Durante muchos años, la cultura rock argentina discutió hacia adentro la conveniencia o no de involucrarse en entreveros de carácter político. El primero que intentó posicionarse al respecto (al menos públicamente) fue Javier Martínez, baterista y cantante del grupo pionero Manal, quien dijo: “El artista no debe descender a la arena política”. La frase no es de el músico de Berazategui, sino del escritor alemán Goethe, aunque lo cierto es que ni siquiera el autor del Fausto pudo cumplir tal consigna.

Claro que “lo político” no es exactamente lo mismo que “la política” y, más cerca en el tiempo, lo distinguió con mucha claridad la pensadora belga Chantal Mouffe: lo primero se entiende como “un espacio de poder, conflicto y antagonismo”, siendo este último “la dimensión constitutiva de las sociedades humanas”; en tanto que lo segundo es “el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictiva derivada de lo político”.

Dicho de otra forma, "lo político” es lo que hacés vos y “la política” es lo que hacen con vos. Así, toda acción humana es mediada por lo político y ordenada por la política, incluso aquella que se precia de apolítica. Por lo tanto, el rock, como tal, nunca puede ser entendido por fuera de esas dinámicas. Lo muestra su mismo origen en los Estados Unidos (entre el Estado de Bienestar posterior a la Segura Guerra Mundial y las tensiones recrudecidas por la segregación racial en contra de la comunidad negra) y también su desarrollo en Argentina, donde siempre estuvo influenciado por el entorno sociopolítico que modeló los vínculos culturales desde los años 50’ en adelante.

En nuestro país siempre fue común que los artistas se manifestaran en relación a los gobernantes de turno, por lo general en contra (aunque desde el retorno democrático también a favor). Lo que nunca había sucedido es que un jefe de Estado manifestara explícitamente su oposición a uno de ellos. Ocurrió con Javier Milei, aunque a partir de un hecho curioso: su manipulada interpretación de la libertad lo llevó a utilizar sin permiso una canción de La Renga casi como un jingle de campaña, aunque el rechazo de la banda a esa acción generó una reacción agresiva del presidente y también de su batallón de trolls y anónimos, quienes minaron las redes sociales de vilipendios a los autores de “Panic show” (el tema que inicia diciendo “Hola a todos, yo soy el león”, frase que Milei llegó a usar hasta en un acto de la festividad judía Janucá).

La discusión, entonces, volvió a ponerse sobre la mesa. Para estos tiempos ya nadie duda del carácter político de la cultura rock argentina, cuya expansión la lleva incluso a incubar dentro de su propio seno expresiones de derecha como deriva de la búsqueda de provocación y disrupción a cualquier cosa. El que ve al rock únicamente como un articulador de idearios progresistas es porque se quedó solo con la mitad de la historia, o acaso solamente con lo que le cantan su propios discos.

En una reciente entrevista con Julio Leiva para el ciclo Caja Negra, el Indio Solari se definió por primera vez de manera pública como peronista (“soy peroncho”, remarcó), aunque aclarando que "participo en política a través de la política del éxtasis, que no tiene nada que ver con la política partidaria. Yo soy peronista, pero un peronista de la Nueva Izquierda, del ’61, que era "Amor y paz”. Era un hippie. Eso es lo que soy, un hippie viejo que se la creyó y que sigue con eso”. Lo que Solari hizo allí fue, sin más, distinguir lo político de la política, de la cual también sopesó: “La gente está cansada de la rosca y, de pronto, eligen cualquier cosa que parezca novedosa. Lo que pasa es que tienen muy mala memoria. Esto no es nuevo”.

Como ocurre a menudo con los ídolos populares, sus manifestaciones lograron adhesiones pero también reclamos, éstos últimos provenientes de quienes no toleran que su referente no adhiera a las expectativas personales que sobre él se aspiran (algo que el Indio advirtió otras veces: “No puedo hacerme cargo de lo que la gente proyecta en mí”).

El fin de semana pasado, La Renga inició su saga de shows en el estadio de Racing de Avellaneda, cuatro en total para establecer un récord inédito no solo en el rock, sino en la industria del espectáculo argentino. Es la primera presentación del grupo formado en la periferia del barrio de Mataderos desde que Javier Milei asumió la presidencia y, naturalmente, se esperaba algún tipo de señal influenciada por este nuevo entorno político.

Algunos dirán (y con mucha razón) que la banda ya puede hablar por sí misma a lo largo de sus canciones, tal como hizo en otras oportunidades. Pero ante la insistencia de su público (con cánticos que iban desde “la patria no se vende” hasta “el que no salta, votó a Milei”, pasando por una bandera que decía “Milei gatito mimoso”), Chizzo Nápoli, su cantante, esbozó antes de uno de los temas tocados en Racing: “Amigos, estamos viviendo tiempos difíciles, como tantas otras veces. Entonces algunas canciones vuelven a resurgir, y esta es una de esas”. Se refería a “Hielasangre”, presentada “a modo de conjuro protector” con una letra que le exige “un paso atrás, no me toques” a una entidad que “el daño provoca”.

 

Está claro que los propósitos de este nuevo proyecto político no se resumen únicamente en la abolición de derechos, la transferencia de recursos en beneficio de los que más tienen y la destrucción del tejido social. Hay, de trasfondo, un objetivo incluso más perverso: minar el ánimo y la salud mental como partes del mismo mecanismo de disciplinamiento social. En un contexto de crisis de valores y representatividades, es entendible que esperemos del rock (no como estilo musical, sino como expresión de nuestra cultura popular) un espacio de trinchera. Aunque, en el fondo, no haya que pedirle más que lo que siempre estuvo dispuesto a dar: gestos y canciones que nos ayuden a mantener los ojos ciegos bien abiertos.