Me gusta ser como el planeta, dijo Rotario a su amigo Emanuel, mientras echaban a deambular por la rotonda de Córdoba y Wilde, después de haber pernoctado en la vereda que da al costado Oeste del Jockey Club. Hacia uno o dos años que se habían encontrado mendigando en los bares de Pellegrini y habían decidido que era mejor rebuscársela de a dos. Por supuesto, no era sólo por eso, sino que ambos habían participado de una vida mejor, dispuesta siempre al amparo de las apariencias sociales. Pero había una diferencia entre ambos, porque rotario había sido en mejores épocas, contador con un estudio propio, que abandonó a poco de morir su esposa, en un accidente de tránsito del cual nunca se encontró al culpable. y Emanuel profesor de física cuántica en la universidad, cuyo ámbito se nutría de neutrinos, entrelazamientos, fractales y vacío en la perspectiva geométrica de un concepto de Universo. Es difícil, si no imposible, decidir qué los vinculaba más allá de la errancia sin objeto de la desposesión y la injerencia del alcohol en sus vidas. Basta comenzar mencionando que Rotario había cometido el error de detenerse casi en la esquina de Moreno y Santa Fe, hacia la entrada de la ex jefatura, mirando un grupo del personal que entraban y que le parecieron detenidos. El personal de guardia lo creyó sospechoso y al ir tras él, Rotario apresuró su fuga hacia Oroño donde se rencontró con Emanuel, que reposaba en un banco del cantero central custodiado por la Palmeras en paralelo que llegaban hasta Pellegrini. Una ligera agitación les recordaba los riesgos del setenta y recuperaron algunas vivencias que parecían repetir las emociones pasadas en el contexto irracional y alucinatorio del presente.

Emanuel y Rotario eran hombres surgidos en los despojos de la misma inclemencia; cada uno con su secreto y este, con las incontables salidas emancipadas del núcleo de su original vivencia, solía transformar en una visión la supuesta correspondencia entre percepción y aquello en cuya virtud acontece. Como si ambos supusieran lo mismo y sintieran el retorno de los peores días de la dictadura, aggiornada con la reiteración de la palabra democracia en la que casi nadie cree o practica, decidieron separarse y caminar a contramano del sentido de las calles para no ser sorprendidos por la gendarmería o la policía que rondaban la ciudad, reencontrándose en una de las cuatro plazas de Provincias Unidas, llamadas Parque Belgrano. En un banco de la plaza compartieron la exigua porción de comida obtenida por el careteo y el vino que alentaba sus inconsistencias.

Al fin de cuentas, la historia insiste cíclicamente en reiterar los males, dijo Emanuel, y eso porque la gente que accede al poder es incapaz de generar una idea o un concepto inteligente. No hay república ideal como la de Platón, sólo gente que prefiere creer en las mentiras que les prometen sucesivas bandas de delincuentes. Tal vez afirmó Rotario, quizá seamos nosotros el fruto de un error irreparable. O tal vez, dijo Emanuele, no solo para hombres como nosotros, sino para todos, sea demasiado tarde. Digamos, algo que pertenece al tiempo, el tiempo que comenzamos a percibir o que nos impuso percibir que somos mortales. Lo hemos pensado y dicho mil veces, somos los únicos en saber que dejaremos de ser…y ante ese hecho, y aun habiendo hecho lo que queríamos o soñábamos, siempre es demasiado tarde. ¿Te acordás el grito de Ramón, cuando comenzamos a militar?: Seamos un poco más felices. El tiempo lo disolvió de antemano y ni siquiera nos dimos cuenta.

Mientras la noche ascendía tornando visible las constelaciones que minimizaban la voz de Emanuel, ambos se dispusieron como siempre dormir al desamparo, arropados por la creciente oscuridad y el tenue murmullo decreciente de los alrededores, sólo que un sueño impreciso le traía a Emanuel la inclemencia de una imagen persistente, que lo asediaba y rápidamente se extinguía. El momento en que en una huida desesperada por una balacera en los alrededores de la Universidad chocaba con un cuerpo que se atravesaba en su camino… Por suerte el estruendo de monstruosos nubarrones que acechaban desde el este los despertó y mutuamente decidieron reubicarse en las puertas de la parroquia San Antonio de Padua. 

