En mi adolescencia solía pasar algunos fines de semana escalando el Tres Picos, el cerro más alto de la provincia, al cual se accedía desde Villa Ventana. Era la época de la dictadura. Martínez de Hoz y Videla solían ir a cazar ciervos en un campo aledaño; un soldado establecía una vigilancia cerca del lugar -una caverna con un piletón natural en la entrada- donde me refugiaba. Desde ese mirador contemplé tropillas de caballos salvajes repechando las sierras, oí el rugido de los leones de un circo apostado en las cercanías, y asistí al incendio del Hotel Provincial, abandonado y saqueado por décadas, que había sido prisión de los sobrevivientes del Graf Spee y de los dirigentes de la Central Obrera Boliviana.
Una tarde de llovizna, al descender, encontré en el lado sur, cerca del arroyo que bordea la villa, a un señor con overol, alto y flaco, entrado en años, que cavaba con ímpetu. Me acerqué, nos pusimos a charlar. Me contó que estaba plantando su pinitaire, una manzana entera que hoy es un bosque frondoso. Su acento gutural denotaba extranjería; amablemente me invitó a tomar el té en su cabaña. Era Paul Gallez, un erudito belga que había estudiado en Francia y acabó establecido tras la Segunda Guerra en Bahía Blanca, donde profesaba en la Universidad del Sur. Geógrafo experto, se explayó sobre uno de los temas que lo habían acuciado añares: los mapas antiguos de América que precedían a la llegada de Colón, probable fuente secreta de su viaje, y que implicaban numerosas exploraciones previas.
Las teorías sobre los orígenes americanos son un capítulo de la historiografía, a menudo con ribetes fantásticos, que comportan un debate aún no del todo saldado. Hacia los años treinta del siglo pasado José Imbelloni, el antropólogo italiano radicado en la Argentina que durante décadas desplegaría una formidable labor profesional, había descrito en La Esfinge Indiana las variantes acumuladas a lo largo de los siglos en torno de aquel enigma. Adepto y crítico del difusionismo, repasaba las hipotéticas migraciones que habrían arribado al continente por vía marítima, pero cuestionaba las versiones que atribuían a los nativos americanos orígenes semíticos, griegos, fenicios, egipcios, australianos, japoneses, chinos o vikingos, basadas en convenientes tergiversaciones de crónicas históricas o material etnográfico y lingüistico. O las más insostenibles, debidas a Ameghino, sobre la autoctonía del hombre americano, que postulaba el origen de la humanidad en el patio de su casa. Imbelloni incluso dedicó un libro a las teorías acerca de la Atlántida, Lemuria, Gondwana y demás opciones legendarias que campeaban por entonces para descifrar el enigma. El asunto parecía clausurado. En 1956 dio a conocer en La Segunda Esfinge Indiana nuevos resultados de sus investigaciones, que tiraban por tierra la mayor parte de las hipótesis al uso.
Sin embargo, había una ausencia en sus consideraciones, pues prescindían de la cartografía histórica anterior al siglo XVI donde América aparecía diseñada en forma confusa pero con algunas precisiones inquietantes. Tomando ese eje, en 1970 Dick Edgar Ibarra Grasso, de la Universidad de Cochabamba, reabriría el debate con su libro América en la Prehistoria Mundial, que había sido precedido por Enrique de Gandía en 1942 con su libro Primeros Navegantes Vascos. Su lectura fue una epifanía para Paul Gallez, que dedicará los siguientes treinta años a indagar el problema. El resultado fue La cola del Dragón, publicado por el Instituto Patagónico -que funcionaba en su casa de Bahía Blanca- en 1990.
La protocartografía, de la cual se ufana de ser uno de los creadores, es una ciencia conjetural que nació de la crítica a las interpretaciones de los mapas en los que el continente americano figuraba unido a China. Con pasión filológica y un método de cálculo de los errores, Gallez logró ubicar coordenadas geográficas -sistemas fluviales, accidentes costeros y sistemas montañosos, principalmente- irrefutables. Prescindiendo de las comparaciones arqueológicas, etnológicas, lingüísticas, o especulaciones históricas y biológicas, que derivaban en discutibles aunque plausibles vinculaciones con culturas de allende los mares, Gallez procedió al examen estricto de los mapas que, desde el primer siglo de la era cristiana, cartografiaban el continente.
