Me gusta tener sexo en la primera cita. Arreglarme para salir a hacer los mandados. Trabajar y tener poder. Besar suave, fuerte, con lengua o sin. Me seduce el erotismo. Tomo alcohol, a veces mucho, otras no tanto. Viviría de noche. Siento pasión hasta para dormir. Lloro.
Grito. Puteo mucho. Soy mala. En pocas oportunidades buena. Me gusta mostrar las piernas. A veces no uso bombacha porque no tengo ganas. Tampoco corpiño.
Fui abusada a mis 18 años.
Un tipo que fue mi jefe y que me llevaba 17 se tocaba detrás mío mientras me dictaba una demanda en su flamante estudio jurídico. Nunca había estado con un hombre. Sólo tuve apenas un noviecito que a los 16 me pudo dar el primer beso. Me sedujo. Me dijo que era separado, me presentó a su hija de siete años que me adoraba y me decía que su “ex”, así la llamaba, estaba loca.
Mi primera relación sexual fue terrible, no me acuerdo de los detalles pero sí del dolor que sentí, de mi llanto incontrolable frente a las palabras de él que me decían “es así, te tiene que doler”. Mi pedido de que frenara porque ya no quería seguir era cada vez más fuerte. Y cuando no soportó mis lágrimas ni mi voz casi disfónica por gritarle salió de adentro mío con furia haciéndome doler aún más. Me dejó en la cama sola, llorando, diciéndome que tenía que madurar mientras se limpiaba como quien limpia evidencias de una masacre. Me acurruqué pidiendo estar con mi mamá, diciendo entre sollozos al viento que me llevara con ella. Aún hoy, con 37 años, cuando estoy muy triste, lo sigo haciendo a pesar de saber que la resurrección es una mentira más de las tantas con las que nos criaron.
Nunca me animé a contar lo que me pasó hasta poder asumirme abusada. Mis padres me culparon por desarmar una familia cuando su mujer llamó a casa diciendo que yo era una puta. Les hablé para explicarles que fui víctima. Con el tiempo pude reconstruir la relación pero callando.
Aquel nefasto tipo no se bancó mi indiferencia y comenzó a seguirme, a llamarme, a buscarme en todos lados, persiguiéndome hasta en lugares que nunca supe cómo hizo para saber que me encontraba. Viví con terror durante años, sin un nombre real que me identificara en las redes sociales. Aún me cuesta no ser anónima. Hasta recibí una carta de él que la envió a la casa de mis padres contándome sobre el suicidio de su mujer y sobre cómo había reaccionado su hija al encontrar el cadáver culpándome por no estar a su lado.
Psiquiatra, psicólogo y tiempo perdido por un hijo de puta. Es la primera vez que puedo contar sólo una milésima parte de lo que siento. Y lloro, cada vez que recuerdo, lloro. Como si fuera una nena, aquella que recién empezaba a descubrir el mundo. Recién ahora puedo afirmar que ser mujer es poder sentirse libre. Aún siento vergüenza. No sé de qué. Pero lo siento. Con el tiempo pude resignificarme.
Soy mujer, con todas las letras, fuerte, hermosa y libre. Y ningún abuso pudo ni podrá conmigo.
(*) El texto de Leila forma parte de la obra Asco, día tras día, que se presenta los viernes a las 22.30, en el Actor’s Studio Teatro. Avenida Díaz Vélez 3842. CABA