Emanuel, que no era creyente, musitó una pequeña plegaria para que la noche no fuese impiadosa, mientras volvía a anegarse en el sueño buscando la vida que se encuentra en sí misma y al mismo tiempo excluida, como obedeciendo al designio de la muerte…o tal vez algo más profundo que ella. 

Rotario que había vivido una vida fastuosa lavando dinero a las clases poderosas de la ciudad, políticos, empresarios, delincuentes… había perdido a su mujer en un accidente no esclarecido que fue motivo para su transformación. No sabía si fue algo relacionado con sus negocios o una jugarreta del destino que lo reenviaba a rencontrarse con algo de sí mismo, que determinaba su actual condición y esa incertidumbre lo acosaba con imágenes imprecisas, cada vez más confusas, por más que cada noche el sueño fuese el mismo, encriptado en una imagen borrosa que se reiteraba chocando contra el cuerpo de su mujer sin vida. Una imagen dolorosa y un angustioso despertar, casi siempre por la mañana, redescubriendo lo sólido de las formas que la presencia percibe como precariedad de la existencia, donde su ser y su idioma entrelazados vagan para asumir el retorno a la precariedad de cada día.

Rotario se abismaba cada vez más en lo mismo y extrañamente, mientras miraba a Emanuel dormir, cerró los ojos como si pudiera penetrar en el sueño de su compañero para liberarse del propio y en efecto, soñó con un sueño similar al de Emanuel donde éste chocaba con un cuerpo sin color y sin imagen, homologable a de su esposa. Al despertar no supo si el sueño era suyo o era el de Emanuel y rápidamente lo desechó temiendo volverse loco.

 

La detención de la tormenta parecía inmovilizar a la noche, cuya forma encerrada en lo infinito extendía lo inmediato de la percepción en el fluir continuo hacia las riberas del ensueño y el ensueño desplegaba ondas de nostalgia donde Rotario recuperaba el rostro evanescente de su mujer insinuando diferentes variaciones en los avatares de su muerte. Ella se había llevado la mayor parte de él consigo y Rotario decidió desaparecer del mundo falso que había construido y borrar todo indicio de una vida doble, cargada de impostación de lo social, donde reconocía el desprecio de sí mismo que ascendía en él y le sugería que sólo la extinción y la muerte eran aceptables y dignas de ser deseadas. Sin embargo, en la errancia inicial que le permitió desaparecer del todo, sintió que su camino había sido inevitable y que la muerte de su mujer le prescribía un camino de retorno. Para colmo recordó que su madre, enfrentando la muerte, le había sugerido el poder de la poesía dando principio al descenso hacia la ausencia con los que antiguamente alimentó esa pasión, liberando contra todo saber, el poder de la belleza que tiende un lazo sobre el abismo de la limitación idiomática. 

Ese recuerdo lo motivó a seguir, por supuesto con altibajos, desgajando en el desandar del sendero la unidad inquebrantable de culpa y castigo que lo mortificaban. En ese trayecto, conoció a Emanuel como un Dios privado de divinidad y ahora, como si mirase a través de un cristal donde el tiempo se arremolina, sintió que recuperaba las circunstancias de la muerte de su mujer, inmersas en el sueño de su amigo. 

La noche del 3 de mayo, a eso de las 21hs, Diotima había salido de su clase de física en la Universidad y había decidido caminar por Riobamba hasta Necochea, para tomar el 102, cuando fue empujada por un colega que huía de una balacera. Al caer sobre la acera fue atropellada en la esquina de Chacabuco por un vehículo que se dio a la fuga. El hombre y el vehículo nunca fueron encontrados y Rotario recuperaba las hipótesis diversas que manejaba la policía. Todas contradictorias y grandilocuentes, ninguna tenía la simplicidad de los hechos fortuitos. 

 Al despertar, no pudo no comentarle el sueño a Emanuel que completó con estupor, con mudo asombro, con temor supersticioso, las vicisitudes del sueño incompleto que tanto lo atormentaba.