No me preguntaba por el amor desde hacía tiempo. Y es probable que hubiese continuado esquiva a sus fotografías sepias si no fuese por este resistido seminario de posgrado convertido ahora de un solo golpe, en virtual y a-sincrónico. Digo que, bajo la modalidad presencial, entre los múltiples estímulos que como fugas oxigenan las clases tardías de gente cansada a la que se le exige acreditar en una carrera al infinito, seguramente el comentario de la docente habría pasado desapercibido. 

Probablemente, después de una larga jornada de trabajo esa Profesora añosa y neurótica hubiese preferido llamarse a silencio sobre el objeto que concita sus vibraciones más íntimas. Objeto que claramente, no se vinculaba con la Gestión Educativa como se titulaba el curso dictado.

Lo cierto es que la docente añosa y neurótica cruzó el charco: se dio el gusto de declarar por zoom que “para toparse con el amor hay que estar un poco distraído.”

Desde entonces me desvelo a mitad de la noche y con frecuencia inusitada pierdo la paciencia ante los berrinches de mi hija Victoria. Sí, su nombre es el corolario de una épica personal; la victoria frente a un miedo. Ahora que lo pienso quizás, la pregunta por el amor hubo de clausurarse concomitantemente con su nacimiento.

La Profesora podría haber balbuceado que se necesita “inteligencia”, “frescura”, “juventud”, “deseo” pero eligió el distraimiento como requisito sine qua non y desde ese momento, sufro de mareos vespertinos. De una ansiedad solo comparable a la de los días de estudiante universitaria frente a la inminencia de dejar de serlo y tener que vérmelas con el mundo en su realpolitik.

En su origen etimológico,  la palabra latina distrahĕre significa desviar, conformada por dis (pref. de negación) y trahĕre (conducir, trasladar) Finalmente ĭdus indica cualidad de naturaleza. Distraído como aquel que se desvía, como el que se niega a conducir y acompaña el movimiento de la naturaleza.

Maldita sea.

Esta señora podría haber sugerido “generosidad”, “sensibilidad”, “prepotencia de trabajo” pero invoco como condición necesaria para el amor un estar distraído y desde ese instante, el frío se apoderó de mis manos.

Todo el occidente cimentado sobre la atención. Sobre un estar a-tento como quien tensa hacia algo o alguien. Parte de las paradojas mortificantes identificadas por Derrida, mientras estropeaba el guiso del capitalismo de bienestar en los 60”. Azuzando entre dientes: “proletarios del mundo uníos en la infatúa dádiva de la burguesía.. Podrán comprar TV y refrigeradores al módico precio de olvidar para siempre el abanico de alternativas de existencia”.

Asigno sentidos, historizo el pensamiento, indago sobre lo común de este ensombrecimiento que enfrió mis manos. Intento defenderme. Entendí de qué se trata y olfateo la tragedia. No tengo chances de engendrar un segundo hijo para conjurar este otro miedo pues como la profesora, yo también me he vuelto añosa.

La belleza aquieta, retorna el séptimo arte.

La mirada clara de Casey Affleck en Manchester by the Sea. “Deseo que seas feliz”, dice despidiendo a su ex mujer. Esa es una de las grandes escenas del amor en el cine de los últimos tiempos.

¿Entonces? Si aquel incendio que devoro a su descendencia ha sido el producto de una desatención, si la muerte es el precio a pagar por distraerse, ¿cómo habría de erigirse en requisito del amor? ¿Cabe algún lugar para la contradicción en la metafísica clásica?, se pregunta Derrida. Su respuesta es no. Por ello el personaje cierra en film con la declaración de impotencia; “No puedo superarlo”.

Todo el Occidente cimentado sobre la atención. Todo un Occidente logocéntrico engordado por el peculio de un lenguaje dicotómico que nos ha invitado a olvidar para siempre que en la finitud de la palabra escrita algo se excluye pues “desde el momento en que hay una inscripción, hay necesariamente una selección y en consecuencia, una borradura.” [1]

 

[1] Jaques Derrida, entrevista: Quién encontró alguna vez un Yo.