El cuento por su autor
Como todos los años, cuando viene el momento de escribir una intro a los cuentos que publico en este suplemento, me pregunto cómo explicar, si cabe, lo escrito y su origen. Intentar una respuesta puede resultar presuntuoso. No obstante, lo intentaré. En mi caso, y especialmente a esta edad, concluyo que lo hago por disgusto y adicción. Es decir, sentirme incómodo y raro en la realidad, no otro es el malestar que me impulsa. De una clase media canalla, a menudo, extraigo instantáneas. De los más humillados y ofendidos, también. La adicción, en tanto, procede de la fe en que hay relatos en todas partes, y si uno presta atención al mundo, a sus mínimas instancias, en los detalles que pueden parecer insignificantes, habrán de encontrarse disparadores en una anécdota, un chisme, un accidente, una frase escuchada al azar, una lectura inesperada. Ahí donde no parece pasar nada, siempre pasa algo. Es que el imán, si se insinúa, está en un detalle. En mi caso personal, pruebo escribir todos los días. Creo más en la persistencia que en la inspiración o el talento. Al margen de una novela o un artículo, surge un cuento. La brevedad es, lo aclaro, ansiedad, no perder tiempo, impedir que esa historia se pierda. Es decir, trato de hacerla corta. Conmigo y con los lectores. Y es así porque apenas terminé de escribir uno, seguro, habrá otro en lista de espera.
No pasa nada
En la antigua China, en los sepelios y los rituales mortuorios, el difunto, a quien se ofrendaba la ceremonia, era representado por un chico de la familia sentado en el féretro transportado en un carruaje. Se lo denominaba el niño cadáver. Quien viaja ahora en el féretro es el autor de estos relatos. Quien viaja sentado sobre el féretro es el lector.
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Los seres que siempre me interesan son aquellos que a raíz de una estructura lógica accidentada tendrían de sobra motivos para suicidarse y ni siquiera se les ocurre. Al menos, yo probé y fracasé. Por eso escribo.
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La húngara y su hijo viven en un depto antiguo de dos ambientes acá a la vuelta. Ella, rubia, alta, de ojos claros, camina con un porte marcial, taconeando, algo viril que no la favorece Si se aflojara y moviera con más gracia, arreglándose apenas, resultaría atractiva. Durante el día, mientras la madre trabaja en un estudio contable, el chico, morocho, que debe tener cinco, seis años y un retraso, está al cuidado de una vecina jubilada. Cuando entran al almacén, el chico siempre de la mano de la madre, no tarda en llamar la atención al pedir una golosina. La pide señalándola con un mugido intimidante. Por más que no sea muy espabilado sabe lo que nos provoca. La madre lo conforma antes de que repita el mugido, le acaricia el pelo carpincho, le habla en esa lengua extraña, le sonríe y lo complace. Nosotros los miramos y también sonreímos pero nuestra ternura es compasiva y es hipócrita. Cuando se van respiramos aliviados.
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No hay sufrimiento de amor que no encuentre su canción, dice el pibe que vende discos usados en el fondo de la galería. Habla con la seguridad de quien enuncia la verdad de lo vivido. Los que vienen a buscar tal o cual disco del pasado, dice, buscan recobrar una sensación perdida, que no volverá a ser. Sé lo que es. Ella cantaba boleros cubanos. Hace tres años, cuatro meses, cinco días y nueve horas que me dejó.
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En el rascacielos de enfrente, un edificio de oficinas y de departamentos de alquiler transitorio, que tiene exactamente veinte pisos, todos los años alguien se arroja desde lo alto. Puede ser una mujer, puede ser un hombre, que siempre permanecen un rato en la cornisa esperando el público. El suspenso causa los más diversos comentarios. Nunca faltan los apostadores. Y siempre gana quien apostó a favor del salto. Al que más enoja la situación es al patrón del bar en la planta baja. Está indignado por tener que cambiar el toldo al menos una vez al año.
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Le gusta venir a esta iglesia en el centro. Viene cuando experimenta una ansiedad que lo supera, ganas de no sabe qué. Entrar en la iglesia lo calma. No sabe si cree en Dios ni si la mayúscula es pertinente. Lo calma el silencio. Se sienta en un banco. Además de los íconos que le parecen toscos, con un aire artesanal hay, como él, unos pocos de distintas clases. Lo calma sentir que no está solo en el mundo, que otros también precisan este silencio que dice lo que cada quien quiere escuchar. Y, sin embargo, lo que dice el silencio es siempre lo mismo, el silencio de Dios.
