…cualquier cacatúa
sueña con la pinta de Carlos Gardel.
Celedonio Flores
Tengo algo para vos, dijo, mientras su mano derecha desaparecía en las entrañas del rotoso maletín que descansaba sobre sus rodillas. Simulando un pase de magia extrajo un arrugado envoltorio de papel madera de forma indescifrable. Lo miré con una mueca a medio camino entre la sonrisa y la confusión. No será que aprovechando la fecha me trae un regalo de Pascuas ¿no?, pensé, molesto. Pero no, sabe que no soy creyente y que me decepciona que él, después de años de orgulloso marxismo ateo y revolucionario, se haya vuelto tan adicto al opio de los pueblos. Es para vos, insistió alcanzándomelo, dale, agarrá, agarrá.
-Gracias.- Lo tomé con recelo mientras trataba de adivinar su contenido. El tío Adolfo conocía bien mis gustos, sin ir más lejos fue él quien, en mi infancia, me introdujo a los placeres y agonías de la lectura a través de sus regalos. Salgari, Verne, Dumas o Mark Twain llegaban de su mano cuando venía de visita al volver de sus viajes. Así fue naciendo mi sueño de escritor, de puro amor y agradecimiento hacia él. Más tarde, la participación en concursos que siempre terminaban en implacable fracaso me impuso el abandono de estos sueños. Esa desazón más la pertinaz costumbre de andar tras sus huellas, me condujeron, finalmente, a la filosofía cruel del tango, un amor de su madurez temprana y de mi juventud tardía. Por eso a estas alturas yo ya estaba convencido, nunca escribiría como Faulkner ni tendría la pinta de Gardel.
Pero este regalo no parecía ser un libro, ni un disco del Polaco, ni una cacatúa tallada en madera para agregar a mi colección de loros en miniatura. Decididamente esto era otra cosa. Le di vuelta entre las manos, lo miré tratando de descifrar su contenido, pero nada. Rasgué el papel de un tirón, y allí estaba.
—Es un cuchillo de paracaidista, dijo.
—Ajá, dije sin comprender, pero tratando de disimular. Qué bien. Lindo ¿eh? Una funda de cuero color suela ocultaba el acero. Para que no se soltara, desde la empuñadura de madera lustrada, un lazo, también de cuero, rematado en un broche a presión, lo sostenía. Un semicírculo de aluminio, yendo de un extremo al otro del mango lo adornaba al tiempo que protegía la mano del eventual cuchillero, dejando adivinar, también, su utilidad como manopla para el caso de tener que aplicar un puñetazo. Abrí el broche y lo desenvainé. Tenía la forma de una bayoneta. La hoja debía tener al menos veinte centímetros y filo por ambos lados aunque, en realidad (lo comprobé con la yema de los dedos) este metal no había conocido aún la piedra del afilador.
—Lo compré en Córdoba, en mi último viaje, es artesanal. La hoja está hecha con elástico de auto ¿Está bueno, no? Es un símil del que usaban los paracaidistas aliados cuando invadieron Francia –el tío Adolfo siempre había reprochado a su madre el nombre que le había elegido, odiaba a Hitler aunque, con el paso del tiempo, ya no admiraba a Lenin y parecía haber olvidado la gloriosa gesta de Stalingrado. Últimamente, para más datos, votaba a los liberales-.
—Sí, claro. Con elástico de auto, mirá vos.
—Si querés se puede afilar.
—Ajá. -Para qué querría afilarlo, pensé. La única ocasión en que solía usar cuchillos un poco más grandes que los ordinarios era para el asado de los domingos y éste, sin duda, era demasiado incómodo para tales menesteres-.
—Tenés que darme algo a cambio, dijo.
—¿Cómo?
—Sí, una moneda, algo…
—Pero… ¿No es un regalo?
—Cuando se recibe un cuchillo hay que pagarlo, dar a algo a cambio, si no, trae mala suerte. Se te puede volver en contra. Me lo dijo el que lo fabricó.
—Por los libros no me cobrabas.
—Ah, los libros. Eso era otra época. Cuando uno es joven… ya sabés. Por los libros no se paga, es verdad, aunque, pensándolo bien, debieran pagarse porque algunos son muy filosos y, en general, no traen buena suerte, también se te pueden volver en contra. Te lo digo porque yo sufrí unas cuantas heridas por su culpa,
— Así que de joven, libros, de viejo, cuchillos. Cambiamos sueños por realidades ¿no?
—Bueno, no es para tanto, no discutamos ¿querés? Lo vi ahí, sobre la mesa del artesano y me gustó ¿vos no jugabas a la guerra cuando eras pibe? Si yo siempre te veía, me acoré de eso cuando lo compré.
—Y sí, en esa época estaba del lado de los ganadores, si habré cagado a tiros a los apaches.
—Y después te pasaste al otro bando ¿un poco por culpa mía, no? Grueso error, te lo digo por experiencia, si no puedes vencerlos únete a ellos.
—Un buen consejo, claro, a lo Vizcacha. Pero yo creo que no hay guerras ganadas ni perdidas para siempre.
—La guerra nunca se acaba. En eso tenés razón, aunque no por lo que vos pensás. Fijate hoy, la lucha por la vida, la inseguridad, el fracaso del Estado, qué se yo, tantas cosas..
—Ah, sí, la inseguridad. Hoy hay que andar con el cuchillo entre los dientes ¿no es así?
—No te burles, no te burles. Por ahí te sirve, quién te dice.
En homenaje a los tiempos pasados le di a cambio una figurita del mundial con la cara de Messi, una difícil. ¿Algo a cambio? ¿A cambio de qué? ¿Cuchillos de paracaidista desafilados para hacer la revolución? ¿Qué revolución? ¿La que murió a manos de Tick Tock?
—También lo podés usar como adorno si querés, pero te aconsejo que lo afiles, es muy bueno para cortar lo que sea.
Sí, claro, pero no voy a afilarlo, yo no quiero cortar con vos, tío. Chau, nos vemos pronto.
Esa noche, con el cuchillo a la cintura y un loro de mi colección montado en el hombro izquierdo, fatigaba la selva de Borneo junto al Tigre de la Malasia. Había desplazado en afecto e importancia a su amigo Yánez quien se había puesto muy celoso debido a mi inesperada presencia. Es que mi nuevo cuchillo causaba la admiración incondicional de Sandokan. ¡Lo que te habrá costado!, me decía. A veces yo se lo prestaba para que lo tuviera un ratito y él se ponía de muy buen humor. Entre los dos vencimos sin atenuantes al odiado colonialismo británico. Luego los tres (porque Sandy, así lo llamaba yo, gracias a mi influencia perdonó los celos de Yáñez) nos arrojábamos en paracaídas sobre Francia desde un avión aliado (quién me viera codo a codo con yanquis y británicos). Al llegar a Tierra y luego de burlar, no sin cierta dificultad, al nutrido fuego antiaéreo alemán, nos complacíamos en despanzurrar nazis para terminar, más tarde, en la terraza de un café de París acompañados de un grupo de psicoanalistas argentinos que asistían a los seminarios de Lacan. Yo les mostraba el cuchillo y ellos lo miraban fascinados.
Desperté en medio de la oscuridad. Encendí la luz y miré a mi alrededor. Sobre la cómoda de mi dormitorio los cacatúas de la colección hacían silencio. Me levanté. Fui hasta el comedor. Desde el portarretratos Gardel me miraba ostentando su eterna sonrisa triunfadora. Lo puse boca abajo.