“La protocartografía no trabaja con mapas imaginarios” -aclara. Estudia distorsiones, la principal de las cuales es La Cola del Dragón, como la llamó Antonio Galvão en 1563, que, como había estipulado Gandía, hacía de América la continuación de China. Mapas, globos terráqueos, y diversas representaciones aparecen en su estudio minucioso de varios siglos de cartografía siendo cotejados con accidentes geográficos constatables. En su decurso, Gallez descubre la precisión de la red fluvial graficada en algunos momentos que, corregidos -mal- quedaron como errores o falsificaciones, sumidos bajo conceptos equívocos -como las varias Indias superpuestas que buscó Colón- pero que denotan exploraciones concienzudas. “Asistimos a un fenómeno que se repetirá muchas veces, casi diríamos constantemente, en la cartografía sudamericana, entre 1489 y 1575: cuanto más antiguo el mapa, más exacto y correcto”. Este postulado lo lleva a tomar como eje las correcciones en palimpsesto para, desmalezándolas milímetro a milímetro y contrastándolas con el actual conocimiento geográfico, lograr establecer su autenticidad descartando desviaciones. En un recorrido apasionante, repasa uno a uno los debates, rectificaciones, avances y retrocesos de geógrafos y navegantes hasta dar con aquellos puntos en los que los ríos del subcontinente, desde el Amazonas a los ríos patagónicos, pasando por la confluencia del Paraguay con el Paraná -con forma de Y es un esquema único en el mundo, y por ello, inequívoca su representación- aparecen, mucho antes de las exploraciones oficiales poscolombinas, inscriptos con pasmosa claridad.
Las confusiones que desbroza suelen ser de difícil solución. En el primer mapa donde figura el nombre América, realizado por Waldseemüller en 1506, por ejemplo, figuran tres Sudaméricas, pero contiene, antes de Magallanes, el diseño de la Tierra del Fuego con sus ríos y accidentes costeros delineados, e incluso algún topónimo procedente de la lengua de los Alacalufes, uno de los grupos étnicos que la habitaban. Por lo demás, Gallez no deja de consignar versiones mitológicas, como la que instala a Santo Tomás en la isla, por el error de homologar el extremo sur americano con la India Meridionalis, donde el Apóstol había sufrido martirio. El ptolomeo de Heinrich Hammer, discípulo de Nicolás de Cusa -el filósofo de La Docta Ignorancia-, que recoge los últimos datos de las exploraciones lusitanas publicado en 1489 mientras Colón trabajaba en Lisboa confeccionando mapas, es el más exacto en su descripción del futuro nuevo continente. Con su método de “red de distorsión”, Gallez logra retrazar paralelos y meridianos, y ubicar las coordenadas que irá superponiendo a la producción cartográfica subsiguiente. Lo cual lo conduce al hallazgo de mapas árabes medievales (referenciados en el de al-Juarizmi, del año 833 de la era cristiana, que a su vez recogía el Ptolomeo del año 100, inspirado en la obra de Marino el Tirio, navegante de la época de Nerón) en los que América se muestra con detalle, incluidas sus dos orillas. Según Gallez, Kattigara, “la ciudad más austral del mundo”, que durante dos milenios había sido ubicada en Asia (donde efectivamente se ubica en la actual Vietnam), correspondería verosímilmente a la región de Chan Chan, la ciudad redescubierta en el siglo XX, perteneciente a la cultura Chimú en el Perú. Aunque, con cautela, aclara, tras esgrimir otras hipótesis, “ninguna tiene pruebas evidentes e indiscutibles”. Navegaciones de egipcios, chinos o fenicios, se vuelven atendibles en su examen de la cartografía oriental. Pero deja esas opciones en estado de hipótesis a confirmar.
“La meta y, se puede decir, la gran ilusión de la protohistoria, es dejar de serlo y transformarse en historia”. La falta de documentos suficientes la resigna a la conjetura plausible. Sin embargo, obra de guía para nuevos descubrimientos y derrumba intuiciones improcedentes, abriendo el camino a la historia. “La protocartografía elabora hipótesis de interpretación de los mapas que se apartan de las representaciones claras y unívocas. A la luz de estas hipótesis, reinterpreta hechos protocartográficos y protohistóricos. En algunos casos llega a encontrar pruebas de sus hipótesis, y, en cierta medida, el tema considerado deja de ser protocartográfico para transformarse en cartográfico”. Como colofón de su estudio, Gallez afirma que “La Cola del Dragón ha pasado de la protocartografía a la cartografía”. Estos mapas por él deconstruidos “implican expediciones de descubrimiento y reconocimiento detallado de todo el interior del continente”. Pero, alerta, “en este punto nos quedamos en la protohistoria” por carecer de pruebas suficientes. “Sin embargo, la representación de una llama en el país de Fu-Sang tiene tanta fuerza probatoria que creemos que se la puede admitir como definitiva, tanto más que le agregan muchos datos complementarios en el Perú. Aquí tienen la palabra los sinólogos, que deben buscar información en los Anales de China, releyéndolos a la luz de los nuevos descubrimientos protocartográficos que hemos expuesto”. En 2002, Gavin Menzies escribió 1421: el año que China descubrió el Nuevo Mundo, en el que consolida esas conjeturas.
Paul Gallez fue profesor de Economía en la UNS, donde elaboró planes de desarrollo regional, y dictó conferencias en universidades europeas. Sus trabajos fueron traducidos a los principales idiomas occidentales, alcanzando cierta repercusión en la disciplina, aunque buena parte de sus preguntas siguen sin respuesta. Pero, sobre todo, como me refirió aquella tarde en Villa Ventana, fue orgulloso fundador de la Escuela Argentina de Protocartografía.