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La chica ciega sentada en el banco de la plaza en el sol de la tarde tantea a sus costados sin encontrar el bastón, se le debe haber caído, piensa, se agacha, se arrodilla, lo busca en el piso, bajo el banco, y nada, los que pasan la miran, se vuelve a sentar, espera, ya está oscureciendo, se da cuenta por la temperatura que baja, la brisa fresca, y ella reza rogando que quien le robó el bastón hace un rato largo se arrepienta.
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Una mañana sale de su departamento. Ni un alma en la calle. Nadie a la vista. Los autos pasan vacíos, sin conductor. Y lo mismo pasa con los colectivos. Los negocios están abiertos. Pero no hay ni quien atienda ni tampoco clientes. Se detiene ante una vidriera. Y no ve su reflejo.
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En los últimos años me quedaron sólo tres amigos. No es poco, me digo. Tendría que verlos más seguido. Esta mañana llamo a uno, le pregunto cómo está. El jueves me pusieron otro stent, me dice. Llamo a otro. Al día siguiente lo operan de cataratas. Tal vez pronto te pueda ver, se esperanza. Me quedo pensando en la forma en que dijo ver. Llamo a un tercero. Tarda en atender. Acá estoy, me cuenta, además del epoc, tuve un neumotórax. Ahora, con el oxígeno a cuestas. Me cuenta cómo funciona el motorcito, la conexión a la electricidad, siempre se dio maña para los electrodomésticos. Querés que te visite, pregunto sin ganas. Mejor no, me contesta, tengo que hacer reposo. Y vos, me pregunta. Ando, le contesto. Cuidate, me dice. El teléfono suena. Mejor no atiendo. No funciona el ascensor. Bajo los nueve pisos por la escalera agarrado de la baranda. Entre el séptimo y el sexto, se corta la luz. No tengo miedo, me repito.
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Todas las noches el padre lo amenaza. Mañana te voy a pegar, le dice. El chico no puede dormir, permanece despierto hasta el amanecer. Ansía esa claridad leve que empieza a filtrarse en su cuarto. El castigo es menos doloroso que su espera. La madre, sonríe sumisa cuando le anuncia: Tu padre se fue al trabajo. Me dijo que mañana. Un día de estos, dice el chico, me voy a tirar bajo el tren. No digas eso, Dios te va a castigar. El chico se ilusiona con la idea de que los padres habrán de sentirse culpables. Un día lo hace. Pero el tren frena antes. Vuelve a la casa llorando.
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Al leer las biografías de Chejov, todas, sin excepción, impregnan el aire con una tristeza. Chejov nos observa con una distancia clínica. Una biografía informa que la “infancia tan sombría maduró singularmente al joven Anton. Le enseñó muy pronto el lado negro de la vida, le habituó a tener un juicio sin indulgencia hacia los hombres”. La pregunta que nos deja: Cómo ser inflexibles y compasivos a un tiempo.
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Conversan, no discuten. Cada uno puede comprender lo que siente el otro. Y es mejor así. Se devuelven las cosas. Se despiden con un beso. Llamame, cualquier cosa que necesites, le dice él. Vos también, dice ella. Y después: Amigos, dice él. Amigos, dice ella. Se dan otro beso. Y la espalda. Días después, ella revisa las cosas que él le devolvió. No quiere llorar. Un día después, él revisa las cosas que ella le devolvió. Pasa un tiempo. Tiene ganas de ir buscarla, el impulso lo domina, pero se contiene. Si lo hiciera, resultaría invasivo. Más o menos en ese tiempo, una noche, ella no da más y se viste. Se sube al auto. Llega hasta la casa: la luz de la ventana está encendida. Tal vez esté con otra, piensa. Lo que le preocupa es que pueda considerarla posesiva. Un año después se encuentran en una fiesta. Ella está con otro. Y él con otra. Se presentan las parejas respectivas. La mañana siguiente él piensa en llamarla. Y ella también. Pero no.
