Pocas tapas de discos fueron tan directamente políticas como la de Sandra en 1984 cuando sacó el disco Soy lo que soy. De más está decir que su selección de canciones y su voz estaban llenas de señales y guiños dirigidas a una juventud que si bien no quería cambiar el capitalismo, quería que, por lo menos una vez, el capitalismo funcionara a su favor.
Y aun en las baladas más empalagosas (“cómo el juez a la verdad”) había un mensaje dirigido a nosotras, a las disfrutonas de la primavera alfonsinista que decía: esto que hacemos en la cama, eso que tenemos en la cabeza, eso que soñamos pero que no podemos hacer es político (queríamos decir: legítimo) ¡Salgamos a gritar nuestra falta de chongo y nuestra abundancia de perversión erótica! Una primavera que, quizás como todas, se disfrutaba por la promesa, no por su realidad. Los reglamentos urbanos, los códigos contravencionales y las razias fueron el rasgo institucional que pasó incólume del proceso a la democracia, como si muchas de las instituciones que cuestionábamos nos avisaran que no por democráticas iban a dejar de ser fascistas. Así de ambigua era esa primavera.
Igualmente ambigua era la tapa esa de Sandra que, era tan minimalista (o pobre de recursos) como rebosante de significaciones. Por un lado esa desnudez (con pezón incluido para los que escrutábamos la foto con detallismo microscópico) que decía: esto es todo; esto es lo único que voy a mostrar, todo lo que tengo, todo lo que soy. Soy lo que soy. Bajo la lluvia, salgo de la ducha, me volví a bautizar, me tiré en las aguas del Jordán, soy retorta, estoy afuera del clóset, mi clóset no tiene secretos, no hay nada en el clóset y fíjate que cuando se me seca el pelo y me pongo algo, estoy contenta (contratapa) no pasó nada, no se vino el mundo abajo, me despojé de todo y estoy más contenta que antes, mi creación, y mi destino, mi closet, mi lluvia, mis pezones sobre los cuales retomo la soberanía del cuerpo de la que había sido despojada y los entrego a la mirada como quiero. Es decir, se trataba del primer disco de la cultura argentina donde se decía que los derechos de los marginados sexuales podían ser cantados en voz alta. Y como los cantaba una “noble” argentina (es decir la hija de una estrella del show business) tenía impunidad, valentía (un poco apropiada por herencia) y desparpajo. Había para todxs, gays, lesbianas (“la mujer que al amor no se asoma”, como jugando con el doble sentido que desde el inicio del género fue parte del bolero) y las que se subieran al colectivo.
El Plan B
Pero en aquella época los discos tenían un lado A y un lado B. El lado B de Soy lo que soy era que Sandra, que siempre estaba un paso adelante, tampoco era una adalid del movimiento. Más bien lo contrario. Cuando le preguntaban por el contenido flagrantemente homosexual de sus letras, ella invariablemente hacía la apuesta de marketing global y, antes de segmentar a su audiencia, la unía alrededor de la batea de la disquería para que no se le escapara ni una comprita, ni una radio. Se trataba de no alienar a nadie, para que cualquiera lo agarre para donde se le cante (la excusa de la democracia de los sentidos funciona perfecta cuando se trata de vender un producto). Lo mismo hacían Bosé, los Mecano, Pepito, y lo mismo hacía el tropicalismo brasilero Gal o Bethania: una cosa es ambigüedad y otra perder clientes. En el mercado del arte “ambiguo” siempre significó lo mismo: miedo a perder clientes... Así lo hicieron Freddie, Ricky Martin y George Michael, siguiendo el modelo que podríamos llamar “sistema Elton”: cuando el mercado se saturó y lo quebró, entonces él segmentó al mercado para extraerle un último jugo. Era verdad: María era Mario. Y un pasito pal’ante era efectivamente un pasito patrás… Y tampoco hay que pedirle a un artista que vaya más allá de su arte. Y sabemos que las contradicciones existenciales de Sandra en esa imagen no son más que nosotrxs mirándonos en nuestros espejos: valientas y acobardados, desnudos, pero bajo la lluvia, limpios pero empapadas. Y la contradicción tampoco era propiedad privada de Sandra sino la nuestra y la de nuestra familia que ponía el casete de Soy lo que soy y lo cantaban a los gritos pelados en el mismo momento en el que nos hubieran expulsado de ese coro de gritos si supieran cómo agarrábamos esa letra y la llevábamos violentamente a la práctica. Sandra en ese momento hizo con su imagen y su voz lo que hace una artista: agarró todas esas contradicciones y las consagró como si nos enfrentara a un cáliz de oro. Soy lo que soy, quiere decir también soy algo que no puede o no quiere o no tiene la valentía o la posibilidad de decir qué soy. Soy lo que soy es también soy un tabú en el lenguaje, lo impronunciable, una cosa encerrada en un cristal. Un closet de cristal. No soy Dios, que diría “soy el que soy”, es decir soy el sujeto de mis acciones. Soy, por el contrario eso, lo que soy, una cosa objetivada. Ser objetivada por mí misma me gusta, me hace bien, me pone en la realidad del mercado y me dice, que por primera vez puede decirme algo a mí mismo ya que todo lo que me pasó hasta ahora fue que me dijeran lo demás lo que soy mediante un insulto. Estoy en camino a saber qué soy, porque sé bien que soy “otra”. Pero ¿qué cosa soy? Algún día habrá un suplemento en un diario que usará ese nombre y ese estigma como bandera y nombre. Pero mientras tanto ese soy lo que soy puede pasar a formar parte de la serie enigmática y existencial que reúne a nuestro general San Martín (Serás lo que debas ser y si no, no serás nada) con Rimbaud (el yo es otro) y Hamlet (Ser o no ser). Si Heidegger viera esta lista, seguro que le da para decir algo.