en el libro, partidaria del partido autonomista de Parnell, Kathleen es por donde se la mire una West Briton, una irlandesa aculturada de las que se ponían británicas apenas pisaban tierra extraña. Este es uno de los secretos de entrecasa que nadie ventila en la comunidad y que el historiador Eduardo Murray investigó fecundamente: la incapacidad de tantos inmigrantes irlandeses de tomarse en serio un país y una sociedad gobernada por morochos que hablaban castellano.

Kate Connolly, el personaje del libro, nace en Longford, un condado al oeste de Irlanda que todavía no tiene un pueblo del porte de Junín. Su padre tiene granja propia y las hijas tienen toda la educación posible para las nenas de la época, con letras y lecturas, aunque el colegio en serio en Mullingar es sólo para el hermano mayor, Patrick. La vida es feliz hasta que muere la madre y se casa el hermano, con lo que empiezan a sobrar mujeres en la granja. Hay que casarse -un cincuentón anda rondando- o emigrar, y los cuentos de una pariente viajada convence a la veinteañera de irse a ese lugar exótico, Buenos Aires.

Son tres primas que desembarcan en la Aduana de Taylor, vagamente indignadas porque es verano en enero y no invierno como corresponde, y aturdidas por el ruido y el gentío. Esta es otra rareza escasa en los relatos de inmigración, el factor de que la mayoría de los desembarcados pisaban por primera vez una ciudad con cosas como alumbrado público, que en la aldea no tenías. La primera impresión no es alegre porque las calles están llenas de gente morena, aunque elegantísima, y porque los cocheros hacen cosas como darte la mano para ayudarte a subir, una inmoralidad. Y ¿qué esto de no hablar inglés?

En fin, la transición es en la pensión irlandesa de Honoria Brady, cerca de la calle Cuyo, descripta con extrañeza como un caserón criollo de dos patios, aljibe y parra fresca, con las habitaciones en fila y conectadas. Kate no dice que es probablemente la casa más grande que pisó en la vida, pero se asombra de que cada pieza tenga tres puertas y ninguna ventana... Hasta le extraña ir a misa y escuchar castellano, aunque el ritual es en latín y por cierto igualito al de casa.

Una de las chicas se conchaba enseguida como Miss, la empleada de lujo que las familias ricas tenían para que los chicos aprendieran inglés. Kate y Nancy dan más vueltas, y eventualmente aceptan la invitación de la señora Brophy para ir a su campo... casi la misma invitación que recibieron Hansel y Gretel en el cuento. Se suben al tren en la Estación del Parque, cuyas ruinas están en los sótanos de Tribunales, y allá van al oeste. La ciudad se acaba enseguida y los suburbios son arboledas con algunas casas alrededor de las estaciones. 

Y después hay un mar de pasto marrón donde lo más alto son los cardos escoceses florecidos. Ni un árbol, ni un valle, ni un cerro, ni una casa. "Tedioso", murmura una de las chicas y la señora Brophy enfurece, de ojos saltones, con la doble papada temblando, transpirando. "¿Tedioso? Su alteza sentada cómodamente en un tren... Hace treinta años y después de tener un bebé, en un carro de bueyes y yendo a un lugar donde ni casa ni pozo teníamos, ahí podía ser tedioso. Así era cuando yo vine".

Es un viaje largo y el cielo está rojo cuando paran en un apeadero. Un hombre oscuro, alto y silencioso las espera con un carro para las dos horas que faltan hasta la casa. Lo que alcanzan a ver ya de noche es una de esos cascos simples de ladrillo, largos de tres ambientes, una alambrada -algo todavía novedoso que llamaba la atención- y un par de edificios indefinidos. A la mañana entenderán un galpón, unos ranchos de adobe, un par de corrales y exactamente cuatro paraísos enmarcando el aljibe.

Es la primera mañana de las chicas en el campo argentino, el "camp", y no les entra el horizonte en los ojos. Enmarcado en la ventanilla del tren, recuerda Kathleen, el campo parece una acuarela simple, mitad amarronada y mitad celeste. Pero visto de cerca marea por inmenso, por desmesurado, por extranjero. Allá a lo lejos se ven unos puntos, una arboleda, que es la casa de los Fagan, paisanos de la isla, y todavía más lejos otros puntos que marcan la estancia vieja de los Menchaca. No hay más árboles porque las irlandesitas están todavía en el campo de Prilidiano Pueyrredón, en el que el horizontes es una línea simple.

La viuda Brophy levanta a las chicasy las pone a trabajar. Vacían la casa, la pintan por adentro de blanco, cosen los colchones, pulen las camas de bronce, barren y lustran los muebles con parafina. Dan vuelta la cocina, pulen las ollas, cocinan y lavan, todo bajo una constante catarata de insultos y comentarios dañinos de la viuda, que parece que no se cansa de explicarles que son unas inútiles consentidas. El maltrato es barroco, los trabajos interminables.

Pero en eso se muere Fagan y la viuda se va a pagar sus respetos, lo que toma mínimo un día, y las chicas bailan de alegría. El empleado alto y silencioso, Tom Shannon, les explica que la Brophy quiere que su hijo se case con la hija del finado, todavía de doce años. No es amor, es que los campos son continuos y la majada de los Fagan es todavía más grande que la propia, un matrimonio conveniente. En medio de eso, buscando ovejas robadas o perdidas, llega el pintón de Tom O'Mara, un conocido del extraño Carnaval que dejó flechada a la linda Nancy.

La expedición termina con Nancy trabajando de Miss para los Menchaca -ricos pero morochos- cosa de estar a mano de su Tom. Kathleen conoce finalmente al hijo de la Brophy, que resulta su clon con bigotes. El muchacho la abraza sin permiso y se liga un sonoro cachetazo. La madre, furiosa, la acusa de coqueta y le recuerda que su tesorito está reservado para otra. A la mañana, el silencioso Shannon la lleva de vuelta al tren.

El resto del relato es uno de adaptación, aunque no muy entusiasta. Kathleen se conchaba de Miss en uno de los flamantes palacetes de Recoleta, entierra amigos, se pelea con otros, los hace nuevos, se casa y, cosa rara en la comunidad, hace vida de ciudad. El libro cubre apenas un año más de vida e incluye a la prima mayor casándose con un sesentón largo, rico e irlandés, ante el escándalo de Kathleen. Elcierre es recordar con su marido la frase del título, la que le dispara un cura al final de su segundo día en Argentina. La veinteañera larga que quiere juntar cien libras esterlinas y volver a casa "con algo" y el padre truena que no sueñe, "no vas a volver nunca". ¿A qué vas a volver? ¿A quién? Ya te fuiste, bancátela.

"Y el país nos aceptó y fue generoso con nosotros, y nosotros le dimos nuestros hijos, y aquí estoy, una vieja contándome cuentos para pasar el tiempo hasta que mis huesos descansen al lado de los de John, y el pasado y el presente sean uno".

Kathleen Nevin murió argentina en 1928.