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Cuando traemos los chicos a la plaza hay un tema que evitamos y es conversar sobre los que desaparecen pero nunca falta una que lo saca y cuenta una historia, la del chico ese que desapareció y cuando lo encontraron le faltaba un órgano, así son las cosas, y mejor no hablar del asunto porque una se distrae y cuando te das vuelta Pablito no está, estaba acá hace un instante, no vieron a Pablito, un chico rubio, con un buzo azul, Pablito, grita, mi hijo, no vieron a mi hijo, Pablito, grita.
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Esta noche de septiembre, tormenta, truenos, relámpagos, viento, aguacero, la pareja mojada fuma bajo el alero del bar cerrado, en la oscuridad, esperando que la tormenta afloje pero no, se acercan, se abrazan, se besan, unen sus lenguas en un beso, se muerden, se retraen, se apartan y, sin decirlo, ella piensa en la otra y él en el otro, sin decirlo piensan, y quisieran juntar bastante ánimo para arrojarse contra el vendaval y volver cada cual a su otro lado, el de siempre, más reparado que esta esquina bajo el alero del bar, pero no se animan a despedirse aunque el tiempo transcurre y es cada vez más tarde y cada vez más también la lluvia que renueva su furia, se miran, callados, piensan que al volver a sus casas necesitarán explicaciones, se acostarán, buscarán a la otra, al otro y, encendidos por una animalidad dolorosa, nos vaciaremos en este cuerpo pensando en la otra, el otro, gozando como nunca antes en los cuerpos presentes gracias a los distantes, los cuatro, a esta hora, calientes mientras afuera llueve y ya no hay nadie bajo el alero del bar, nadie en las calles.
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Los árboles del bosque están vivos. Por eso asusta pasar la noche solo entre ellos. En la oscuridad las ramas gimen, cuchichean, susurran. Vaya uno a saber que están tramando.
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La chica del laverap recibe del cliente las sábanas con manchas de sangre. No se inmuta cuando el cliente se las trae. Y no pregunta. Tampoco expresa su asco. Prefiere pensar en un asqueroso que no le repele cojerse una con menstruación antes que en un asesino. Pero si lo fuera, se dice, entonces qué. En estos días no es fácil conseguir un trabajo.
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Desde que se separó hace dos años, me cuenta ella, pasa catorce horas por día en el taxi. Por culpa de su marido, que extrañaba el país. Al año de volverse se separaron. Ninguna de las dos hijas ve al padre: la justicia le puso una perimetral. Las dos estudian comercial nocturno. Una está en quinto y la otra en cuarto. Las dos trabajan, la mayor en una peluquería y la menor en un vivero. Por suerte, el auto es mío. Cuando las chicas terminen el secundario venderá el auto y con lo ahorrado volverán a Canarias. Estas vacaciones, se lamenta, tampoco tendremos playa, dice. Pero se las ingeniará para pasarla bien en Pigüé, el campito de sus padres, que tiene un tanque australiano donde las chicas se refrescan y ella las mira desde la sombra. Todo lo que quiero es descansar a la sombra. No le pido más a Dios. Pago, me bajo, y no camino una cuadra cuando escucho el golpe. Un colectivo de contramano embistió el auto incrustándolo en una tienda.
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Cualquiera, en su lugar, al ser despedido, habría saltado desde el piso veinticinco y se habría estrellado contra el césped de la planta baja, pero no. Se tomó el asunto con calma. Ni siquiera juntó sus cosas. Salió caminando tranquilo, sonriente, mirándonos. Nos preguntamos por qué sonreía. Así parecía irse de nuestras vidas. Alguno, días más tarde, nos contó que lo había visto durmiendo en un umbral. Poco después reapareció por acá. Todas las mañanas, en la entrada al edificio, vendiendo porquerías. Si le compramos un peine, pañuelos de papel, un par de medias, es para que desaparezca de una vez, no soportamos verlo a él ni tampoco, al pasar la seguridad, subir al ascensor, sentarnos en nuestro escritorio, mirar el suyo vacío, recordar mañana, y cuando digo mañana, puede ser mañana mismo.
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Venía caminando distraído por esta calle cuando tropecé conmigo. El otro me pidió disculpas y yo también, los dos al mismo tiempo. El otro siguió de largo. Pude entender que ni se detuviera. Tampoco yo lo habría saludado.
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El silencio me despierta antes que la claridad. Al bajar de la cama, los pies en el agua hasta los tobillos. La crecida está adentro, así que voy a agarrar unas frazadas, despertar a los críos y subirnos los cinco al techo. Espero que esta crecida no me trague otro, aunque sería una boca menos.